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se estaba imponiendo como una herramienta capaz de orientar el mercado en virtud de la asignación anual de sus Tres Copas—.

      Los reconocimientos del sector llovían para los vinos en barrica, y tal vez esto también indujo a muchos a recorrer el nuevo camino. En los primeros años hubo un renacimiento. Muchas producciones mejoraron la calidad y ampliaron sus posibilidades de vida y evolución en la botella, llegando a competir con los mejores pagos de Borgoña y de Burdeos. Ya lo dije al comienzo del capítulo: fue una liberación. El éxito del método productivo llevó a muchos a adoptarlo, pero también a abusar de él hasta el extremo de que, ya desde el principio, los grandes «puristas» del barolo (como Bartolo Mascarello o Battista Rinaldi) se opusieron al empleo de la barrica —todavía hoy se habla de la mítica etiqueta dibujada a mano por Mascarello, «No barrique. No Berlusconi», que fue retirada de los escaparates de Alba en periodo electoral—, demostrando así que se podía producir un barolo excepcional incluso sin la madera, con las técnicas más tradicionales. La disputa parecía no tener fin y, aunque con mucho menos ruido, sigue dividiendo a muchos apasionados, si bien es cierto que hoy nos movemos en el campo de las preferencias y los gustos, y no ya en el de las oposiciones casi ideológicas.

      En un momento dado, pues, la barrica se puso de moda y, como ocurre con todas las modas, una vez que se desvirtúan los principios que las han impuesto y ya solo se persigue el mercado, corrió un serio riesgo de perder todo su valor. Hoy, en cambio, lo que parece de moda es el vino natural, según se deduce de las cartas de vinos, las pizarras de París y las elecciones de muchos restaurantes italianos que prestan una atención especial a los vinos. Es cierto que el vino natural ha favorecido una pequeña revolución: ha puesto el foco en los procesos productivos más respetuosos con el medio ambiente y la salud, ha «liberado» nuevas denominaciones y territorios ayudándolos a expresar toda su diversidad y ha empujado a los críticos a volver a «recorrer los viñedos» para entender mejor el fenómeno. A juzgar solo por estas producciones, parece que estamos ante una nueva revitalización, una nueva efervescencia y una nueva pasión en el mundo del vino. En efecto, entre los naturales es posible encontrar grandes vinos (entre los cuales hay ya algunos clásicos, puesto que la producción biodinámica se realiza desde hace muchos años en algunos de los mejores pagos de Borgoña o del champán), pero también hay verdaderos brebajes que aspiran a despertar el interés por el mero hecho de haber sido elaborados con arreglo a principios totalmente naturales. La supuesta rivalidad entre vinos naturales y el resto de la producción enológica también hay que leerla en función de estos resultados, aunque no solo: lo esencial es que plantea algunas preguntas de carácter filosófico acerca de los propios conceptos de naturalidad y autenticidad. Lo escribe muy bien Nicola Perullo, en un artículo publicado en el primer número de 2013 de Slow. La rivista di Slow Food, cuando compara el vino, como ser vivo, con el organismo humano:

      La cuestión es compleja y se mueve dentro de límites inciertos. Por poner un ejemplo, hoy un tratamiento dental no se considera una prótesis superflua como en cambio (todavía) lo es la inyección de bótox en los labios. El cuidado de los dientes de un ser humano no es objeto de disquisición estética acerca de la naturalidad de un rostro como lo es este uso del bótox. Algo parecido ocurre con el vino: el uso de anhídrido sulfuroso está tolerado y admitido incluso por aquellos que tienen una filosofía no intervencionista, y hasta los protocolos biodinámicos admiten su empleo, aunque en cantidades muy reducidas en comparación con los vinos elaborados mediante procedimientos convencionales. Sin embargo, el uso de levaduras seleccionadas, de concentradores para la fermentación o de taninos líquidos y aromas añadidos sí que está siendo muy discutido, criticado y cuestionado. Una cierta ideología del vino nos ha llevado a creer que estas diferencias no importan. Como si no prestáramos atención a la diferencia entre un cuerpo modelado gracias a la cirugía plástica y otro sin ella. El paradigma estándar de la degustación convencional se ha olvidado casi por completo (a veces de forma consciente, en la mayoría de las ocasiones por una dichosa ignorancia) de reconocer tales aspectos. […] Es posible que, con respecto a un código de autenticidad basado en casos precedentes, un determinado vino natural se presente como excéntrico, fuera de norma. Por tanto, hay que evaluar cada caso específico y negociar el juicio. En efecto, si es cierto que existen posiciones extremistas que promueven una filosofía de la producción realmente minimalista —no añadir nada a los procesos espontáneos de fermentación y maduración, y aceptar todo lo que conllevan—, la mayoría sigue prefiriendo una filosofía mínimamente intervencionista —añadir lo menos posible, de manera que el vino exprese lo mejor de sí mismo, siempre según sus posibilidades naturales, pero corrigiendo los defectos más graves que pueda tener—. Para esto no existen recetas ni reglas a priori. Reconocer la autenticidad y la naturalidad significa apreciar, a través de un beber atento y sensible, un variado conjunto de elementos reconociendo un organismo complejo. Al aficionado más experto le corresponde comprobar la autenticidad y naturalidad. La educación estética del gusto es un horizonte igual de imprescindible para el vino natural.

      Al final, la cuestión que más atención acaparan los vinos naturales es, por encima de cualquier otra, la concerniente a lo «bueno», la relativa al gusto. Ciertamente, la última palabra la tiene siempre el bebedor atento, que decide en función de su sensibilidad y experiencia, aunque a mí, personalmente, lo que más me interesa de los vinos naturales es lo «limpio».

      Vuelvo la mirada hacia las Langhe, mi tierra, y me vienen a la mente unas palabras de Bartolo Mascarello, quien, en el momento de máximo esplendor económico para los viticultores locales, sostenía: «Aquí, en las Langhe, deberían poner a la entrada de los pueblos un cartel que diga: “Territorio golpeado por un repentino bienestar”». Cómo no darle la razón. Cuando se empezaron a ganar grandes sumas de dinero con el vino, en las Langhe empezaron a proliferar unas naves horribles en las vaguadas y también más arriba, en las colinas. No había reparos a la hora de desmontar una colina para construir una nueva bodega, cada una más grande que la anterior. Por todas partes aparecían nuevas y amplias residencias y decir de ellas que tenían un estilo hollywoodiense sería quedarse corto. Se plantaban viñedos hasta llegar casi a los bisun, los canales de riego, y no pocos de ellos estaban mal orientados con el fin de aumentar la producción, en detrimento de la calidad, y explotar al máximo la nueva gallina de los huevos de oro que los productores —con el recuerdo todavía fresco del hambre que pasaron los padres— se habían encontrado entre las manos gracias a unos vinos de calidad excepcional, sostenidos por la producción en barrica y que en los mercados extranjeros se vendían solos. En todos aquellos viñedos se desherbaba de forma sistemática y se aplicaban abundantes tratamientos químicos, hasta el punto que un productor llegó a confesarme que se había pasado al ecológico porque estaba cansado de tener que encerrar en casa a sus hijos, que habían empezado a mostrar claros signos de malestar cuando empleaba los productos fitosanitarios y antiparasitarios. Con la llegada de los nuevos viñedos, empezaron a desaparecer los bosquecillos y los setos que en las zonas peor orientadas garantizaban la presencia de fauna menor y de pájaros que se alimentan de insectos y parásitos: se rompía así un frágil equilibrio y el terreno perdía fertilidad. Y no es un fenómeno exclusivo del pasado: todavía hoy el paisaje sigue desfigurándose y, en nombre del dinero, se descuida la sostenibilidad de los procesos. El barolo está muy «bueno», pero ¿es «limpio»? He visto cómo cambiaba por completo el rostro de todo un territorio —y de muchas personas— con el repentino bienestar denunciado por Mascarello, y estoy seguro de que algo hemos perdido en ese tránsito: sin duda en términos de belleza, pero también en términos ambientales y, por tanto, en la potencialidad productiva vinculada a la calidad de los vinos.

      De eso se trata. Tal vez los vinos naturales no sean los mejores del mundo —aunque no paro de encontrar vinos naturales cada vez más excepcionales—, pero no puedo sino mirarlos con simpatía porque salvan de la contaminación y del empobrecimiento terrenos y porciones enteras de viñedos, porque sus productores cuidan de forma obsesiva el medio ambiente que los rodea, porque con ellos es mucho lo que se preserva y porque ofrecen nuevas posibilidades para numerosas cepas autóctonas (una gran ventaja en términos de biodiversidad). El enfoque productivo es más respetuoso con la naturaleza y la salud del ser humano (no olvidemos que en el pasado el metanol estaba entre los aditivos permitidos): es imposible que haga daño. Si, además, la autoimposición genera una mejora de las técnicas, un mayor cuidado,

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