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la contraria y ante la imperiosa necesidad de no sentirme la única persona del mundo, cargaba con el carro con desespero y toda mi rabia acumulada. Tiraba de la desventurada vida que llevaba y de un dolor heredado que no entendía ni sabía de dónde salía. Luego en la tarde, casi siempre me encontraba a padre bebido, recostado sobre la mesa. Entonces entendí el infierno en que se había convertido mi vida.

      Pasado el invierno, el señor Arón se habituó a visitarnos con más frecuencia, hasta llegar a pasarse por casa casi a diario. Cosa que no entendía, ya que el camino que llevaba hasta ella, no iba a ninguna parte. Así, con el paso de los días nos fuimos haciendo el uno al otro, hasta llegar a suspirar por su llegada. Nos sentábamos en el exterior, sobre un viejo banco de madera a la caída de la tarde. Era primavera y la luz que iluminaba el mundo se había vuelto muy nítida y brillante, desde allí observábamos el plácido vuelo del milano, sobre el bosque que nacía bajo el altozano.

      Recuerdo verlo subir, mientras saltaba de los nervios, y como después de besarme en la mejilla, le obsequiaba con una fresca infusión que ocultaba tras mi espalda, esperando con verdadera ansiedad que este cerrase sus ojos y paladease su contenido. Luego muy despacio, y haciéndome rabiar, se demoraba en la adivinación de sus ingredientes. Poniendo cara interesante y equivocándose a posta, mientras yo saltaba de la risa boyante y dichosa. Complacida me aferraba a su mano, a la vez que nos dirigíamos hacia el viejo banco de madera, detallándole a continuación la auténtica composición del refresco, a la vez que simulaba mostrarse realmente satisfecho.

      Enseguida y como quien no quiere la cosa, iniciaba la conversación curioseando e indagando de cuanto aconteciera por casa desde su partida. Con su cercanía y destreza conseguía desarmarme, aunque más de una vez fuese yo quien le pusiese en aprieto y acabara, deshojándose como una flor marchita, confesándome sus anhelos e inclinaciones. Debió de ser por entonces cuando el abuelo, como comencé familiarmente a llamarle, dada su edad y el cariño con el que me trataba; despertó un verdadero interés en mi persona y por la que yo no apostaba un bledo. Considerándome a mí misma, algo estúpida y dotada de una intrascendente personalidad.

      Transcurrieron los meses siguientes, envuelta en esa dinámica de encuentros y desencuentros, hasta que mi corazón volvió a partirse de nuevo, el día en que padre se marchó, sin tan siquiera mencionar, ni dirigirme una sola palabra de despedida. Me dolió porque me había hecho a él, a pesar de la enorme distancia que nos separaba…

      El abuelo Arón

      A los trece años me hice mujer y el abuelo reemplazó a padre, ocupando su lugar en la casa, pasando así a custodiarme y protegerme. Fue ese un día maravilloso e inolvidable, donde cocinamos un gran pastel de miel y cereales. Recuerdo que el abuelo me regaló un precioso pañuelo de color escarlata para cubrirme del frío, y que nada más desenvolver la caja que lo envolvía y descubrir ese hermoso tesoro; me lancé a sus brazos, comiéndomelo a besos. Su ternura y delicadeza para abordar ciertos temas, superaba a cuanto había conocido hasta entonces. Sabía tratarme de sobra, y en el fondo de mi alma sentía que me conocía mejor que nadie, por lo que me entregaba a él ciegamente, siendo este mi guía y medicina.

      Siempre quedarán subscritos esos atardeceres, en donde sentados sobre el altozano, percibíamos los últimos rayos del atardecer, bañando las copas de los gigantescos árboles que conformaban los bosques de Hersia. Esperando con interés la aparición del milano o del gran aguilucho que solemne planeaba, regalándonos su solemnidad y culto, al finalizar el día. Me enseñó a respirar y a contener mi angustia, pues todo en él era esparcimiento y regocijo, a la vez que era capaz de otorgar cada acto, de una humanidad sin precedentes. Poseía una increíble capacidad para desdramatizar cualquier situación, por muy dolorosa que esta fuese. Era una persona muy alegre y cercana, siempre pendiente de mí. Intentando que no me dejase llevar, por esa corriente melancólica que habitaba dentro de mí.

      Era una niña de temperamento nervioso y suspicaz, me encantaba peinar el cabello del abuelo y darle forma, a esa mata enmarañada que le caía salvajada, de aquí para allá. Le pellizcaba y sacaba los colores, a esas mejillas protuberantes que le otorgaban cierta comicidad. Jugábamos a desafiarnos y a ver quién era capaz, de mantener por más tiempo la mirada puesta en el otro, sin cerrar ni mover las pestañas. Compitiendo y enfrentándome a los ojos del abuelo que eran capaces de calmar cualquier tempestad. Dicha asociación y complicidad, me llevaban hacia una entrega y confidencialidad como jamás sintiera por nadie. El abuelo parecía a veces un búho, se mantenía en silencio mirándolo todo con una curiosidad que me exasperaba. No solía mencionar palabra alguna, sobre su país de procedencia ni sobre la lejana Casalún. Teniendo que rogarle una y otra vez, referencias sobre el enigmático lugar en el que residía mi hermana.

      Con la reparación del horno, se sumó una nueva afición por el dulce y los pasteles, enseñándome a decorar huevos de oca, con pigmentos extraídos de las plantas y resinas de los árboles. Entusiasmada con esa nueva tarea, me entregué de lleno a ella, pasando horas enteras concentrada en el arte de la ornamentación. En primer lugar seleccionaba los huevos, limpiando con esmero su cáscara, hasta obtener un blanco reluciente. Luego los cocía en agua con un poco de sal y con sumo cuidado de que no se agrietasen, enfriándolos a continuación, bajo el caño de agua fría.

      Disfrutaba de lo lindo, entre el desaliñado arsenal de resinas, olores y pinceles en que se había convertido el comedor de casa. Una vez absortos en la tarea, el abuelo intentaba explicarme, con su piadosa paciencia, el significado más profundo de cuanto hacíamos. Aunque también es cierto, que mi inquietud y nerviosismo, propios de la edad, lo hacían exasperar hasta el infinito; por lo que acababa retirándose tras nuestro mutuo y habitual ataque de histeria, dándose al fin por vencido de tan infructuosa tarea. Seguidamente, recostaba su cabeza sobre el diván, dejándola caer exhausto y siendo esta mi señal de victoria. Entonces me lanzaba mojando pinceles sin ton ni son, coloreando los huevos desahogadamente, sin esquema ni precisión alguna.

      Los jueves aprovechábamos para vender la elaboración semanal en el mercado, aunque el abuelo, por más que le suplicase, se negaba siempre a acompañarme. Su presencia en la comarca, supuso una verdadera revolución en la aldea, levantando el interés general en una población aburrida y bastante indiscreta, todo hay que decirlo.

      El abuelo jamás se encontraba en casa cuando despertaba, nunca supe hacia dónde se dirigía. La mayor parte de las veces, no regresaba hasta pasada la hora del almuerzo, y tras tomar algo, descansaba un buen rato encerrándose en su habitación, mientras le aguardaba junto a la ventana, remendando ropa o simplemente observando los árboles y la lluvia. Ya entrada la tarde, cuando despertaba, tomábamos algún dulce y si el tiempo acompañaba; bajábamos hasta las ruinas, visitando el corral y la tumba de la yaya. Conversábamos de lo lindo, y yo me entregaba a él sin reservas, cada deseo y cada pensamiento lo ponía en mi boca, sin miedo ni temor a ser censurada.

      Así fue sucediendo el primer año de nuestra particular relación, yo fui haciéndome más mujer cada día que pasaba y él más cauto y preservado. Cierto día manifesté el deseo de ir a Casalún, quería salir del altozano y la reclusión que suponía vivir al final de un camino que no llevaba a ningún lugar. Entonces su rostro se transfiguró en desconcierto, viendo algo en mí que hasta entonces le había pasado inadvertido y desde ese instante, noté que se volvía aún más meditabundo si cabe. Curiosamente pasé de la entrega sin reservas, a una retirada y repliegue de mi intimidad. Le espiaba intrigada, intentando averiguar los secretos que ocultaba el hombre con quien compartía mi vida y que en suma, me era un auténtico desconocido.

      Las astas del rey

      Cierta tarde y recién entrada la primavera, el abuelo me enseñó a cocinar unos pastelillos, pidiéndome a continuación que los llevase al mercado, a la jornada siguiente. Les llamó «las astas de rey» recuerdo como pasamos una tarde divertida, dando forma a una masa crujiente de almendras que habíamos preparado. Ya había pasado más de un año, desde la llegada del abuelo. Su presencia había conseguido pasar a un segundo plano la figura de padre. Del que por cierto no volví a tener noticias, ni tampoco las echaba en falta.

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