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el carro, la joven que en principio llamase su atención, ofreciéndole con suma simpatía un pastelillo. Deslumbrado por el sol, aceptó su ofrenda. No podía distinguirla con claridad, pero así le parecía la criatura más hermosa de la tierra, y a la que ni tan siquiera la dulce asistenta venida de Casalún se le podía comparar. Ojos oscuros que filtraban tonalidades verdes, cabellos castaños y rizados como algas refulgentes en la orilla del mar. Vestía un traje rojizo a juego con sus labios, denotando su rostro un paisaje celestial. Fascinado por la escena, nuestro joven era incapaz de alejarse del desgarbado carro de madera. El encantamiento se rompió, en el inoportuno momento en que le llegó la voz de Latia reclamándole y sin poder contestarle se atragantó, la emoción le desbordaba impidiendo pronunciarse. Desde dicho día se quedó en ese mercado para siempre, tremendamente solo, pero a su vez rodeado de gente.

      Le llegó el amor de repente, ese primer amor de juventud que nunca se olvida, esa primera pasión cuyo néctar se mantiene. No pudiendo apartarla de su pensamiento en ningún momento del día, ya que su imagen le acompañaba a donde quiera que este fuese. Luego vinieron los encuentros, por lo que cada semana la volvía a visitar en el mercado. Latia no se interpuso, más bien todo lo contrario. Ella accedía placenteramente a que le acompañase y permaneciese junto a la niña, mientras ella ralentizaba a conciencia su compra. Hasta que cierto día, la niña Thyrsá le invitó a visitarla en su cabaña. Lo que dio lugar a que tanto el abuelo como Latia bromearan de lo lindo con él, hasta hacerle ruborizar.

      Llegó el día señalado, así que montado sobre la yegua Dulzura alcanzó Jissiel la ciudad del mercado, que no se hallaba a más de media hora de camino desde Astry. Una vez superada la aldea, tan solo se hallaba un espeso bosque, al que se accedía a través de un único camino de tierra poco transitado, concluyendo a los pies de unas viejas ruinas, engullidas por la floresta. Siendo este, un lugar respetado y temido por los lugareños; compendio de viejas leyendas y apariciones. La casa de Thyrsá se hallaba enclavada en lo alto de un altozano que antaño debería de haber servido de baluarte o fortaleza. Abajo se abría colmando el horizonte, la selva de Hersia en toda su profundidad.

      A partir de ahí se abrió un nuevo escenario, pues los últimos momentos vividos junto a madre Latia, habían supuesto un tiempo destinado principalmente a instruirle y encaminado hacia el final de un proceso, cuyo desenlace realmente desconocía. Aunque lo verdaderamente sorprendente, supuso el descubrir que el abuelo se había mantenido cuidando a Thyrsá, a la misma vez que lo hacía junto a ellos. Desdoblándose como solo puede hacerlo, alguien de una naturaleza extraordinaria.

      Daba comienzo una etapa decisiva en sus vidas, cuando comprendieron que habían sido predestinados a encontrarse, el uno al otro, y que la casualidad había jugado una fuerte baza que terminó desconcertando a los mayores. De una manera u otra sus vidas eran guiadas por el abuelo y madre Latia, que al fin y al cabo, eran gente sabia perteneciente al Bosque Powa y al Valle, una tierra maravillosa saturada de habladurías y misterios. Pero entonces, cuando mejor se hallaba nuestro joven, le llegó de nuevo cierto temor ya olvidado, propio al mundo lúgubre y cavernoso de la Sidonia. Cuando intuyó que le aguardaba un devenir incierto, cargado de dilemas e inseguridades.

      [14] Erde y La Defensa eran los nombres por los que se conocía la isla, el primero era su nombre originario y el segundo fue establecido tras la batalla de playa Arenas, como mera propaganda militar del cuerpo comandador.

      [15] Primera luna de invierno y última del año.

      [16] Primera luna del año y segunda del invierno.

      VI - Thyrsá

      La vida en comunidad

      Sucedió en ese verano, cuando llegó la ilusión que anunciara un vuelco rotundo a mi vida. Fue un verano atípico donde el sol no calentó demasiado y en donde el cielo amanecía cubierto por una bruma matinal que le costaba levantar. El chico del mercado vino varias tardes a visitarme, no tantas como me hubiese gustado, pero las suficiente para mantener viva la llama que se encendiese en Jissiel. Nos fuimos conociendo y descubriendo, el uno al otro, hablando y paseando al resguardo de las ruinas y del agua. Le fui enseñando mis tesoros y escondites; y para cuando se instalaron en casa ya lo sabía casi todo de mí. Tan solo le quedaba por conocer a mi tutor, el hombre que me cuidaba y que siempre escabullía su presencia ante nuestros encuentros.

      El abuelo se mantenía misterioso en esos días e incluso se aventuraba por el bosque a solas, algo le preocupaba no cabía la menor duda de ello. Aun así continué como si tal cosa, como si nada ocurriese, compartiendo nuestros momentos y reflexiones. Sumo era un caballo fuerte y bastante robusto, a su lado parecía una diminuta que apenas alcanzaba la altura de su dorso. Cuando montaba con el abuelo, siempre lo hacía delante de él, ya que me encantaba aferrarme a la sedosa crin del caballo. Me viene a la memoria cierto día, que dimos un paseo a caballo por el interior del bosque, llegando incluso a zonas donde nunca antes había estado.

      —Quería enseñarte algo —me dijo el abuelo.

      —Me da miedo esta zona del bosque, nunca suelo alejarme de los alrededores del altozano.

      —Es profundo y viejo, guarda demasiados recuerdos.

      —Si a veces, conforme más me alejo de la casa, el bosque parece como si hablase y las sombras de los grandes pinos me producen cierto malestar, haciéndome imaginar cosas, abuelo. —Cabalgábamos atravesando una campiña y esquivando el robledal hasta alcanzar el pinar alto.

      —¿Cosas, como qué?

      —Agujeros negros en el suelo, siempre los evito. Pienso que me puedo caer por ellos. —Me echo a reír, sin embargo me extraña que el abuelo continúe serio y no le haga gracia la broma.

      —Haces bien hija, a mí tampoco me gustan las sombras demasiado definidas.

      Cierro los ojos y me veo aferrada a Sumo con fuerza, el caballo cabalga a toda velocidad. El viento me da de lleno en la cara; me encantaba sentirme así, como si me comiese el mundo, son instantes saturados de euforia y optimismo.

      —Aquí precisamente quería traerte, deseaba enseñarte este sitio y que conocieses este lugar.

      Ante nosotros se abría una zanja enorme, una calzada totalmente reseca y sin hierbas. El caballo se quedó detenido al margen de la misma, sin cruzarla.

      —El bosque de ahí enfrente cambia de color, es distinto y bastante tenebroso. Yo diría que incluso nos mira. ¿Qué árboles son esos, abuelo?

      —Eso es lo que menos importa. Nunca cruces esta banda de guijarros y arena. Ese es otro tipo de bosque, mucho más antiguo y por lo tanto mucho más resentido. Se llama Barranco Hondo y esta linde de arena que aquí ves, digamos que hace de frontera entre dos naturalezas muy distintas.

      —No te preocupes abuelo, sería imposible para mí llegar tan lejos.

      —Bueno, estás avisada por lo que pueda pasar. A partir de ahora las cosas van a cambiar.

      Sin dejarme rechistar, el abuelo mandó dar media vuelta a Sumo y emprendimos apresuradamente el regreso a casa. Esa noche el abuelo se mantuvo especialmente silencioso. Comimos unas acelgas rehogadas con algo de queso de cabra, obsequio de la señora que cuidaba a Ví, que era el diminutivo con el que comencé a llamar al niño de Jissiel. Justo cuando me disponía a abandonar la mesa, dijo el abuelo:

      —Deberías arreglar la casa y ordenar el cuarto vacío, pronto tendremos visita.

      No le contesté, ni agregué nada al respecto, sabía que sería en vano. El abuelo se había sumergido en sí mismo; de tal manera, que sería imposible sacarle la más mínima información.

      Era ya pasado el mediodía, durante una agradable y fresca tarde de principios de verano. Me hallaba secándome la cabeza con una pequeña toalla, cuando de repente escuché el trote y relinche de caballos; así que tiré la toalla asustada y corrí

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