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criminales constantes y expresaban frontalmente la angustia sobre su extinción. Pero no parecía existir entre ellos y su comunidad aquellas condiciones que permitieran abstraer un orden independiente de significantes. Los intelectuales indios tampoco se designaban como representantes. Hablaban siempre de un «nos-otros» y de «nuestros hermanos», y desde esta perspectiva lingüística nos llamaban «vos-otros» a nosotros, o sea, los otros.

      —Para nosotros la tierra no tenía un valor económico. El valor económico se la impusieron los blancos. Troceando, desgajando la tierra, perforándola y parcelándola… Ellos, los blancos, no saben conservar la tierra… —pronunció Beatriz Ahiaba, una india de las sierras de Jujuy y Salta, con una voz tenue y dulcemente rítmica que nadie de los allí presentes podrá olvidar. En el hemiciclo del seminario se sentían las respiraciones entrecortadas por la emoción y el mudo reconocimiento de sus palabras. Había algo profundo en aquella voz femenina que quitaba el aliento. Hablaba de hoy, de la expulsión de sus tierras que todavía tienen que sufrir los indios bajo extenuantes condiciones de violencia y expoliación. En su voz hablaba una conciencia universal que veía la acelerada eliminación de culturas, la devastación de hábitats ecológicos y la concentración de una capacidad destructiva que ella no podía comprender. Era una voz incontemporánea, una voz fuera del tiempo, de ese tiempo gobernado por el espíritu apocalíptico del cristianismo y la razón de la historia de Occidente. Era una voz milenaria. Una voz mitológica. Se sentía la oscura presencia de concepciones cíclicas del cosmos, las que habían organizado las formas de vida a lo largo del continente americano. La conservación de la tierra que reivindicaba tenía por referencia una concepción sagrada del universo y una relación sagrada con la naturaleza. Su quejido era el testimonio de una violencia ininterrumpida desde la llegada de españoles a sus tierras hasta las multinacionales de hoy. Habitaba aquel llanto un dolor que nacía del choque de una concepción mitológica, mimética y mágica de la vida y la naturaleza, con la racionalidad instrumental bajo la que la civilización industrial define y contempla todo lo existente. Recordé a la filosofía de la naturaleza de Hölderlin, y la expresión poética de su dolor por una naturaleza dominada y muerta.

      Las manifestaciones y comentarios de estos intelectuales indios, siempre sucintos y poéticos, resultaban muchas veces hirientes. Se presentaban siempre como lo particular, como una realidad cultural cerrada, como una partícula ínfima y carente de importancia, frente al universal y sempiterno vosotros, que éramos, al fin y al cabo, quienes les escuchábamos. Eran los testimonios vivos de un amenazado orden cósmico, frente la cantinela de los manuales para doctrineros del siglo XVI que también prometían un mañana mejor. El propio Las Casas, o precisamente el gran teólogo de la colonización Las Casas, ya había adulterado esta conciencia al mismo tiempo afirmativa y negativa, al mismo tiempo mitológica y crítica, exaltándola retóricamente como la actitud servil, humilde, dulce y pacífica de sus indios, como si se trataran de súbditos cristianos en estado de naturaleza. La misma retórica la definía ahora el protocolo de aquel encuentro.

      Pero algo poderosamente hiriente habitaba aquel constante lamento. Era una apelación a la particularidad que, al mismo tiempo, no se inclinaba humildemente frente a la representación de lo universal que la ha oprimido, sino que la denunciaba como falsa.

      Jacinto Arias, uno de los líderes indios que parecía estar dotado de un mayor entrenamiento político, pronunció: «Nosotros mismos comenzamos ahora a tomar nuestras responsabilidades». Palabras que llagaban con su cortante luminosidad todas las pretensiones de Occidente de haber llevado una civilización a los habitantes de aquel continente, cuando a cinco siglos de la primera evangelización todavía no habían aprendido, o más bien no habían podido gozar de las condiciones políticas, intelectuales y religiosas que les permitiesen pronunciar un yo junto a un nosotros. «Qué diferente hubiesen sido las cosas en América —añadió— si los indios nos hubiésemos podido desarrollar con libertad, desde el primer día en que llegaron los europeos.» Todos los presentes hubieran debido de recordar las olvidadas reivindicaciones de Inca Garcilaso en nombre de un mutuo descubrimiento y un verdadero diálogo entre las culturas europeas y americanas.

      Entre los extremos de una naturaleza destruida y una identidad escindida, entre un nosotros solidario y miserable, y un vosotros impostor y opresor, aquellas voces indias expusieron una antigua concepción del mundo radicalmente contemporánea, más lírica y más universal que los dobleces de nuestros discursos de derechos humanos, modernidad y progreso. Era una visión de la historia como sucesión de cataclismos, y del progreso como una acumulación de ruinas. Era una memoria de la resistencia contra la destrucción de la vida y las culturas de los pueblos. ¿No era esta visión de la historia como paisaje de ruinas y acumulación de dolor, y del sujeto de la historia como un ángel caído del orden mitológico del progreso, una concepción dominante en el pensamiento filosófico más esclarecedor de nuestra era?

      Esta mirada del indio es privilegiada, aunque tenga que pagarla al precio de la continua destrucción de sus pueblos. Es privilegiada en la misma medida en que contempla la violencia de la moderna civilización industrial desde un real afuera. Es la mirada que reconoce el proceso colonizador y civilizador, lo que se ha llamado aculturación y conquista espiritual, como un ininterrumpido proceso de avasallamiento y exilio. A esta condición de extraterritorialidad, por la cual las culturas oriundas de América han estado sometidas bajo el poder de los misioneros cristianos y los líderes políticos de Occidente, se añade otra circunstancia no menos significativa: nunca tuvieron los indios americanos acceso a las obras más intensas de esa cultura occidental, ya sea en su arte o en su arquitectura, en su filosofía o en la música. Más bien fueron informados, adoctrinados, reformados y convertidos bajo la fuerza de sus remanentes más degradados, que precisamente les llevaron los españoles como fuerza de choque de la violencia civilizadora y brazo armado de su poder espiritual: las gramáticas de los escolásticos y los catecismos de las diferentes órdenes y compañías eclesiásticas. Hoy, en el momento en que estos pueblos originales de América comienzan a tomar un contacto real con los aspectos más diferenciados y sensibles de la cultura intelectual de Occidente, solo es para comprobar que el mismo poder que les ha sumido en un estado de desolación es a su vez presa de él. Y que en el lugar de las culturas destruidas y abandonadas no se ha construido en rigor civilización alguna, sino un sistema desnudo de expolio y violencia.

      El Occidente cristiano nunca podrá reconocerse en esta mirada indígena que pone radicalmente en cuestión su propia identidad mitológica y desmiente sus promesas de redención en el orden sacrificial de la trascendencia o de su secularización en las mitologías del progreso como una farsa, y cerrará siempre sus ojos frente a esta conciencia amerindia que reconoce su nihilismo y su vacío. Por eso también esta cultura occidental no deja de formular alusiones y elusiones que deslegitiman a este «indio» como conciencia de sí. Los llamó hijos del demonio, los confundió con monos, los bautizó con nombres extraños, los convirtió en almas aristotélicas, los redujo a sujetos jurídicos de un volátil derecho universal, y los sigue llamando los «otros» y los «subalternos» o simplemente la «indiada». Ahora, bajo las puertas cerradas de aquel seminario, se reconocía a ese indio como persona jurídica soberana. Pero esta promesa, encendidamente discutida en aquel seminario, y defendida con vehemencia en el breve manifiesto con el que se cerró, ocultaba una amarga ironía. Desde 1512 no han dejado de suceder los consejos y las reuniones teologales, jurídicas y antropológicas en defensa de los derechos del indio. Desde aquella fecha no se ha cesado de reiterar declaraciones en favor de una libertad que solo definía una conversión, mil veces refundida y reformulada, pero siempre y reiteradamente interpretada como la misma sujeción a un principio de identidad exterior y a una palabra vacía. En nombre de esta soberanía individual se les ha negado a las comunidades indígenas de América su condición histórica y cultural, ayer la de fascinantes civilizaciones, y hoy la de colectividades precarias al borde de la extinción, con su memoria rota, el estigma de la derrota como signo de identidad y la miseria por toda condición vital.

      Luis Macas, un intelectual indio procedente del Ecuador, con una larga experiencia personal de desencuentros con el universo cultural blanco y con sus organismos políticos nacionales, formuló, en cinco minutos, lo que resume elocuentemente la así llamada «cuestión indígena». Expuso tres cuestiones. La primera, la debilidad de los Estados latinoamericanos. «Frágiles, jóvenes», creo recordar que dijo. Por supuesto,

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