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id="ulink_2aa2d5c7-ed4b-50d5-8807-74ce1937e448">El problema de la identidad de la América hispana está indisolublemente ligado al continuado proceso de destrucción de sus culturas, sus lenguas y sus memorias históricas. Es asimismo inseparable del sistema cultural exterior de dominación colonial y sus refundiciones modernizadas, que solo podían y solo pueden asentarse sobre aquella condición negativa: la desintegración de las culturas originales de América y la lenta pero consistente eliminación de sus memorias. Ciertamente, la identidad es también un dilema irresuelto desde la independencia de las naciones iberoamericanas, en la misma medida en que su discurso dejó incuestionadas las raíces históricas de su violencia fundacional.10

      Interesante era, sin embargo, la perspectiva bajo la que León-Portilla exponía su programa simbólico de una identidad indoamericana: no la historia y el discurso de la emancipación colonial, y menos aún la memoria de una resistencia que de hecho comienza el mismo día en que los europeos tomaron posesión de América. Tampoco planteaba lo que constituye la condición lógica de la identidad de lo moderno: la supresión de formas de vida, el vaciamiento de la memoria histórica, y la violencia colonizadora y epistemológica que define este proceso negativo. Su objetivo lo constituía más bien aquel mismo ideal doctrinario de identidad en el que se fundaron los nacionalismos europeos del siglo XIX. Esta identidad europea moderna que se ha sustantivado a espaldas y contra la memoria histórica, contra su propia riqueza espiritual ligada al mundo espiritual islámico, al misticismo hebreo y a los mitos paganos, y al África y las culturas orientales. En fin, el antropólogo mexicano y la conciencia más retrógrada de la ciudad letrada latinoamericana era incapaz de reconocer la constitución de esta identidad moderna como la imposición de un modelo abstracto de pensar y de ser exterior y ajeno a la historia espiritual de América que representan obras como las de Rulfo, Asturias, Roa Bastos, Mario de Andrade o Arguedas.

      Identidad versus memoria. Identidad como simulacro. Identidad como compensación y ocultamiento de un proceso efectivo de racionalización y uniformización de las formas de vida que afectaba también al indio como zona residual del desarrollo capitalista. Inconfesada o inconscientemente se reproducía por boca del famoso antropólogo mexicano el mismo perspectivismo que los misioneros del siglo XVI llevaron al Nuevo Mundo por todo legado espiritual: la conciencia de una crisis de los valores del cristianismo europeo, que iba a sanar sus heridas en la promesa apocalíptica de una conversión de millones de seres humanos.

      La tesis de León-Portilla rezaba: «un mundo en acelerado proceso de globalización». Se refería ciertamente al mundo de la civilización industrial y de las culturas metropolitanas dominantes, y a las estrategias político-económicas definidas a partir de su expansión tecnológica y financiera. Al igual que los misioneros de antaño, el antropólogo elevó aquella situación específica a principio y modelo universales. Frente a esta uniformización, el antropólogo elevaba la antítesis: Amerindia, el elemento arcaico y primordial de una «cultura originaria», la cultura de la América precolombina.

      Esta perspectiva no partía en realidad de una supuesta cuestión indígena, sino de la misma crisis de las culturas históricas europeas tal como ha sido sentida y expresada en su literatura, en las artes y en el pensamiento filosófico desde los mismos comienzos de la cultura metropolitana e industrial, a mediados del siglo XIX. Su real punto de partida es el malestar en las culturas históricas europeas derivado de su propia racionalidad civilizadora, de la ausencia de un verdadero proyecto histórico y de su crisis de identidad. La producción técnica, y con ella los valores de la racionalidad económica, se imponen en la moderna civilización industrial como una segunda naturaleza y como una norma universal de vida. Bajo estas circunstancias, la filosofía europea se había preguntado, desde Nietzsche, Tönnies, Simmel o Spengler, por el significado de la destrucción y decadencia de las formas históricas de vida. La teoría crítica de Horkheimer y Adorno había formulado también este dilema, tras la primera guerra mundial y a raíz de los conflictos que ella despertó entre internacionalismo democrático y nacionalismo fundamentalista y autoritario, como un aspecto central del conflicto entre las democracias europeas y el progreso capitalista.

      A partir de la segunda guerra mundial, el filósofo francés Paul Ricoeur volvió a plantear el asunto: la pérdida del núcleo socialmente integrador de las culturas, aquel que es capaz de dar expresión a su libertad y capacidad de desarrollo, y al mismo tiempo encierra sus potencialidades de adaptación autónoma a las exigencias del tiempo.

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