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      Para todos a los que, como a mí,

      les robaron su adolescencia.

Primera parte

      Antes

      2004

      Me había pasado un trimestre entero sin hablar con él ni una sola vez. Un trimestre entero mirándolo.

      Lo miraba por la calle cuando salíamos del instituto, lo miraba por los pasillos y, sobre todo, lo miraba en clase. Cuando nadie más me veía, cuando todos tenían mejores cosas que hacer que fijarse en el chico nuevo al que nadie conocía y que tampoco se molestaba por conocer a nadie. En esos momentos, yo solo hacía una cosa: mirarlo.

      Así fue como lo aprendí todo sobre él o, al menos, eso es lo que creía. Me aprendí los movimientos de sus manos y su forma de caminar. Me aprendí el remolino que siempre se le formaba en la coronilla. Me aprendí el movimiento nervioso de sus piernas cuando teníamos algún examen. Me aprendí su voz, la diferencia de tono entre cuando hablaba con sus amigos y el nerviosismo cuando respondía las preguntas de algún profesor.

      Pero jamás le había hablado y, por supuesto, él tampoco lo había hecho. Sin embargo, al terminar ese curso deseé que jamás hubiéramos llegado a conocernos siquiera.

      Fue en 3.º de la ESO. Un curso que supondría un punto de inflexión en mi vida, y no solo por motivos académicos. Acababa de cumplir los quince años; ya no era un niño, pero todavía me quedaba mucho para ser un adulto. Desde mi perspectiva, faltaba tanto que realmente dudaba que llegara a serlo algún día, aunque ahora sonrío al pensar en lo cortos que parecen esos años vistos desde la distancia.

      Había empezado el curso con miedo. Tras dos años en secundaria, el fantasma del bachillerato era cada vez más corpóreo en el horizonte, como cuando vas en coche durante una mañana de niebla y los edificios comienzan a aparecer en la lejanía. No, desde luego que ya no era ningún niño. El curso siguiente ya terminaría la ESO, y después entraría en bachillerato. Tras eso, vendría la selectividad, seguida de la universidad, y entonces llegaría el fantasma más terrible de todos, un monstruo que me acompañaba cada noche cuando no podía dormir pensando en el futuro: La Vida Adulta. Ese Día de Mañana que tanto mencionaban los profesores, esa etapa en la que ya no estaría bajo la protección de mis padres y tendría que volar solo, quisiera o no.

      Habría sido más fácil si hubiera tenido un grupo de amigos en clase, pero no era el caso. No es que fuera de los marginados de la clase, pero tampoco era popular. Simplemente era uno más, alguien del montón. Pero yo no era como mis compañeros; eso era algo que ya tenía más que claro. Tenía un secreto; un secreto que había aparecido en mi vida sin desearlo y que se había quedado ahí sin ser invitado. Un secreto que me daba miedo. Era un secreto que necesitaba gritar a los cuatro vientos y, al mismo tiempo, sabía que debía ocultar a cualquier coste.

      Nadie podía descubrir que me gustaban los chicos.

      Por lo que había podido averiguar de la dinámica del grupo durante el primer trimestre, Rubén también era uno más en la clase. Tenía un par de amigos, aunque muchas veces prefería quedarse solo. Y también era guapísimo, o al menos a mí me lo parecía. Y me molestaba pensar eso. Me molestaba mirarlo cuando nadie me miraba. Y me molestaba que estuviera siempre, casi siempre, solo, cuando yo lo único que quería hacer era acercarme a él. Pero no podía hacerlo.

      En realidad, desde la distancia que me dan los años, me doy cuenta de que tampoco era tan guapo, al menos, no en el sentido más convencional de la palabra. Tenía acné, aunque lo cierto es que casi todos lo teníamos a esa edad. Y tampoco estaba tan desarrollado como algunos de mis compañeros, que me sacaban una cabeza y tenían unos músculos que prefería no mirar. Rubén, de hecho, ni siquiera estaba delgado, lo cual lo excluía automáticamente de las listas absurdas que hacían las chicas de clase. Y, aun así, durante ese curso Rubén era para mí el chico más guapo del mundo.

      Sin embargo, no hablé con él hasta el día que nos emparejaron para hacer un trabajo de clase.

      Y, desde ese momento, todo cambió por completo.

      Capítulo 1

      Empezar un nuevo trabajo siempre da miedo.

      Es curioso que nunca te hablen de ello en el instituto, o ni siquiera en la universidad, cuando se supone que te están preparando para la vida laboral. Siempre se centran en que hay que estar preparados a un nivel académico. Bien formados y, a ser posible, que no falten los títulos. Como mucho nos decían que tenemos que ser formales, aseados y puntuales. Que es importante dar una buena impresión, especialmente el primer día. Hubo un profesor de la universidad que hasta nos dio algunas pautas para hacer un currículum decente, aunque él era una rara avis.

      Pero ninguno te hablaba de la noche sin dormir antes de incorporarte a tu nuevo trabajo. De los nervios en el estómago al despertar por la mañana. De la tensión cuando vas hacia allí, sin saber qué es lo que te vas a encontrar. Empezar en un trabajo nuevo se parece mucho a empezar en un instituto nuevo, y eso es algo con lo que tengo cierta experiencia.

      Y lo peor es que, cuando eres gay, vas con un miedo añadido del que se habla poco. Nunca sabes qué van a pensar de ti tu jefe o tus compañeros. Si se imaginarán lo que eres, o si les molestará cuando lo descubran. Nunca sabes qué ideología va a tener la gente que trabaje contigo. En cualquier momento puedes oír cualquier comentario hiriente, aunque sea malintencionado. Tampoco sería la primera vez que me pasa, y desde luego no es algo a lo que te acostumbres.

      Recuerdo cuando estuve dando clases de inglés para pagarme mis gastos mientras iba a la universidad. Parecían una familia normal y corriente. Lucas era un chaval de doce años, más simpático y agradable que otros alumnos que había tenido. También era buen estudiante y se esforzaba en los estudios como el que más, pero un día pinchó y suspendió un examen. Cuando me lo contó, noté que se le saltaban las lágrimas, hasta que al final acabó llorando. No podía culparlo; después de todo, tenía constancia de que había estudiado y él mismo estaba decepcionado. Sabía bien cómo debía de sentirse, así que traté de consolarlo y ofrecerle las palabras de ánimo que necesitaba en ese momento. Fue entonces cuando entró su padre y se lo quedó mirando mientras lloraba.

      —No seas maricón —le dijo.

      Tres palabras. Tres simples palabras que derrumbaron todo lo que había estado construyendo desde mi adolescencia, que apenas acababa de dejar atrás. Por un momento, me llenó de pánico pensar que me lo decía a mí, que me había descubierto de algún modo. Pero entonces me di cuenta de que se lo decía a su propio hijo, y eso era todavía peor. Me pregunté qué habría pasado si mi propio padre me hubiera dicho algo así unos años antes. Probablemente me habría destrozado, pero al menos yo tuve suerte con mi familia. Y, después, me pregunté qué pasaría si ese chaval fuera gay en secreto, tal como lo había sido yo apenas unos años antes. Tal como, en realidad, lo seguía siendo cada vez que conocía a alguien.

      Es curioso que la gente hable de salir del armario como si fuera un momento único en el tiempo, porque en realidad te pasas toda la vida haciéndolo.

      La segunda vez que me ocurrió fue un par de años más tarde, poco después de independizarme y cambiar de ciudad. Estaba trabajando en una cafetería para poder pagar el piso mientras encontraba algo de lo mío, y no había tardado en hacer migas con mis compañeros. Todos tenían más o menos mi edad; se trataba de gente maja con la que había conectado enseguida, algo poco habitual en mí, que siempre tenía problemas para relacionarme.

      Una tarde me había tocado cerrar con uno de mis compañeros, un chico rubio con el que me llevaba bastante bien. Mientras yo estaba haciendo la caja y él ponía el lavavajillas, sonó mi móvil, que ya había encendido tras terminar el turno. El tono de llamada era Applause, de Lady Gaga, el último single de mi cantante favorita. Me apresuré a cortar la llamada, pero él oyó la canción de todos modos.

      —Vaya

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