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amenazados de muerte por la violencia gubernamental y paramilitar, el narcotráfico y el caciquismo, las misiones de reevangelización reformada y la propaganda política del propio gobierno.7 Ya no quise ver más. Regresé sobre mis pasos con un sentimiento de asfixia que los olores picantes de la miseria y la parafina seguían atizando. Por el camino hacia el atrio me tropecé todavía con un último personaje que me había llamado la atención días atrás. Tenía un rostro afable y su expresión era juvenil, no obstante las canas que flanqueaban sus sienes. Hablaba perfectamente el castellano, con un ligero acento caribeño, y expresaba en sus opiniones esta mezcla de valores comprendidos entre la racionalidad puritana y esclarecida de la cultura anglosajona y una tardía familiarización con la sensualidad y plasticidad de las culturas latinas.

      —Alguien sentenció que la religión es el opio del pueblo —comentó aquel periodista estadounidense en un tono entre cínico e ingenuo.

      Al salir de la iglesia ya se veían, aparcados a un lado de la gran explanada, varios autobuses turísticos. El sincretismo religioso y el ritual antropológico-social era también un espectáculo para el entretenimiento de las clases medias nacionales e internacionales. Se habían prohibido las cámaras fotográficas, para disimular la espectacularidad de la fiesta con su carácter irreproducible e irrepetible, y recobrar con ello misteriosamente el simulacro de su aura.

      LA INTERNACIONALIZACIÓN DEL NUEVO MUNDO

      Organizada por la gobernación de San Cristóbal de Chiapas en el marco de un seminario internacional, la visita a la aldea de San Juan de Chamula quería mostrar las ventajas de las que en aquel estado gozaban las comunidades autónomas de los campesinos indios, hasta ayer amenazada por masacres concertadas por el gobierno y la liberalidad magnánima de la Iglesia. La razón obvia de esta prueba de tolerancia es el continuado relato de asesinatos, desapariciones, persecuciones y avasallamientos que en aquella preciosa región se practican con cierta impune regularidad y secreta connivencia administrativa desde ancestrales tiempos. El seminario en cuestión se titulaba Amerindia hacia el Tercer Milenio. Su objetivo no menos pretencioso era una reflexión pública sobre la situación de cuarenta millones de indios a las puertas de lo que a la sazón se prometía en las escenografías mediáticas globales como un New International Order. Estábamos en junio de 1991.

      Ciertamente el tema de la discusión ensanchó su espacio temático. La situación del indio americano se abordó desde su evolución a lo largo de su historia moderna, y bajo el aspecto de las identidades culturales, históricas y políticas de América Latina. Se debatió su presente y su futuro frente a los problemas derivados del desarrollo tecnológico y de la expansión de los medios de comunicación. La destrucción de sistemas ecológicos y ecosociales, y de la redefinición de las estrategias geopolíticas a escala planetaria fueron aspectos asimismo cuestionados en la reunión.

      Había inaugurado la sesión Miguel León-Portilla. Este célebre estudioso de los universos precoloniales de América no tomaba la palabra a título de escritor, ni en calidad del filósofo y poeta que llega a ser en algunos de sus textos de interpretación y restitución de los saberes antiguos de México. Tampoco habló como el historiador de «los vencidos». Ni como antropólogo. Más bien actuaba como embajador y funcionario de la UNESCO. En sus palabras, y al igual que en la de muchos otros especialistas allí congregados, yacía de manera incipiente la exigencia intelectual y ética de una revisión crítica de la historia americana. Hablaba insistentemente de resistencia indígena, de memoria de la represión americana, de la historia de los diversos proyectos de suavización de las condiciones políticas y económicas de las comunidades indias impuestas por el orden colonial primero, y por los poderes de la independencia algo más tarde.

      El discurso de León-Portilla citaba los viejos y persistentes dilemas de la destrucción, la violencia, la explotación y marginación de las culturas históricas americanas. Pero soslayaba, al mismo tiempo, la confrontación con el centro sagrado de la cuestión: el proceso colonizador, la destrucción de la memoria histórica, la cristianización violenta como sistema de eliminación de las formas de vida socialmente definidas, y con ellas, sus medios artísticos y religiosos de expresión. También eludió el antropólogo mexicano el problema de la violencia como factor permanente de la modificación de la conducta del indio, por expresarlo en términos de un cierto behaviorismo social. León-Portilla sorteó con agudeza las circunstancias materiales y culturales que impiden, tanto hoy como ayer, la integración del indio en las modernas sociedades americanas como parte configuradora de sus realidades culturales, y evitó cuidadosamente la candente cuestión de las tierras comunales.

      En su lugar, León-Portilla esgrimió categorías como «matriz milenaria americana» y «cultura originaria» de Amerindia. Principios suntuosos que el embajador exaltó con un entusiasmo que recordaba la retórica milenarista de Vasconcelos sobre una raza matriz y heroica, y de envergadura cósmica, aunque los tonos de que hacía gala el antropólogo fueran mucho más suaves y parecieran más sensatos. Entre otras cosas ya no hablaba este antropólogo en nombre de los vitalismos fundamentalistas de comienzos de siglo. Más bien esgrimía el credo más persuasivo de una estrategia universal de diferenciación regional y regionalista, asimismo fraguada por los nacionalismos europeos que renacían en el panorama militar de la Europa de fin de siglo.

      Al mismo tiempo, el discurso de León-Portilla contemplaba una perspectiva política y pragmática para el dilema antropológico, social y económico del indio americano. En sus argumentaciones trataba de integrar la resistencia indígena en el orden del Estado nacional bajo los floridos colores de un nacionalismo panamericano e indigenista. Identidad

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