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A continuación, desmonto mi jinete y hago que se monte una rana. En este diálogo simbólicamente imaginario, él saca el pato y monta una gallina; al verlo, bajo a la ranita, que se despide con el correspondiente sonido, y pongo un perro (“guau, guau”); inmediatamente, Pablo monta a otro en el suyo y así jugamos durante un tiempo… sin tiempo.

      Cada uno en su casa, en un espacio diferente, compartimos la escena, en red; esta sería imposible sin el otro; sin duda, conformamos un ritornello, un territorio. A través de la virtualidad armamos una “casa” imaginaria que no es la de él, ni la mía, generamos un terreno sin sustancia, íntimo, que podríamos denominar “nuestro”. Pablo se mueve por la habitación, va a la cama, el armario, a una cocinita, sube a un triciclo, y en un momento se detiene frente a una caja de marcadores. Sorprendido, alcanzo a decir “¡Qué lindos son!”; él, sin dejar de mirarme, se aproxima al celular. Rápidamente, de modo intuitivo, tomo mis marcadores, acerco mi mano a la pantalla y, con la otra, con uno de color negro, comienzo a dibujar en la palma un círculo. Pablo permanece muy atento; mientras realizo los trazos, canto: “Le hago una cariii… ta, ahora un ojiii… to, y viene el otro ojiii…t o, llega el turno de la naaa… riz, que hace siempre achís, achís. Ahora viene la boooo… ca, que ríe y come mucho, los dientes son un serru… chooooooo”.

      La musicalidad dramatiza la espontaneidad del encuentro. La mamá de Pablo festeja con él la escena. Ante un gesto que le hago, toma la mano de su hijo y le dice: “Dale, te hacemos la carita, como hizo Esteban”. Comienza a dibujarla y, a medida que la va haciendo, desde mi celular, canto la melódica canción de la carita con todos los componentes y gestualidades posibles. Cuando termina, festejamos y tocamos la pantalla, carita con carita. El ritmo unifica el escenario. Pablo mira, y exclamo: “¡Uy!, ¿y mamá?, ¿podemos hacerle una carita a ella?”. Él gira, le da un marcador y abre la palma de su mano, ella lo ayuda a realizar los trazos de otro personaje-carita; ella, contenta con el dibujo, saluda y dice: “También a papá”. Con el marcador, traza el dibujo-garabato en la mano que ofrece el padre. Los cuatro estamos con los dibujos, nos saludamos y jugamos a tocar al otro. Finalmente, en medio de las gestualidades, juego de palabras y sonidos, nos despedimos hasta el próximo encuentro virtual.

DDatosDatos informáticos y más datos de la pandemia infectan el ambiente, inundan, restringen, encandilan los significados. ¿Clausuran el sentido?Los datos, ¿abrirán otras improbables opciones?

      La praxis del pensamiento en acto: Lautaro nos demanda

      Otro niño, Lautaro, tiene la misma edad que Pablo (tres años). Ambos comparten la misma anónima etiqueta y denominación diagnóstica: “trastorno del espectro autista” (TEA). Luego de ocho meses de tratamiento, desestimamos esa clasificación y las implicancias que ella determina de modo siniestro.

      Lautaro concurre a un jardín de infantes; recién desde comienzos de este año puede empezar a expresarse y lo hace con palabras cada vez más claras; estas estaban bloqueadas, encarnadas en el cuerpo de modo tal que él no podía hacer uso de la imagen y el esquema corporal, ni tampoco producir la experiencia lúdica para abrir el campo de la plasticidad. El juego ficcional comienza a enlazarse en el quehacer cotidiano y en el nacimiento de la hermana; las entrevistas con los padres afianzan el lugar que poco a poco ocupa y permite el nuevo despliegue infantil.

      La cuarentena interrumpe abruptamente las sesiones presenciales, que retomamos de modo virtual, aunque en ningún momento pudimos anticipar y preparar lo que iba a acontecer a partir del parasitario virus.

      Cuando lo miro a través del celular (espejo-pantalla), junto con su mamá, Lautaro me muestra alegremente su casa: el patio, la habitación, la cocina, las cajas con juguetes, los armarios y la cama. Al verla, corre y se tira en ella; recostado entre almohadones y almohadas, me saluda.

      En una mano, tiene un barquito de color rojo, pero apenas lo muestra; parece atesorarlo, casi pasa desapercibido. Le digo: “Lauti, qué linda casa, qué lindos juguetes, ¿estás jugando con un barco?”. Él sonríe y continúo: “¿Y si lo hacemos navegar?... Mamá –ella está sosteniendo el celular–, ¿podemos ir al patio con un balde lleno de agua para jugar y saber cómo flota, se mueve, navega y por dónde puede ir el barquito?”. Con un gesto, la mamá, afirma: “Bueno, dale, vamos para afuera, voy a buscar una palangana, la lleno con mucha agua para que puedan jugar”.

      Lautaro va al patio; al ver el recipiente, de inmediato pone allí su barco. Al mismo tiempo, voy a mi balcón, lleno con agua un balde y coloco un barquito que traje del consultorio. Los dos movemos el barco y lo hacemos girar para un lado y para el otro. De pronto, exclamo: “¡Un remolino! ¡Cómo se mueven los barcos! ¿Hacemos olas?”. Nos miramos de reojo, jugamos, entramos en el tercer tiempo compartido; sin darnos cuenta, comenzamos a realizar la complicidad de un pensamiento en acto. Él –en su casa– y yo –en el departamento– inventamos un nuevo espacio-tiempo escénico, sin llenarlo de contenido, sino vacío para construir sentidos o, quizás, un “todavía”: no sabemos si nos aventuraremos al vértigo de la otra escena.

      En ese momento, Lautaro grita: “Tormentaaaa, tormentaaaa…”. Exclamo: “Uyyy, ¡hay tormenta! ¡Qué viento! Si hay un huracán, el mar está revuelto y cambia de color… ¿Podés ir a buscar unas témperas para pintar el color de la tormenta?”. La mamá, sonriente, asiente y sale a buscarlas. Alcanzo a decirle: “Ahhh, y si podés, traé algunos cubitos de hielo de la heladera, ¡porque puede caer granizo!”. Todos salimos a la búsqueda de cosas para armar el temporal; se nos van ocurriendo más posibilidades: “Ahhhh, ¡puede haber neblina! Traigamos harina… y arroz, como copos de nieve”. La mamá se ríe y festejamos las ocurrencias compartidas.

      La hermanita y el papá de Lautaro se acercan, miran, hacen gestos, participan. En el balde se mezcla lo que vamos tirando, un poco de arroz, otro de harina, témpera de color azul, rojo, amarillo. Al mover el agua, cada vez se oscurece más, el líquido ya está opaco, dejó de ser cristalino. Ellos allá y yo de mi lado vamos produciendo la tormenta y los efectos de sus mezclas.

      El pequeño Lauti encuentra unas piedritas y las mete en la palangana; mira a la cámara e intuyo una demanda, entonces le pregunto a la mamá: “¿Tenés un colador de pastas? Cualquiera puede servirnos…”. Me responde afirmativamente. “Tráelo y pescamos como si fuera un mediomundo, así levantamos las piedras, hojitas… lo que encontremos”. Es un escenario vital que permite continuar, inventar el “entredós” transferencial y producir, realizar la experiencia devenida acontecimiento y plasticidad, tanto simbólica como neuronal.

      Unos días después, la mamá de Lautaro me envía un videíto en el que se lo ve jugando y cantando con un barquito de papel (que le hizo el papá) dentro de una caja plástica llena de colores. Saludo ese video y le envío una foto del balde con juguetes, ya preparado para nuestro próximo encuentro.

      En la sesión siguiente, Lauti me muestra una especie de monstruo que ha dibujado con ayuda de la mamá. Rápidamente, dibujo uno semejante al de él. Se lo muestro y los dos salimos corriendo, él al patio y yo al balcón. Aprovecho para transformar el dibujo en una especie de careta monstruosa a partir de la cual aparezco y desaparezco de la pantalla. Lautaro corre, se esconde y, a su vez, toma coraje y empieza a asustarme.

      El juego se transforma, adquiere textura y volumen escénico; con una sábana, arma una guarida, usando de sostén la mesa y las sillas. En mi departamento, junto tres sillas y dispongo un refugio al mismo tiempo que él. Compartimos el susto y el miedo por los monstruos; al jugar, los temores, la sensación de incertidumbre y fragilidad corporal, mortal, pierde peso, densidad y contingencia.

      Al escenificar lo otro, terrorífico, siniestro, Lauti puede lanzarse a hablar con mucha mayor fluidez, el cuerpo tiembla menos y la palabra surge, espontánea. De allí en más participa en reuniones con los chicos del jardín que se hacen por la plataforma zoom (hasta ese momento, no quería asistir a ellas).

      En la casa continúa el juego del monstruo con sus padres, con una caja construye una máscara aterradora y corre a asustar a cualquiera que aparezca. Luego, con cartón y cajas de zapatos confecciona un robot, lleno de cintas y colores.

      Después de la sesión, recibo videítos y fotos de las cosas y los juegos que arman en familia. En esta experiencia,

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