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donde se desprende la memoria del devenir que da paso al porvenir del pasado.

      La imagen virtual se transforma en el acontecer de un gesto; los padres y los niños realizan la originalidad de abrirnos lo cotidiano: la propia casa. Nos invitan a recorrerla, compartimos la intimidad de un espacio privilegiado, cómplice, donde viven, sienten, piensan, descansan, aman y desean.

      Para los niños, su casa representa la experiencia del mundo, por eso, pasa desapercibida como hecho en sí diferenciado; no pueden discernirlo porque forma parte de ellos, está más allá de cualquier significado. Lo cotidiano del hogar no es un sujeto, se fuga a la aprehensión; viven su casa como parte de ellos, en tanto los unifica en la propia imagen corporal que cobra existencia en el quehacer diario. Cuando el tiempo se infecta como efecto dramático del virus, se encierra de manera tal que la cotidianidad se manifiesta en lo real, tornándose presente como soledad e indefensión.

      En esta situación, lo agobiante, el tedio y el confinamiento cobran fuerza y se oponen al deseo vital de jugar, de desear otra escena. Por lo tanto, la repetición, en lugar de generar la alteridad de una experiencia distinta, reproduce la misma hasta la tristeza del hartazgo, así como la pasividad, a riesgo de afectar la plasticidad e invertirla al provocar la potencia estallada, fuerza destructora, fractal.

      Cuando se puede realizar, la videollamada nos permite compartir lo cotidiano; abrir la casa al otro produce una apertura posible, que propone una nueva escena, conjuga la distancia y compone el entretiempo que sostiene la continuidad del “entredós” relacional, transferencial.

      Compartimos un instante, un momento en el que entramos y salimos de la casa; al hacerlo, armamos un puente con el afuera, abrimos lo cotidiano, jugamos con él, damos tiempo, lo donamos para que al irnos, al finalizar, la pandemia pese menos y el niño pueda fugarse en la próxima jugada para evitar la fijeza amenazante y punzante del virus, del bloqueo de lo siempre igual. Y, de este modo, posibilitar el movimiento del devenir, al articular lo actual con el pasado en una imagen-cristal que anticipa el posible futuro, aún desconocido.

      Violeta, una niña de cinco años, en la videollamada mira y propone, contenta: “¡Vamos, vamos a dibujar el coronavirus! Juguemos… vos tenés que dibujar uno y yo otro… tenemos que adivinar cómo es… vamos, vamos a jugar”.

EEspejosGiroscópicos, sensibles, para entrar en otra dimensión sin tristeza donde el cuerpo, el espacio y el tiempo son otros.¿Podremos resistir el agobio del encierro, atravesar el espejo y regresar diferentes?

      Los niños humanizan el parásito

      El parásito en juego

      A los niños les resulta imposible darse cuenta de las implicancias corporales y relacionales del coronavirus; no alcanzan a sopesar lo que pasa: lo viven en carne propia. Los interrogantes atraviesan este contexto. ¿Cómo humanizar el descarnado efecto virus? ¿Qué hacen los chicos ante la constante presencia de la enfermedad? Resistir al virus, ¿es posible? ¿Qué va a suceder cuando todo esto termine?

      El coronavirus es un parásito “obligado”, un organismo que vive de su huésped. Pequeñísimo, solo sobrevive a expensas de un ser vivo denominado “hospedador”, a costa de, con, por y en él. En este caso, nuestro cuerpo transforma su estado habitual, el virus lo pone en riesgo de muerte.

      El virus extrae, toma pero no da, dona lo mortal que su función conlleva. El cuerpo lo recibe, es receptáculo. Al hacerlo, es abusado por él, lo exprime antes de toda posibilidad de intercambio: invade, infecta. Establece una relación parasitaria con el cuerpo que lo hospeda; si matase a todos los huéspedes en los que se aloja, también sucumbiría en esa voraz procura. Constantemente se sobreadapta, cambia, muta; invisible e indiscernible, es difícil de aprehender.

      Los efectos de la enfermedad corporal provocan acontecimientos incorporales, movimientos humanos defensivos, el encierro de la imagen del cuerpo para evitar el contagio. La cuarentena es uno de ellos, que afecta al tiempo, al espacio y a todas las relaciones socioafectivas.

      El virus, depredador insaciable, incide en el sentido vital de la sensibilidad hasta el desconcierto de lo imposible. Irreversible, una vez que se hospeda, el parásito es, a la vez, una realidad paradojal: huésped y nefasto anfitrión. Él deviene sujeto y hospeda, cambia la relación de fuerzas, tiene el poder en potencia; no habla ni juega, infecta en acto.

      Queremos poder pensar la resistencia al virus a partir de humanizarlo. Para los más pequeños, es esencial esta operación simbólica, que implica crear otra experiencia potente, relacional, opuesta al virus. Nos referimos a la posibilidad de la puesta en escena de la ficción. En ella, ocupa un lugar central la praxis, el pensamiento en acto que involucra e implica jugar, representar, narrar.

      El efecto virus detiene la experiencia infantil, la expulsa de su sitio privilegiado, destierra el tiempo del devenir, lo actualiza en una presencia plena, siempre actual, sin otra virtualidad (historicidad) que no sea el virus mismo. Los cristales del tiempo son una temporalidad fecunda en el vasto campo de la infancia, tienen el germen afectivo de la plasticidad. Al atravesarlos, provocan nueves redes de experiencias, múltiples sentidos que alojan y respiran lo heterogéneo e indeterminado de la experiencia con los otros, eje de la comunidad del nos-otros.

      El coronavirus es por naturaleza un excitador; enmarca y solidifica el cristal temporal hasta hacer de él un bloque tenaz, impalpable, que obstaculiza cualquier otra historia que no sea una y otra vez de nuevo el “obligado” parásito. El exceso se impone al devenir y lo paraliza.

      El resultado de la infección nunca es el esperado; daña, conmueve, redistribuye enlaces, lazos, en fin… censura y renueva relaciones insólitas. Exige otras fuerzas, intensidades y sensibilidades. Cuando los cristales del tiempo de la infancia se opacan, corren el peligro de solo reflejar lo corporal y, en él, la causa virulenta parasitaria que lo aqueja.

      El impulso centrípeto del virus potencia la fijeza, que se consume a sí misma, al modo de un agujero negro cuya esencia captura y absorbe la energía hasta oscurecerla. La salida que propiciamos es un canal, un túnel del tipo de los llamados “agujeros de gusano”, diminutos atajos en la ecuación espacio-tiempo que trascienden al cuerpo y sus mezclas. Nos referimos a la experiencia estructurante durante la infancia de la ficción en escena.

      Los niños nos enseñan que jugar es pensar, salir del cuerpo al crear otra dimensión desconocida que, justamente por serlo, no está infectada mientras mantenga la chispa palpitante, viva, de la otra escena: aquella que pone en juego el uso de la imagen corporal, no como cuerpo-cosa, sino como campo en acto de la imaginación simbólicamente excepcional. En este ámbito (del juego, los cuentos, el collage, los dibujos, los experimentos, la música, las canciones, la guaridas, entre muchas otras posibilidades), los chicos crean y habitan un vacío a partir del cual relacionan las cosas, lo que les pasa, lo que sienten, aquello que los preocupa y que tampoco entienden.

      El vacío, eje poroso de las relaciones en red (a punto tal de que no existen sin él), conforma el peculiar entretejido cuya singularidad topológica está dada por los agujeros en donde respira, circula, abre (y a la vez habita) dimensiones inesperadas e impensadas por fuera de ese territorio propio de la comunidad de la infancia.

      La resistencia al virus es crear y recrear este vacío constantemente. No es tanto el virus en cuestión (desde el punto de vista epidemiológico), sino el modo en que los niños se relacionan con él. Su presencia actual, permanente, persistente, opaca de modo siniestro el escenario infantil, lo desinviste y desliga (lo que oportunamente llamamos “plasticidad estallada”) de la vitalidad de habitar el deseo de desear. Sin embargo, la imposibilidad no se sustrae a la experiencia, planteamos relanzarla apasionadamente hacia la humanidad del afuera, que invoca y convoca al otro.

FFantasíasFantasías que a veces atemorizan, dan miedo e, incontrolables, atraviesan el cuerpo. Otras veces lo desbordan, despiertan los sentidos, conjugan la avidez deseante, van hacia la intriga, fugan detrás del ensueño.Las fantasías… ¿tienen consistencia?

      Los barbijos del deseo

      El huésped, el virus, es siempre el mismo; está ahí, latente, al acecho; cuestiona el cuerpo y la imagen corporal. Invisible,

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