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el orden de las ideas, en religión, economía, política y filosofía, principalmente desde 1750 se produce el enfrentamiento entre el pensamiento tradicional, en franca decadencia en su manifestación de la escolástica tardía, que se limitaba a reiterar las interpretaciones cada vez más alejadas de las fuentes que le habían dado brillo a comienzos del siglo XVI, y las ideas iluministas, la mayor parte de ellas de origen francés, pero que, hasta Carlos III, no incidieron mayormente en la vida cotidiana. El Iluminismo, sobre todo el de origen francés, se caracterizó por un optimismo en el poder de la razón que independizaba al hombre de dogmas y religiones, adhiriendo en política al republicanismo. En España la ilustración no tuvo todas estas características, sobre todo porque a diferencia de los otros ilustrados europeos, los españoles casi todos pertenecieron al gobierno, por lo que no renunciaron a los principios monárquicos y no manifestaron abiertamente su rechazo a la Iglesia católica. Algunos incluso se mantuvieron devotos en su catolicismo. Entre estos ilustrados a la “manera española” se encuentra Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (1723-1803), apasionado por el progreso de las artes y de la industria. Fue ministro de Hacienda de Carlos III y algunas de sus medidas lo enfrentó con la Iglesia, ya que sostenía que había que entregar a agricultores no propietarios las tierras sin cultivar de la Iglesia. Sus ideas educativas fueron coherentes con estos principios económicos. En 1774 publicó su obra Discurso sobre el fomento de la industria popular, y en 1775 Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. También debe mencionarse, en la segunda mitad del siglo, a Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), quien quiso vincular los valores de la tradición con las nuevas ideas de libertad y de bienestar económico. Era partidario de reformas que se apoyaban en el pensamiento de los fisiócratas Quesnay y Turgot, que consideraban a la tierra como principal fuente de riqueza, y en el liberalismo de Adam Smith.

      La realidad americana no era exactamente así. A diferencia de la metrópoli, tanto dentro como fuera de las universidades el pensamiento se enriquecía frecuentando los textos originales de Tomás de Aquino, Vitoria, Suárez y los autores modernos, cuyas obras circulaban en los ambientes de jóvenes intelectuales tratando de no llamar demasiado la atención de las autoridades, que gracias al centralismo borbónico ya no eran locales sino en su mayoría peninsulares. Comienza de ese modo una fractura entre Hispanoamérica y el afrancesamiento de la monarquía. España ya no vivía en continuidad con su propia tradición sino bajo la influencia de ideas políticas y económicas que le llegaban desde fuera, con lo que su prestigio fue cada vez menor para los criollos. Pero el aspecto más significativo fue que la consideración por parte de la monarquía de las provincias americanas modificó su finalidad: el objetivo religioso se fue olvidando y el buen trato de los indios –aunque fuese meramente declarativo– quedó subordinado a conveniencias políticas y económicas. Así la monarquía cortó los vínculos con la tradición pero no pudo reemplazarla por nada que estimulase la adhesión de los criollos, al mismo tiempo que las antiguas provincias de ultramar se transformaron en dominios. Carlos III comenzó a llamarlas colonias, de acuerdo al modelo inglés y francés, considerándolas meros factores de enriquecimiento de la metrópoli.

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