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de casi treinta años me parece aún más evidente.

      Aquellos encuentros entre los productores y los primeros colaboradores de Arcigola (la primera versión de Slow Food, formalizada en el verano de 1986) se parecían a las reuniones de un pequeño círculo de soñadores. Nos divertíamos y disfrutábamos con las joyas gastronómicas de nuestra tierra, y sabíamos muy bien de lo que estábamos hablando. El escándalo del vino con metanol había puesto al país ante la evidencia de que la enología estaba vinculada no solo con un sector económico importante, con posibles repercusiones en otros sectores, sino también, y de forma íntima, con la vida de esas personas que se quedaron en la miseria por culpa de la especulación de unos canallas que habían alterado el vino con alcohol metílico —producto, curiosamente, sobre el que se acababa de eliminar un impuesto—. Y la vida de esas personas, de esa gente que cultivaba y transformaba, era también la vida de los territorios: su fertilidad, su tejido social, su cultura y su ecosistema.

      En aquel contexto histórico, nuestras catas, que al principio nos parecían revolucionarias por cómo ayudaban a despertar nuestros sentidos, empezaron de repente a adquirir tintes absurdos. ¿Para qué ponerse exquisitos con un aroma, un perfume, un color en la copa, si mientras tanto se rompía el vínculo con el territorio y con la existencia real de las personas, si todo se podía contaminar, adulterar o desnaturalizar?

      Y por si esto no bastara, en esa misma primavera de 1986 tuvieron lugar otros dos eventos dramáticos y reveladores que terminaron de bajar a la tierra nuestros vuelos pindáricos y degustativos. A finales de abril, ocurrió el accidente nuclear de Chernóbil: todavía hoy, cuando hay una mala cosecha, comerciantes y mayoristas toman como referencia el desplome de las ventas de verdura de aquel verano. Tuvimos que dejar de comer ensaladas, evitar las verduras frescas, y se puso en entredicho hasta la salubridad de la leche y la carne. La ecología (también entonces marcada por un aura de sectarismo, reservada a círculos restringidos y «no alineados») tenía que ver, vaya si tenía que ver, con la comida. Y por si aún no estaba lo suficientemente claro, de ahí al otoño empezaron a registrarse emergencias por contaminación por atrazina en el valle del Po. En muchas casas se cerraron los grifos y pronto se identificó la causa de la contaminación en los acueductos: el uso indiscriminado de pesticidas en la agricultura.

      En aquel abril de 1986, ante nuestros ojos, como autodidactas de la gastronomía, entusiastas de la cultura material, pioneros en la reivindicación del derecho al placer que estábamos a punto de fundar, se desvelaron nuevas conexiones. En cuestión de meses fundamos Arcigola, y unos años más tarde, Slow Food. De la jaula del pensamiento salieron nuevas reflexiones que, tiempo después, terminarían en los arroyos más dispares, como las personas que protagonizaron esa época, que se separaron y volvieron a juntarse, y que aportaron otras ideas y soportes. Desde luego, es más fácil relacionar los eventos ahora, a toro pasado, pero no se puede obviar que del clima y de los acontecimientos de aquellos meses emanaron nuevas energías que todavía hoy siguen haciendo realidad la revolución de la comida. Una revolución lenta que, como todas las que se han sucedido en la historia —violentas o no—, lleva consigo una forma de liberación.

      En este caso, es la gastronomía la que se ha liberado de los límites impuestos por quienes se quedaban —y siguen siendo muchos los que lo hacen— en la mera apariencia, es decir, en la valoración de unos procesos complejos, como son los que transforman la naturaleza en comida, por su resultado final: por la degustación de un vino, de un producto o de un plato cocinado por el chef. Una limitación heredera de la separación mecanicista de las disciplinas y alimentada por un hedonismo estéril. Un cercado que mantenía aprisionada la ciencia gastronómica. La gastronomía como ciencia: por aquel entonces era algo de lo que ni siquiera se hablaba. El último en hacerlo había sido Jean Anthelme Brillat-Savarin, un siglo y medio antes, en 1825, en su libro Fisiología del gusto. Mucho tiempo después, se hacía urgente reformular esta ciencia para que se volviera holística, interdisciplinar, capaz de abrazar todo el saber, pero también el ser, que hay detrás de cada alimento. No solo el gusto, porque era inconcebible limitarse a la degustación frente al drama de aquellos viñadores a los que el escándalo del metanol había puesto de rodillas. Y no solo la economía, porque entender la gastronomía solo desde el punto de vista de los negocios es una vía sumamente eficaz para alcanzar la imbecilidad, algo así como quedarse embriagado por un aroma de frutas del bosque o por el buqué del sauvignon, que recuerda a pis de gato. Cuanto más nos embobábamos con los aspectos estéticos de la comida y el vino —muchos siguen haciéndolo—, más palos recibíamos; palos que, por lo demás, siempre vienen de quienes solo se preocupan del dinero y de sus propios intereses. Además, si echaron metanol en el vino fue solo porque había empezado a costar menos; de lo contrario, adulterar un fruto tan preciado y representativo de nuestras tierras no habría beneficiado a nadie.

      Aquel verano de 1986 en el que vivimos de bodega en bodega fue uno de los estímulos que nos empujaron a decir basta. Queríamos empezar a tener en cuenta todo lo que tiene que ver con la comida, desde las personas hasta los lugares, desde los procesos hasta las implicaciones culturales: una visión panorámica y sin exclusiones. Queríamos trabajar en la calidad, cultivándola junto con los productores que hacían de ella una bandera y un estilo de vida. Queríamos aprender a reconocerla y promoverla, profundizar en ella y calibrarla en función de esa fórmula, por entonces en ciernes, que un par de décadas más tarde quedaría escrita y definida: ese «Bueno, limpio y justo». Una fórmula que ha liberado, y no solamente desde un punto de vista teórico, la gastronomía, que tanto tiempo había pasado arrinconada entre gourmets que solo se preguntaban qué estaba rico y qué no lo estaba. Pero ¿la hemos liberado del todo? No. Todavía hay muchos que siguen dando vueltas en la jaula gastronómica —que cada cual disfrute como quiera—. A veces, esto pasa incluso entre quienes han sido seducidos por esa locura colectiva en la que se ha transformado la explosión mediática del tema alimentario. Programas de televisión que, a todas horas y en todos los canales, rebosan de comida, en un modo que no tengo reparos en calificar de pornográfico. ¿Qué es el porno sino sexo sin sentimiento? A veces puede ser divertido, claro, tanto como consumir un alimento sin la más mínima conciencia y, por qué no, sin el más mínimo sentimiento hacia la humanidad que se oculta tras los procesos, las acciones, los pensamientos y las ideas que lo sirven en la mesa. Sentimientos: como la compasión que aún hoy siento por Beppe Colla llorando delante de toda Italia, en representación de un mundo, el del vino, que hoy, por suerte, ha crecido muchísimo. Y, con él, la agricultura y toda la gastronomía de nuestro país, incluyéndonos a nosotros mismos: todos aquellos que abrazamos la complejidad.

      3 En 1986, el vino adulterado con metanol producido en una bodega de Narzole, en la provincia de Cuneo (Piamonte), causó la muerte por intoxicación de veintitrés personas. Unos años después, el Tribunal Supremo de Italia condenó por homicidio a cuatro personas. [N. de los T.]

      4 Las Langhe es una zona de colinas al sur y al este del río Tanaro, en la misma provincia de Cuneo. En 2014, la UNESCO declaró el «Paisaje vitícola del Piamonte: Langhe-Roero y Monferrato» patrimonio de la humanidad. [N. de los T.]

      5 Fideos de

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