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golpe y lo encaré.

      —¿Y qué mierda es?—lo empujé fuerte en el pecho—¿Es así como pasas el tiempo libre y por eso casi no nos vemos? ¿Es así como trabajas? ¿Es así como me has jurado tanto amor? Tirándote a una zorra pelirroja.

      Sus ojos verdes estaban llenos de lágrimas también, pero vamos, cuando follaba también se le ponían así y no sé por qué, siempre tomaban ese tono de brillo. Me llenaba de rabia, así que la palma de mi mano se fue directo a su mejilla.

      Se calló al fin.

      —Eres un hijo de puta…—mis lágrimas me traicionaron de nuevo.

      Su semblante cambió.

      Me di cuenta que estaba sin camisa, usando solamente mi pantalón favorito de chándal. Se lo había regalado una vez que se había quedado a dormir en mi casa y salí ese día temprano a la tienda que quedaba cerca. Me había gastado dinero que no tenía. Quería que se siéntese bien y que no tuviese que irse de mi apartamento con excusa de ir hasta su casa a cambiarse de ropa.

      Lo odiaba.

      Me tomó ambas manos cuando miró mi intención de querer golpearlo. De nuevo.

      —¿Y qué querías que hiciera?

      La gente a nuestro alrededor y todo ese show montado por su infidelidad es lo que más me estaba enfadando. No quería llamar la atención de nadie y que me reconocieran. Pero todo eso era lo contrario y por eso lo odiaba más.

      —Si ya no te sentías bien conmigo lo mínimo que hubieras hecho era decírmelo.

      —Intenté—pasó sus manos por su cabello. Amaba su cabello casi rubio. Amaba su cuerpo marcado y como le quedaban esos pantalones de chándal.

      Ya no.

      —¿Esa es tu excusa?

      Vi la vena de su cuello hincharse.

      —Eres un maldigo cobarde infiel hijo de puta. Ahora entiendo todo. Tus excusas y me doy cuenta de algo. ¿Y sabes qué es?

      —¿Qué?—preguntó.

      —Te faltan huevos para ser hombre. Siempre. En toda nuestra relación, demasiadas excusas para vivir juntos, demasiadas excusas para buscar un mejor trabajo que muchas veces tenía que darte hasta dinero para que pudieras pagar tu maldita renta. Y era porque no ibas a tener un lugar donde poder tirarte a tus zorras. Eres un maldito… ni tu propia familia…

      Su mano quedó en el aire y yo esperé lo peor. Esperé ese golpe que venís directo a mi cara. Pero me percaté que no llegó a cumplirse su intención porque alguien lo detuvo.

      —Como le pongas una mano encima, te mueres.

      Me quedé absorta ante la presencia de ese hombre que no conocía, pero que agradezco que esté aquí.

      Marcus iba a golpearme.

      —¿Quién mierda eres?—le preguntó tomando dos pasos hacia atrás.

      El hombre era más grande que él. Llevaba traje de tres piezas y olía como el infierno de bien. Sentí un respeto solamente de tenerlo de frente. Ignoró la pregunta de Marcus y me vio.

      Sentí pinchazos en el estómago y nerviosa.

      —¿Se encuentra bien?

      Apenas y podía responder. Me quebré negando con la cabeza y mis piernas cobraron vida por sí solas. Solo quería largarme de ahí.

      Marcus me había engañado e intentó golpearme en plena calle.

      Caminé hacia atrás con la mente en blanco, negando lo sucedido, escuché el murmullo de la gente, ni siquiera sabía dónde estaban ahora Marcus y el extraño. Solo veía la punta de mis pies, hasta que el claxon de un coche y el derrape de este hizo eco en mis oídos, seguido de eso, el grito de la gente, cerré mis ojos y esperé lo peor, quería correr pero no podía, estaba en blanco, estaba en trance.

      Un cuerpo grande cubrió el mío y fui disparada fuera de la carretera.

      Mierda.

      El golpe es grande, caí al suelo y todo se volvió negro.

      D O S

      Engel

      Estaba cabreado.

      Odiaba la violencia de género. Odiaba que un hombre se sintiera que tenía los huevos bien grandes como para ponerle una mano encima a una mujer.

      Ese hijo de puta casi desnudo estuvo a punto de tocar a esa chica. Ella lloraba desconsolada.

      Ni siquiera la lluvia había sido un impedimento para que dejase de correr. Los escuché a lo lejos, mientras me bajaba de mi auto cabreado después de recibir esa llamada donde había perdido quinientos millones de dólares por un maldito error de mi gente.

      No había errores en mi imperio.

      Mi abuelo me lo enseñó, no hay negociaciones. No hay errores. Solo aciertos y si la cagas, lo arreglas.

      Ahora estaba tumbado en el suelo. La lluvia ahora era más fuerte. Un auto estuvo a punto de atropellarla, no pude ignorar el hecho de que se encontraba en peligro cuando la vi correr y pasó frente a mí, tampoco cuando me quedé a observarla discutir con el que ahora creo que era su ex.

      Parecía que la había engañado y ella los había descubierto.

      Menudo idiota.

      Y no lo decía porque la chica me pareciera atractiva, las había visto mejores. Pero engañar a tu chica y que te descubran es de novatos o desesperados.

      De todas maneras seguía ahí. Cuando la vi caminar hacia atrás como en una mierda de trance no pude no hacer nada.

      Me comenzó a doler el estómago imaginarme que moriría frente a mis ojos.

      Ya había perdido suficiente en la vida como para perder a una completa extraña frente a mí y que yo no pudiera hacer nada para evitarlo.

      Parecía inocente. Y algo en ella me era familiar. Su mirada, la forma en cómo no me sostuvo la mirada y cómo no dejaba de ver todo a su alrededor por miedo a que la mirasen, bueno, ella ya estaba montando un numerito.

      Imposible no verla.

      Incluso para mí.

      Tenía ese cabello pelirrojo como el atardecer, la piel blanca como porcelana y unos labios grandes y gruesos.

      La chica era realmente hermosa.

      Su cuerpo. Nada mal.

      No me gustaba su ropa, se veía gastada y de mal gusto, pero aunque le pusieras una bolsa de plástico encima me apostaba todo a que se vería igual de atractiva.

      Dije que las había visto mejores, mentira.

      Mi miembro saltó en respuesta a su gemido cuando la salvé de su dolorosa muerte.

      Le había salvado la vida, algo que no había podido hacer en el pasado con quien realmente me importaba de verdad.

      —Saskia—la voz de su ex novio me dio dolor de huevos cuando se acercaba.

      Miré a Verdugo, mi mano derecha y fiel servidor, y le hago señal que solo él entiende.

      Verdugo lo detuvo para que no se acercara, el auto ya estaba cerca, tomé a Saskia, como se llamaba la chica, y la llevé en brazos al interior del auto.

      Mi auto.

      «¿Pero qué mierda haces?» Me dije a mí mismo.

      No lo sé, pero la metí al auto de todas maneras.

      —A mi apartamento—le ordené. Él sabía que no tenía que hacer preguntas. Confiaba en mí y yo confiaba en él, sabía que si estaba cometiendo un error me lo diría. Así que no había dicho nada.

      Saskia debía ir a mi apartamento esa noche.

      Le había quitado la ropa mojada

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