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de la natalidad de un tiempo, una zona, donde se inventa la realización sensible, plástica, de los sucesos que parecían inviables. Resistimos, rompemos la incredulidad y creemos en la posibilidad de lo imposible.

      Segundo impacto

      Los cuerpos infectados

      El primer deseo propiamente social y significante de un niño es jugar con otro niño. La pandemia detiene el tiempo, lo infecta. El coronavirus impide y cuestiona la esencial experiencia infantil. Los pequeños sufren las nefastas consecuencias de estar encerrados, separados del mundo del afuera.

      No creemos que sea el fin del mundo, pero pone a este en escena como confinamiento, extendido al globo entero. La cerrazón del sentido opaca la experiencia, obstruye la libertad de transcurrir por otros caminos que no sean ir y volver a la presencia del parásito, cuya corona alcanza y cuestiona a todos.

      Trazar los confines del efecto viral sería una utopía; en realidad, una distopía, ya que alude a un horizonte propio de la ciencia ficción. Anonadamiento, reclusión y cuidado determinan el movimiento del cuerpo, redistribuyen las sensibilidades y trasforman hábitos, rutinas, lenguajes. Los interrogantes pululan en las redes: ¿cómo, cuándo, de qué modo vamos a salir de todo esto? ¿Qué pasará después? La incertidumbre inunda el contexto.

      No pretendemos en este libro encontrar un significado nuevo al coronavirus, sino abordar el desafío que implica entrar en el sentido que nos determina para procurar transformarlo, abrirlo y, si podemos, transmigrar a otra escena. Y, desde allí, modificar el funesto escenario, produciendo una diferencia en lo idéntico, un pliegue que encadene una red a otra dimensión posible, donde el don del deseo enlace la originalidad de un sentir que cambie el tiempo.

      Con los niños, tratamos de constituir una experiencia que, al ser realizada, permita a la imagen del cuerpo salir fuera de sí, romper el aislamiento y volver, para recrear otro.

      El parásito invisible expone el límite, lo expropia, exaspera la continuidad, pone en juego el encierro de la imagen del cuerpo. Lo virulento del contagio no tiene virtualidad; disocia y escinde lo actual y lo virtual, es decir, actualiza una temporalidad que presentifica la epidemia hasta tomar el dramático efecto paradojal de depender de ella. No da un lugar: lo ocupa, hasta ser el centro existente del mundo. Al pasar el límite, el cuerpo y el lenguaje coaccionan la economía, diluyen las fronteras y las instancias políticas globales hasta agotarlas con la agobiante capacidad de infectar y ser infectado.

      Expuestos, afectables, contagiables, nos impresiona la potencia de un virus cuya corona enmarca la afección de la comunidad y enuncia la vulnerabilidad y el riesgo concomitante. Los niños, confinados en el encierro, mudos, miran a los adultos, que a su vez se miran desconcertados y esperan el reflejo de la próxima salida posible. Un sentimiento que experimentan en relación con los otros que los alojan y aman.

      Los niños, los artistas, los creadores, nos enseñan magistralmente que tanto el tiempo como el espacio son relaciones. Al jugar, ellos las realizan, las cruzan y las cambian, al hacer tiempo del espacio y espacio del tiempo.

      Planteamos abrir lo temporal, espaciarlo, crear el “entre” que airee el presente y recree la natalidad del instante. Plegar el virus es hacer de él una apuesta para que advenga la potencia del “entretiempo” capaz de quebrar la fuerza mortal de la inmovilidad. Este no corresponde al tiempo cronológico ni al de la resignificación, sino al vaivén del “entre” que produce la pulsación del cuerpo receptáculo, efecto heterogéneo de la comunidad.

      Aprendemos de los niños, cuando se lanzan a jugar con la avidez deseante de explorar. De esta manera, juegan la curiosidad o el asombro; hallan perplejos un sentido nuevo, singular, sin saber a ciencia cierta qué pasará, cuál será la trama o con qué se encontrarán; inventan aquello que no saben que van a inventar.

      La pandemia interrumpe en lo cotidiano, bloquea el tiempo, encierra el espacio, abarca toda significancia que no sea el mismo virus y sus vicisitudes o consecuencias más o menos mortales. En estas circunstancias, procuramos producir un acto contrario a la ética del capital: proponemos donar tiempo afectivo para canalizar el aislamiento y dar lugar a la invención de una vital zona de subjetividad.

AArtesanalArtesanal es el singular impulso a la invención, la procura de atravesar la pantalla junto al niño, sin conocer qué puede suceder con el deseo de engendrar la continuidad del entretiempo.¿Podrá ser artesanal el encuentro virtual?

      Tercer impacto

      Compartir el instante

      Bautista fue el último paciente que vino al consultorio antes de que se declarara oficialmente la cuarentena. Nos despedimos con un abrazo y una mirada pícara, cómplice. Él, con sus siete años, habla muy poco; inquieto, juega mucho con un títere, corre, se desespera por agarrarlo, lo aprieta; cada vez que lo hace, cambio el tono de voz y grito, como si me doliera a mí. Bauti reacciona, sonríe, repite el gesto, a la espera de la reacción que nos conduzca a otra posibilidad, donde lo que es, sucede.

      Al cerrar la puerta detrás de él, pensé… “Y ahora, en pandemia, ¿cómo continuamos? ¿Cuándo será el próximo encuentro? ¿Qué va a pasar? ¿Podremos mirarnos, ‘abrazarnos’ a través de la pantalla, en una videollamada?”.

      Al mismo tiempo, varios pacientitos con otras dificultades y problemáticas aparecen en catarata en mis pensamientos. ¿Cómo y cuándo podré verlos, para no interrumpir los tratamientos? ¿Con qué recursos cuenta cada uno de ellos? ¿En qué situación están del proceso educativo y clínico? ¿Cómo contener a los padres y a la familia? ¿Qué sucederá a nivel grupal y social?

      Algunos niños no quieren, no pueden o tienen muchas dificultades para relacionarse a través de pantallas… No alcanzamos a conectar con ellos; sufrimos la desazón angustiosa de la abrupta interrupción de nuestros encuentros. En esta situación, por todos los medios, procuramos continuar comunicándonos con los padres, intentamos recrear la experiencia y generar un borde posible para contener la irrupción abismal de la separación y la distancia inevitable. Mantenemos el contacto con ellos. Nos ubicamos, disponibles; nos preparamos para atravesar este momento de pandemia con todos nuestros recursos: enviamos mensajes, grabamos audios, hacemos videítos con los juguetes del consultorio, los preferidos por cada uno de los chicos. Ofrecemos un espacio y un tiempo compartido en el que nuestra ausencia devenga presencia; en esta dialéctica en suspenso, buscamos continuar el puente, la relación; no queremos dejar que ella se silencie o termine. No están solos; entretejemos la red donde alojarlos pues, aunque no podamos verlos, estamos junto a ellos.

      A veces, la videollamada nos permite compartir lo cotidiano; abrir esto a otro produce un comienzo posible. Los chicos nos muestran los juguetes, la habitación en la que duermen, los muebles, las ventanas, los rincones de la casa. Esto propone una nueva escena, conjuga la distancia y compone el entretiempo que sostiene la continuidad del “entredós” relacional, transferencial.

      Compartimos un momento en el que entramos y salimos de la vivienda; al hacerlo, armamos un puente con el afuera, abrimos la cotidianidad, jugamos con él, damos tiempo. Lo donamos, para que al irnos, al finalizar la pandemia, él pese menos y pueda fugarse en la siguiente jugada. Queremos evitar la fijeza amenazante y punzante del virus y, de este modo, posibilitar el movimiento del devenir, al articular lo actual con el pasado que anticipa el posible futuro, aún desconocido.

      Fuera del consultorio, en mi casa, sentado frente al celular, en la mesa, acomodo los juguetes: títeres, autitos, muñequitos, animales de granja y osos, monos, cebras, leones en miniatura. Además, unos dinosaurios, pequeños insectos (arañas, hormigas, moscas, cucarachas), unas máscaras, hojas, marcadores, plastilina, pelotas, telas, aros, hilos, plasticola y sogas.

      Como un prestidigitador o titiritero artesanal, antes de comenzar la función tomo distancia y miro todos los objetos de que dispongo. El escenario hay que montarlo en relación con la escena que aún desconozco.

      Muchas veces no sé qué juguete elegir o cuál será la situación a desplegar; entonces, procuro dejarme llevar por la intuición; doy tiempo para que surja el no saber. Se trata de intuir sensiblemente el gesto, el detalle de aquello que le pasa al otro, en base a la experiencia que construimos juntos,

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