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       ESCLAVOS

      Por otro lado, Saluzzo ya está algo acostumbrada a estas invasiones pacíficas, no siendo la necesidad de mano de obra en los campos una novedad de los últimos años. Las grandes plantaciones de frutales llevan ahí medio siglo. Antes, en la década de 1960 y 1970, los trabajadores estacionales solían llegar en masa desde el sur de Italia, y hasta hace poco era tradición que incluso los más jóvenes, terminado el año escolar, fueran a ganarse unas liras para las vacaciones con la recogida de la fruta. Hoy, sin embargo, ni siquiera en el sur quieren los autóctonos recoger la fruta. Allí también se deja este trabajo a inmigrantes que, a menudo, son clandestinos. Y como es natural, los alumnos de secundaria de Saluzzo ya no tienen ganas de ir a trabajar a los campos en verano.

      En situaciones delicadas como la de Saluzzo, un campamento habitado por personas que carecen de una perspectiva real de trabajo (en 2013 la temporada llegó con cierto retraso) y que no reúne unas condiciones mínimamente aceptables de habitabilidad representa una excelente ocasión para ganar dinero por parte de cualquier aspirante a explotador o profesional de los negocios turbios. Se les puede entonces chantajear con relativa facilidad y su situación de necesidad puede hacer que, atraídas por la ilusión de un salario, se vean inducidas a elegir el camino de la ilegalidad.

      Esta mano de obra, como la fruta y la verdura, es «de temporada» y recorre todo el país: en julio y agosto se reúnen en Apulia, sobre todo en el distrito de la Capitanata, en la provincia de Foggia o en Salento; justo después van a Basilicata, en la zona de Palazzo San Gervasio, donde los tomates se recogen cuando la temporada se encuentra un poco más avanzada; se los encuentra en Campania, en las provincias de Salerno (Piana del Sele) y Caserta (Villa Literno y Castel Volturno). En otoño-invierno es el turno de los cítricos, y así llegan a Calabria, a la Piana di Gioia Tauro, donde está Rosarno, y a toda la región de Sicilia, donde la explotación y la contratación ilícita se extienden hasta la primavera, con la sucesiva recogida de patatas y otros productos hortícolas. Pero tampoco el norte se libra de este fenómeno, que se ha visto en Piamonte, en Emilia-Romaña (con la fruta de Módena y Cesena), Véneto (Padua), Lombardía (Mantua y los melones) e incluso en el tan civilizado Trentino-Alto Adigio durante la recogida de las manzanas. En cada ocasión vuelve a presentarse el mismo problema, y eso que solo tenemos noticia de los casos más clamorosos. Por ejemplo, está viva en la memoria la insurrección de Rosarno, en Calabria, en enero de 2010, en plena recogida de cítricos. Unos desconocidos dispararon con un arma de aire comprimido a un grupo de inmigrantes que volvían del campo, y esta agresión desató unos enfrentamientos que duraron dos días. Tras una marcha de protesta en la que participaron dos mil trabajadores, se produjeron varias peleas entre las fuerzas del orden, los jornaleros y los habitantes del pueblo. El resultado final fue de cincuenta y tres heridos, con dos de ellos muy graves. Poco después algunas personas se internaron en el campo para vengarse de los inmigrantes. Les dispararon a las piernas y quemaron la nave en la que solían dormir.

      En julio de 2011, en cambio, el acontecimiento que más ruido provocó fue la huelga de Nardò, en Apulia. El año siguiente entrevisté para «Historias de Piamonte» (la sección semanal que escribo en las páginas locales del periódico La Repubblica) a uno de los líderes de aquella protesta civil que finalmente llevó a la detención de terratenientes y capataces. Yvan Sagnet es un joven camerunés que había llegado a Turín en 2007 para estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y que, cuatro años después, se encontró inmerso en una pesadilla. Cito una parte de aquel artículo porque explica bastante bien en qué consiste el fenómeno de la contratación ilegal y la explotación de los jornaleros:

      «En el verano de 2011 descubrí que había perdido mi beca» —cuenta Yvan Sagnet—. «Encontrar trabajo se había vuelto más difícil. Necesitaba algo que me permitiera ganar un poco más de dinero y fue así como, siguiendo el consejo de un amigo, me fui a Apulia para recoger tomates y sandías. En Nardò me alojaron en una hacienda del Ayuntamiento que había sido transformada en un centro de acogida y donde algunas asociaciones locales de voluntariado intentaban hacer menos difícil la vida de los jornaleros. Allí me encontré con una pequeña ciudad africana, con comercios improvisados y, sin duda, mucha más gente de la que el sitio permitía. Tuve que comprarme un colchón por cinco euros, y enseguida me lo robaron. Para darme una ducha (en unas condiciones higiénicas terribles) había que hacer una cola de varias horas. El impacto de aquello fue traumático. Luego —continúa Yvan— vinieron los ‘capataces’ para asignarnos el trabajo. Primero seleccionaron a los inmigrantes con papeles, entre los cuales estaba yo, y se llevaron nuestros documentos. Solo después me di cuenta de que los utilizaban para cubrir el trabajo de quienes no tenían permiso de residencia, ya que a estas personas se las paga 2,50 euros por cada caja de tomates frente a los 3,50 de los regulares. Después de diez días de espera, por fin me devolvieron los documentos y empecé a trabajar.» Sus capataces eran sudaneses; recogían a los trabajadores a las cuatro de la mañana para llevarlos a los campos, al precio de cinco euros por cada desplazamiento. Tenían que trabajar de catorce a dieciséis horas seguidas, bajo el sol y con cuarenta grados, y estaban obligados a ir de la hacienda a los campos apiñados en un furgón cerrado y con las ventanillas tintadas. Tenían que pagar 3,50 euros por un sándwich y 1,50 por una botellita de agua, y no podían llevarse nada de la hacienda: «El primer día de trabajo creo que toqué fondo, recogí solo cuatro cajas de 500 kilos, estaba psicológicamente destrozado. Los otros, más expertos, conseguían hacer hasta quince o veinte cajas. Entonces me empeñé en mejorar. Llegué a una media de ocho, pero reuní muy poco dinero si se descuentan los gastos». (Nota del autor: Hagamos la cuenta: ocho cajas suman 28 euros, de ahí hay que restar un sándwich y alguna que otra botellita de agua, y otros 10 euros para ir y volver de la hacienda; en total, menos de un euro a la hora por quince horas de trabajo). Después de cuatro días viviendo así, les impusieron condiciones de trabajo aún más duras: Yvan y algunos más decidieron cruzarse de brazos y blandir el que habría tenido que ser su contrato legal de trabajo, que estipulaba condiciones muy distintas. La protesta se difundió por toda la hacienda y empezó lo que luego se recordaría como la Huelga de Nardò. Los trabajadores lograron obtener condiciones mejores, pero, sobre todo, consiguieron que la situación fuera de dominio público, lo cual resultó decisivo para tramitar y aprobar una ley contra la contratación ilegal de jornaleros que llevaba tiempo olvidada en el Parlamento.

      Hoy el buen Yvan, felizmente graduado, es un líder sindical. Ha estado en televisión y muchos han escrito sobre él. Su historia es ejemplar, pero nos recuerda que, pese al endurecimiento de las leyes, el fenómeno sigue vivo. Igual que llegan a Saluzzo, los inmigrantes llegan a otros muchos sitios. Tienen hambre, solo piden trabajar. Y caen en situaciones espantosas, en muchos casos bajo un manto de silencio. Hace unos años, un reportaje de L’Espresso hablaba de personas muertas por extenuación y enterradas a la buena de Dios, puesto que no tienen nombre ni papeles. Y podría seguir.

      Por

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