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hizo, ella le dirigió una piadosa y reveladora mirada que aún se guarda para sí. A pesar de sus años y las consecuentes rugosidades que expresaba su rostro, Latia se mantenía reluciente y despejada como una mañana de primavera, conservando parte del extraordinario primor que debiera haber disfrutado en su juventud. De sus ojos, sobre todo cuando se perdían en ella misma, afloraba cierta añoranza y un fondo de amargura. Entonces se solía sentar frente al ventanal de su habitación, mientras se alisaba el cabello o daba forma a una trenza que luego deshacía. Entonando para sí un débil susurro del que dejaba entrever alguna olvidada melodía. En los silencios que habitaban en ella, se revelaba una intensidad que era capaz de mover los objetos a distancia, y hacer circular un viento impetuoso que recorría las estancias. Su atención para con el niño se desbordaba, pues con su extremado y excesivo celo, expresaba una pasión y un amor desmedido que él apenas entendía. Y aunque su cuerpo daba la sensación de fortaleza, algunas veces y sin manifestar la más mínima queja ni dolor, caía agotada sobre su lecho ante el más mínimo de los esfuerzos.

      El nacimiento de Dulzura

      A partir de la visita de la dama, el abuelo comenzó a ausentarse la mayor parte del día y de la noche, sin mencionar hacia donde se dirigía. Lo cierto es que comía temprano, en silencio y apresuradamente, luego solía retirarse a descansar en su aposento, hasta las primeras horas de la tarde, cuando se marchaba. Ixhian lo despedía desde el cobertizo, donde le ayudaba a montar, aprovechando para quedarse limpiando y cepillando a Dalia, la yegua de Latia que se encontraba preñada. Era esta tan blanca como la leche y de crin plateada, como un furtivo rayo de luna.

      Sumo, el airoso caballo del abuelo, pertenecía a la raza de los antiguos Duihets y significaba; “Montura de Dioses”. Era negro como el azabache y jamás permitía que nadie lo montase, salvo el abuelo. Ya que su naturaleza bárbara le impedía someterse a más de una persona. Los Duihets se someten a un solo amo —le dijo una vez el abuelo.

      El mundo entre Latia e Ixhian se fue cerrando conforme pasaban los meses, sobre todo tras las prolongadas ausencias del abuelo, haciéndose a ella y a su entorno, como si no existiese nada más allá del cruce de caminos.

      En los breves momentos en los que la lluvia otorgaba una tregua, aprovechaba nuestro joven para salir corriendo y echarle un vistazo a Dalia que se encontraba a punto de parir. Latia se percató entonces del tremendo aburrimiento que padecía el muchacho, tras las prolongadas ausencias del abuelo. Por lo que decidió aumentarle las horas dedicadas a su formación. Así que con mucha insistencia y perseverancia por su parte, intentó suplir al abuelo, reforzando la lectura y la historia de la isla en que habitaban. A principios de otoño se presentó un señor con una mula cargada de libros y manuscritos. Llegaban de parte del abuelo, con el objeto de ayudar a Latia en los estudios del joven. Desde ese día Latia intensificó las horas de aprendizaje, haciéndole leer y memorizar textos y más textos. Obligándole a escribir y copiar sin pausa, hasta hacerle doler los dedos pero a nuestro joven, lo que más le fascinaba eran los pergaminos antiguos y los mapas; sobre todo aquellos que ilustraban lugares lejanos.

      En el momento que vio la cabeza del potrillo asomarse entre viscosidades, con los ojos muy abiertos, supo que se enamoraría de ella; sin poderse imaginar hasta qué grado, ella sería su más fiel y dulce compañera. Latia soltó una carcajada que resonó por todo el establo, y agasajando sus cabellos le dijo:

      —Prepárate, porque la hija de un Dhuiet no abandona nunca a quien ve por primera vez. Es hembra hijo, una más…

      Luego, una vez en pie el potrillo, recogió Latia la sangre del animal recién parido, manchándose parte del pecho y repitiendo el mismo proceso con Ixhian.

      Se le llamó Dulzura, igual que la madre de Dalia, y del invierno más tosco y aburrido; pasó Ixhian a la primavera más alegre de su vida, cuidando del potrillo y entregándose a complacerla como si fuese un tesoro hallado en el desierto.

      Cierto día le pidió madre Latia que le acompañase al mercado de Jissiel, era ya entrada la primavera. Sería esta la primera vez que tuviese la oportunidad de poder ver y comprobar con sus propios ojos, cuanto sucedía en el mundo.

      —¿Cómo serían las calles de un poblado y de qué manera se las apañaría tanta gente para vivir junta y sin tropezar? —se preguntaba ingenuamente.

      Latia le arregló una vieja capa de capucha azul, solicitándole que la acompañara con ella cubierto. A Ixhian le gustó mucho la idea, pues así tenía la sensación de ocultarse ante la mirada de los demás. Ya que al fin y al cabo, era como ver el mundo desde un agujero, y que no venía a ser diferente a lo que siempre había hecho.

      El encuentro

      Esa noche apenas pudo conciliar el sueño, así que muy temprano y nada más amanecer, iniciaron la travesía hacia el pueblo, envueltos por una persistente niebla y bajo una suave llovizna. Madre Latia marchaba a su lado, portando un gran cesto de mimbre; avanzaban en silencio y a pasos agigantados, por lo que alcanzaron rápidamente la aldea. Se hallaba nuestro joven fascinado, ya que jamás hubiese podido imaginar, ni concebir nada parecido. La muchedumbre le empujaba y dirigía, siendo incapaz de conducir, con relativa seguridad sus pasos. Tropezaba constantemente, sudaba y le costaba hasta respirar.

      —¡Cuánta gente habita en el mundo! —se dijo apesadumbrado.

      Madre le pidió que le entregara entonces el impermeable y su capucha, había dejado de llover el sol relucía bajo un cielo limpio y azul. Se mostraba nuestro joven abiertamente al mundo, tras desprenderse de la prenda que le protegía. Latia lo hizo a posta, ella fue quien lo preparo todo, empujándolo a enfrentarse con su destino.

      Perdido entre el gentío le dejó solo, poniéndolo a prueba.

      —No te preocupes y disfruta del mercado, cuando termine de comprar iré en tu búsqueda —fueron sus palabras.

      Las calles se hallaban abarrotadas, desconocidos frutos y aromas anegaban sus sentidos. Colores y productos de todo tipo se ofrecían ante su mirada desorientada, y ni en el más profundo de sus sueños hubiera sido capaz de imaginar un espectáculo semejante.

      En una de las calles laterales, dando a una pequeña plazuela, se hallaba la figura de una niña. La luz daba de lleno en ella, tras sortear los tejados y sus sombras. Cegado por el reflejo del sol, avanzó a tientas hasta donde los brillos ofrecían su mayor intensidad. Se hallaba realmente perturbado, por lo

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