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Cartas a Thyrsá. La isla. Ricardo Reina Martel
Читать онлайн.Название Cartas a Thyrsá. La isla
Год выпуска 0
isbn 9788417334307
Автор произведения Ricardo Reina Martel
Жанр Языкознание
Серия Libro
Издательство Bookwire
Jissiel era una aldea no muy grande ni muy pequeña, compuesta principalmente por calles empedradas y casas redondas, levantadas entre muros de adobe y piedra. Nosotros vivíamos a las afueras, algo apartadas de la localidad y al final de un camino sin salida. Nuestra casa era muy coqueta, como de esas que hablan en los cuentos, y a Mamá la yaya, cuando llegaba la primavera, le gustaba teñir sus paredes de cierta tonalidad celeste; por cierto que nunca llegué a preguntarle el porqué de dicha obsesión. Poseía dos plantas más una chimenea, y al contrario de las casas de la aldea, esta era de madera. Se aposentaba sobre un pequeño altozano por encima de las ruinas de una vieja ciudad abandonada. Mamá la yaya se ausentaba a menudo, pues marchaba temprano al bosque que asomaba oscuro y tenebroso a los pies del altozano. Partía en busca de hierbas y raíces, con las que preparaba sus remedios y ungüentos que luego vendíamos todos los jueves, en el mercado ambulante de Jissiel.
Nunca supe mucho de la yaya, en casa se hablaba poco de nosotras. Eran tiempos muy duros donde la oscuridad habitaba en la memoria de los mayores. No podría definirla como una mujer hermosa ni agraciada, aunque sí disponía de cierto talante marcial y de una ignota arrogancia. Era alta de estatura, ancha de hombros y de fuerte constitución. Sin embargo, cuando se trasladaba entre las ruinas saltando sobre sus rocas y canales, la percibía como un ser sobrenatural, colmada de cierta sutileza marina. Ahora que han pasado tantos años, aún me pregunto cómo pudo soportar tanta soledad, y cuánto hubo de sufrir aquella mujer, tan alejada de su naturaleza y ambiente. A pesar de ello, he de declarar que jamás oí pronunciar queja ni reprobación alguna por su parte. Me vienen sus ojos azules como el mar, su cabello desgreñado y blanco, su tremendo y desolador mutismo, capaz de envolver todo el espacio que ocupaba…
Tras el nacimiento de Celeste, a la que llamó como su color favorito, y a mis ocho años de edad, los dolores se instauraron definitivamente en el cuerpo de la yaya. Entonces me tocó cuidarla, al mismo tiempo que lo hacía de mi hermana. Ingeniándomelas para de vez en cuando, poder bajar al bosque y recoger algunos frutos y raíces, tiempo en que aprovechaba para echar un ligero vistazo a los gansos en el estanque. Padre seguía ausente y cuando estaba, no estaba, por lo que aprendí a sobrevivir, desarrollando un sinfín de recursos e ingenios que no es menester recordar. Disponíamos de un pequeño carromato con dos grandes ruedas de madera que guardábamos entre las ruinas, bajo un apañado cobertizo y al amparo de la lluvia y los insectos. Una de mis primeras pasiones era tirar de él, por lo que desde muy pequeña, insistía a Mamá la yaya que me dejase hacerlo. Recuerdo empujarlo con todas mis fuerzas, en esos días que se levantaban claros y despejados, en donde se me permitía llevar a Celeste al mercado, dándonos un pequeño respiro; mientras que la yaya reposaba en casa. Por lo que las dos solas, refugiadas la una en la otra y ceñidas entre viejos sacos que nos servían de abrigo, escapábamos a la búsqueda de venturas y recreo. Yo tiraba del carro como si fuese un animal de carga, mientras que dichosamente mi hermana se aferraba fuertemente a sus paredes, runruneando de felicidad. Reitero que me enfrenté a la vida demasiado pronto, a pesar de ser tan solo una mocosa que no pasaba de varios palmos de altura.
¡Cuán felices éramos las dos, disponiendo de tan poco!
No deseaba más que complacerla, sentía que era mía y que me pertenecía. Ella por su parte, se entregaba sin reserva alguna a mis brazos, contagiándome su gozo y contento. Regordeta de mofletes sonrosados, cabello rojizo y ensortijado, cuerpo de ranita saltarina, reina de las adelfas y los estanques. Cuánto saben los niños de ese mutuo y cómplice sentimiento que a los adultos se les escapa y cuyo disfrute no les está permitido.
La primera herida
Llegó el aciago día de nuestra separación, tiraba del carro con todas mis fuerzas, sobre un embarrado camino y bajo una lluvia intensa. Su carga me sobrepasaba, ocasionándome un hondo desasosiego. Había marchado sola al mercado, debido al mal tiempo. Sin saberlo, me hallaba de regreso a un mundo que se marchaba y no podía retener. En ese camino de vuelta la rueda del destino giró y ese extraño azar que confina nuestras libertades y otorga restricciones; hizo un ligero movimiento y mi vida cambió para siempre.
En casa me esperaba visita, hecho que me produjo una tremenda perplejidad e incertidumbre, ya que salvo padre, no recordaba que nadie de fuera hubiese cruzado la puerta de entrada. Un impresionante caballo negro atado al pequeño manzano, delataba una presencia foránea en el interior de la casa.
El encuentro con un señor de ojos saltones me hizo palidecer, quedándome paralizada ante el umbral de la puerta. Vestía una ancha y larga camisola azulada que le superaba incluso las rodillas, no era demasiado alto y revelaba un cuerpo extremadamente famélico y consumido. Junto a él, permanecía sentada una delicada y encantadora dama de cabello rasurado, muy alta y delgada. Envuelta por una especie de vestido o túnica extraordinaria, ligeramente azafranada; asistiendo a la yaya que se hallaba tendida sobre el lecho. Sabía que andaba enferma, aunque no le diera demasiada importancia al hecho, ya que aún era demasiado pequeña para entender y cuestionarme la realidad. Busqué asustada a Celeste comiéndome los rincones con la mirada. La dama se percató enseguida de mi desespero, señalándome hacia la planta superior. A la vez que me revelaba una dilatada sonrisa, abrigada por unos ojos tan negros como la noche más oscura.
El señor me ofreció su mano cortésmente, acompañándome escaleras arriba y en donde pude comprobar que Celeste dormía plácidamente. Despacio y sin hacer ruido e intentando no despertarla, me acerqué a ella y la besé en la frente. Mientras el hombre permanecía impasible, aposentado junto a la puerta, contemplando la escena. Encendí entonces una pequeña lamparilla de aceite, temblando por los nervios; me hallaba realmente desconcertada. En el exterior arremetía el viento con toda su fuerza y las ramas de los grandes chopos se agitaban, formando imágenes amenazadoras tras la ventana.
Al fin, ya más tranquila y serena, tras comprobar que Celeste se hallaba en perfecto estado, me atreví a enfrentarme con la figura del caballero que permanecía inmune, frente a mí. Su desmarañado cabello, junto con una pequeña y definida barba gris, fue lo primero que me vino de su rostro. Permanecía en pie, como si fuese una estatua de piedra, sin mover un músculo de su cuerpo. Hasta que al fin, el caballero rompió su fría indiferencia, seduciéndome con una limpia y cómica sonrisa, abriéndome sus brazos a la espera de poder acogerme entre ellos. Me acerqué indecisa y temblona, tan solo tenía once años y era una niña desamparada y sola, por lo que muerta de miedo, me entregué a él sin reservas. Así recibí el primer abrazo de mi vida, y en ese acto tan simple y cotidiano, el abuelo unió su corazón con el mío. Nadie se había atrevido a tanto conmigo, y durante los breves instantes que permanecí a su lado; el encanto y autenticidad de ese hombre me cautivaron por completo.
Seguidamente, el abuelo y yo nos sentamos junto a Celeste, entonces me fijé en sus pómulos que le sobresalían sonrosados, mostrando un semblante parecido al de los titiriteros que actuaban los jueves, en el mercado de Jissiel. Gesticuló con el rostro ciertas pantomimas, consiguiendo apartarme del desasosiego y la turbación a la que me hallaba sometida. De ahí, pasó a elaborar ciertos juegos de manos, creando sombras sobre la pared y cuando menos lo esperaba… su semblante se transformó en un ser, colmado de bondad y misericordia.
Descendimos de nuevo hacia el piso inferior, percibiendo cómo a la hermosa dama, le caía sobre su espalda una larga y frondosa trenza oscura que me había pasado inadvertida. Permanecí en pie, petrificada y muda, junto al lecho de Mamá la yaya. Entonces me percaté que ya no estaba. Su semblante frío y su agitada respiración, expresaban