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Eric, el monitor de inglés.

      —¡Un segundo! —contesta el tal Rubén, que se encuentra girado a noventa grados de mí, de modo que no puedo verle bien la cara. Está consultando una lista que hay colgada en la pared—. Tengo que comprobar quiénes se van contigo a Inglés y a quiénes los recogen sus padres, si me das un momento…

      —Eh… Sí, claro.

      Rubén termina de consultar la lista y se dirige al resto de niños, que están todos en fila y esperando, obedientes.

      —Vale, venid conmigo los que yo os diga. Los demás os quedáis en la fila. Marta, Fayna, Gabriel, Nora y Elías. Os toca ir a Inglés.

      Y, entonces, se gira hacia mí con una sonrisa en los labios. Y yo no puedo evitar quedarme boquiabierto al verle la cara. Una cara que, a pesar de los años que han pasado, todavía conozco muy bien.

      No es un Rubén cualquiera.

      El Rubén que tengo delante fue el primer amor de mi adolescencia. El chico del que me pasé todo el curso colgado, el chico que me hacía suspirar y que, durante mucho tiempo, también me hizo llorar. Un chico al que llevaba más de catorce años sin ver.

      Rubén fue mi primer amor, pero también fue el primer chico que me rompió el corazón.

      Y, aunque logré superarlo, verlo es como si volviera a tener quince años. Como si me hubiera roto el corazón otra vez.

      Antes

      Lunes, 10 de enero de 2005

      Nunca fui capaz de decidir si me gustaba ser «el nuevo» o si lo odiaba con todo mi ser.

      Como todo, tenía su parte positiva, pero también su parte negativa. La parte positiva era que podía empezar de cero en un lugar donde nadie me conocía, lleno de posibilidades y de posibles futuros. Un lugar donde podía ser quien quisiera ser, sin que nadie tuviera una imagen ya fijada de mí tras toda una vida compartiendo aulas, pasillos y recreos. Y, si nadie se fijaba en mí, nadie podría averiguar mi secreto.

      La parte negativa era que allí no tenía amigos, pues había llegado nuevo ese curso al instituto y prácticamente no conocía a nadie. Tenía una amiga, en singular, pero no tenía amigos, en plural. Nadie me incluía en los planes. Nadie me contaba qué tal le había ido en algún examen, ni me pedía los apuntes o los deberes. Mi compañero de pupitre ni siquiera me pedía la goma cuando la necesitaba; prefería levantarse a pedírselo a algún amigo que probablemente conociera desde hacía años.

      Pero, en mi mente, la parte positiva compensaba todo lo demás.

      Solo una persona se había acercado a mí el primer día de clase: Natalia, una chica de largo pelo castaño y lacio que se sentaba justo detrás de mí. Por su aspecto y su madurez al hablar me pareció que era mayor; tal vez había repetido un curso. Lo primero que hizo cuando acabó la presentación fue acercarse a mí. Se presentó y, desde entonces, nos volvimos inseparables. No solo se convirtió en una amiga, sino también, gracias a su madurez, en una especie de hermana mayor.

      Pero ese día, el primero después de las vacaciones de Navidad, no había venido a clase. Y, cuando solo tenías una única amiga, eso podía llegar a ser un problema.

      —Hoy vamos a empezar un proyecto audiovisual para el resto del trimestre —dijo la profesora de Inglés—. Va a ser por parejas, así que id eligiendo mientras saco las fotocopias de la carpeta.

      La clase se llenó del ruido de sillas arrastrándose y deportivas chirriando en el suelo. Yo me quedé donde estaba; tenía claro quién sería mi pareja. Me incliné sobre el cuaderno y me dediqué a hacer garabatos mientras esperaba a que los demás terminaran de buscar a sus compañeros.

      —Hola —dijo de repente una voz masculina que conocía muy bien, sobresaltándome—. Dice la profe que me ponga contigo.

      No tenía que levantar la mirada para ver de quién se trataba, pero lo hice de todos modos. Algo regordete y de mejillas sonrosadas, con el pelo oscuro y rizado y unos grandes ojos castaños. Ya me había fijado en él, claro; me había pasado todo el trimestre anterior mirándolo. Sin embargo, aquella era la primera vez que lo tenía tan cerca y, por supuesto, la primera vez que hablábamos. A tan poca distancia hasta podía ver algunas pecas en su nariz en las que jamás me había fijado, y me parecía todavía más mono por ello.

      Y me daba rabia pensar eso.

      —Eh… Soy Rubén, por cierto —añadió, claramente incómodo.

      Por supuesto, yo ya lo sabía. Aunque tampoco podía esperar que él supiera mi nombre, así que supuse que sería mejor que me presentara.

      —Yo soy Eric. Pero ya tengo pareja. —Rubén miró a mi alrededor, sorprendido—. Me voy a poner con Nati, ya haré yo su parte hoy.

      Se encogió de hombros.

      —Pues no sé, díselo a la profe. A mí me ha dicho que me ponga contigo.

      Y eso es lo que hice. Por alguna razón me estaban comenzando a arder las mejillas, así que me apresuré a levantarme de mi pupitre para ir hacia el escritorio de la profesora. Levantó la mirada de sus papeles cuando vio que me acercaba y me miró con una sonrisa.

      —Oye, profe —murmuré, cohibido—. ¿No podría ponerme con Natalia? No me importa hacer su parte de hoy.

      Ella negó con la cabeza.

      —No, ya le he dicho a Rubén que se ponga contigo.

      —Pero entonces Natalia se quedará sin pareja —argumenté, esperando que con eso bastara—. Somos impares en clase.

      —No te preocupes; cuando vuelva, que se incorpore a otro grupo. Tú vete con Rubén.

      —Es que… —comencé, pero ella me interrumpió antes de que pudiera protestar.

      —Eric, necesitas socializar un poco con el resto de la clase. Haz el proyecto con Rubén, ¿vale?

      —Pero…

      —Nada de peros. Vas a hacer el proyecto con Rubén —insistió, tajante.

      —Está bien —contesté al fin, resignado.

      No quería hacer el trabajo con él. Cualquiera en mi lugar se habría alegrado de tener una excusa de pasar horas con el chico que le gustaba, pero aquel no era mi caso. Si yo hubiera sido una chica, o si él lo fuera, habría sido más fácil. No me lo habría pensado dos veces, y probablemente hasta habría aprovechado la situación a mi favor. Pero las cosas no eran tan fáciles. Aunque me gustara, prefería permanecer alejado de él, seguir admirándolo desde la distancia sin acercarme más de lo necesario, tal como había hecho durante todo el primer trimestre. No sabía si me daba más miedo el rechazo o lo que pudiera pasar si no había tal rechazo.

      Y tampoco sabía que aquel trabajo iba a cambiar por completo mi vida durante ese curso.

      Apenas avanzamos durante el resto de la hora. No solo porque habíamos empezado tarde, ni tampoco porque me quedé mirándolo cuando tenía que estar leyendo las fotocopias con las explicaciones para hacer el proyecto. No, el verdadero problema fue que no éramos capaces de elegir un tema.

      —A ver, ¿qué películas te gustan? —me preguntó después de que hubiéramos descartado las series y los videojuegos tras no encontrar nada en común.

      Pero tampoco le quise decir la verdad, al igual que había escondido mi amor por Embrujadas y por Pokémon cuando me había preguntado por series o videojuegos. La verdadera respuesta habría sido Harry Potter; en esa época, estaba completamente obsesionado con las películas. El problema era que en clase se reían mucho de Harry Potter, al que llamaban jocosamente por nombres absurdos como Harry Petas o Harry el Porretas. Al igual que se reían de Embrujadas por ser una mariconada y de Pokémon por ser para críos… Justo las tres cosas que más me gustaban.

      Durante ese curso teníamos entre catorce y quince años, así

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