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propone contar un cuento de un libro elegido por ella. Luego de escucharlo y mostrarlo, el desafío consiste en jugar a dibujar un personaje de la historia, “que sea lo más parecido posible a los dibujos del libro”.

      Ella, al narrar el texto, lo hace con el desparpajo y la insensatez de la primera vez que los lee; la gestualidad, el tono y timbre de voz confirman el estilo y afirman el lenguaje del cuerpo en un espejo múltiple, plural y, a la par, inconsciente. Cada gesto, contado, grabado, conlleva y porta la densidad afectiva de lo infantil que, en acto, se opone al encierro de la imagen corporal. Precisamente, si Lucía es capaz de entrar a la irrealidad, puede disipar los miedos, la angustia y apropiarse de la realidad.

      Entre ambas pantallas constituimos otro tiempo, una zona de experiencia inmaterial, en el umbral de una dimensión simbólicamente desconocida y, paradójicamente, a la vez, sintiente, deseada.

      Lucía crea inventos, vive aventuras, cuenta cuentos –historias narradas, corporales, gestuales, sensibles– mediante los que transmite la pluralidad de un sentir que no es la significación ni el sentido: es habla discontinua, intermitente, abierta a la divergencia y la multiplicidad. Una frontera intermedia, artesanal, rítmica, que atraviesa la palabra y la encarna en la experiencia corporal que la enuncia. En la intensidad indómita, Lucía produce la fuerza infantil, pasional, que pone en juego la diferencia e identidad de cada relato.

CCuriosidadCuriosidad sienten los niños, aprenden desde chiquitos a preguntar “¿por qué?”. Aventuran el placer de hacerlo, se dan cuenta y perciben que las curiosidades son aperturas a descubrir y compartir. Se preguntan por qué el virus no nos deja salir.¿Por qué?... ¿Por qué?... ¿Agota la curiosidad?

      Frente al virus, escenarios de encuentro

      La pandemia nos separa; no podemos tocarnos, la distancia corporal ubica un umbral diferente, visible e invisible a la vez. Todos tomamos precauciones para no contagiar ni ser contagiados. Sin embargo, a través de la videollamada, nos miramos, hablamos y armamos una experiencia juntos. La distancia, el vacío, deviene un encuentro relacional, un entretiempo en el que se despliega otra dimensión, ciertamente desconocida. Sin duda, hay un toque secreto en juego; no tiene un espesor, sino más bien un pliegue. Los niños pliegan el afuera a través de lo virtual, sin materialidad; generan un hueco que aloja el espacio íntimo de una hospitalidad redescubierta cada vez.

      ¿Es posible sostener un encuentro con los niños a través de una videollamada hecha por celular? ¿Cuándo sabemos qué tenemos que hacer? En estas circunstancias, ¿cómo comienza la intuición del encuentro? Podemos percibirlo, si somos sensibles a la experiencia relacional que surge cuando algo que todavía no es tal vez pueda llegar a serlo. Es una sensación provisoria y real sostenida en el encuentro con el otro, que abre las puertas de la imaginación en acto y pone en juego la realidad ficcional. Espero el horario de la videollamada… ¿Qué puede suceder hoy?

      Imágenes en escena: Pablo

      Pablo tiene tres años de edad, hace menos de un año llegó por primera vez al consultorio con un diagnóstico de TEA (trastorno del espectro autista). Resistimos dicha etiqueta diagnóstica (no me detendré en el inicio de todo ese período ni en el tratamiento realizado). En la actualidad, está empezando a hablar y a producir lentamente una experiencia lúdica con mucha más riqueza en una franca apertura hacia el mundo que lo rodea y lo aloja. Con sus padres, sostuvimos varias entrevistas para generar el clima familiar que habilite el espacio lúdico.

      La pandemia y la correspondiente cuarentena interrumpieron nuestras sesiones presenciales y pasamos a sostener encuentros virtuales a través del teléfono celular. La primera imagen que veo en la pantalla –luego de saludar a la mamá – es a Pablo, que muerde un muñeco de peluche, un perrito blanco de ojos saltones. Él me mira de reojo, alcanzo a saludarlo y observo la escena. Intuitivamente, grito: “Ayyy, ayyy, pobre gua-guau, ¿le duele?, lo estás mordiendo…”. Él se detiene, me mira y, en suspenso, expectante, espera… Recurro a un títere del Hombre Araña, lo acerco a la pantalla mientras canto una melodía que lo representa: “Vengo al rescate, no quiero más mordiscos, al perro le duele, voy a defenderlo”. Cuando muevo los dedos en señal de ayuda y tarareo la canción del superhéroe, Pablo, sin dejar de mirar, suelta espontáneamente al perro, se aproxima sonriendo a la pantalla y exclama: “Sííí, sííí”.

      A continuación, toma un dinosaurio de una caja, me lo muestra, lo acerca y lo aleja del celular. Aprovecho ese gesto actuante y tomo un dinosaurio que emite un sonido estridente al ser presionado. Aprieto al muñeco y Pablo se detiene y espera. Nos miramos, entre los “feroces” dinosaurios… ¿Qué está esperando? El tiempo cronológico parece sustraerse, suspendido entre un hacer y el otro, el “entretiempo” da espacio al “entredós” relacional, transferencial. Vuelvo a hacer que mi dinosaurio emita el sonido que inunda la escena, y lo muevo: cada vez más inquieto, el muñeco no se detiene: va de un lado al otro y, en ese movimiento, lo escondo dentro de la remera. Grito: “Uyyyy, uyyy, está en mi espalda… ¡y sigue moviéndose! Ahora está en la panza, va por los brazos” (a medida que describo su trayectoria, lo desplazo por esos lugares).

      El escenario unifica la imagen de la pequeña pantalla; expectantes, estamos atentos a lo que puede suceder. Me detengo a mirar la mano en la que tenía al superhéroe (con la otra, muevo el dinosaurio) y exclamo: “Llamemos al Hombre Araña, así busca al dinosaurio, lo calma y para de gritar y de moverse”. Frente al celular, manipulo al muñeco y al títere, tras una breve pelea, se tranquilizan, atenúo la tensión. Finalmente, terminan amigos, saludan y se dan besos. Pablo se aproxima y responde gestualmente a la escena.

      Inmediatamente, busca un delfín, lo acerca y lo muestra. Respondo cantando: “Un delfín que toca un violín, voy a buscar una bella sirenita que lo espera para jugar y cantar a su manera…”. Sorprendido, se aproxima y le muestro una ballena-títere, una orca que lo saluda contenta, con una morisqueta. Pablo sonríe y corre a un balde en el que busca algo; de ahí saca una vaca, la acerca a la pantalla y dice “muuu, muuu”. “Qué linda vaca”, le respondo, al mismo tiempo busco una que tengo sobre mi mesa y hago otro mugido para poder jugar. Cuando Pablo la ve y la escucha, vuelve al balde y trae una gallina que hace un sonido similar a un “kikiriki, kikiriki”; busco un pollito, imito el sonido y digo: “¡Ah, son amigos! El kikiriki y el pío-pío juegan juntos”. El pequeño hace el gesto afirmativo y dice: “Síí, síí”.

      Sin mediación, busca en una caja una araña gigante con forma de robot, y encuentro entre mis juguetes una arañita chiquita. La coloco muy cerca de la pantalla y comienzo a subirla y bajarla (como si trepara por una tela). Sin proponérmelo, mientras la muevo canto una canción alusiva a la acción que estoy realizando: “Michu, michu araña subió a la telaraña… michu… michu… araña”. La gestualidad extiende el espacio; se da a ver al otro, el tiempo parece superponerse entre gestos, musicalidad y un ritmo que tiene fuerza, una potencia que atraviesa la virtualidad como si fuera una tangente, una brecha locuaz en el tiempo del devenir. Es el modo que tienen los niños de construir la memoria subjetiva.

      Pablo vuelve a mostrar el dinosaurio; casualmente, traje un cuento llamado La aventura de los dinos. La particularidad de este libro es que, con un leve movimiento, los grandes ojos saltones se mueven para todos lados: se destacan, sobresalen de los dibujos, lo que le da al animal una apariencia vivaz, pícara y divertida. Pablo, a un paso del celular, mira y escucha la historia, entusiasmado con cada acción que refleja el alocado movimiento de los ojos. Los dibujos, con muy buen diseño, cambian a medida que paso la página y, con cada uno de ellos, realizo un sonido diferente: uno muy agudo, otro agresivo, violento, tierno o agradable. Algunas palabras, exclamaciones y onomatopeyas acompañan el relato que, a su vez, de acuerdo a la reacción del niño, va transformándose debido a la gestualidad en el acto que implica leer una aventura con otro.

      Durante unos minutos, permanecemos en esa posición; de algún modo, el “entredós” nos cuenta el cuento que contamos. El tercer tiempo sostiene un hilo invisible que sustenta la escena en múltiples dimensiones aún desconocidas que, al narrarlas, nos alojan; habitamos un territorio donde se entreteje en red la hospitalidad esencial para conformar la comunidad del “nos-otros”.

      Al terminar,

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