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oraciones y cantos. El altar mayor, el centro sagrado de la autoridad, había desaparecido. Quedaba solo un vetusto retablo que mostraba carcomidas escenas bíblicas por todo testimonio de la rudeza iconográfica de la propaganda de la fe en tiempos virreinales y posvirreinales.

      Entre la nutrida audiencia podían verse ancianos de miradas hoscas y profundas arrugas, abiertas como surcos de la memoria en un rostro que había perdido la voz. Había también mujeres encorvadas sobre su tronco, cerrando apretadamente los brazos en torno a su regazo, siempre con algún niño a cuestas, como protegiendo con él un último espacio real de salvación en el interior de su propio cuerpo. Ellas me recordaron las expresiones de ternura, angustia y terrenalidad de Käthe Kollwitz, por mencionar una cita de mi propia memoria religiosa europea. Había también jóvenes de noble porte interpretando sus instrumentos con ostensible conciencia de su adquirida importancia social y cultural. En todos ellos se sentía la expresión de una religiosidad profunda que parecía querer restaurar, en medio de aquella miseria, el orden perdido de un cosmos, ya irreconocible, con sus gestos de adoración dirigidos ora hacia la tierra, ora hacia el cielo.

      El escenario en cuestión era impresionante. Todos los sentidos intervenían en su fenómeno acústico, olfativo, táctil y visual. Aquellos ritos, rezos y cantos eran, al fin y al cabo, la expresión auténtica y profunda de una comunidad y una memoria cultural que había resistido a siglos de opresión y persecución cristianas. Eran también el testimonio de una precaria existencia social, de violencia y miseria impuestas, de despotismo caciquil y opresión política. En fin, estábamos presenciando una verdadera obra de arte total.

      La herencia de cinco siglos de destrucción colonial, y de explotación y expolio continuados, era algo que no podía olvidarse fácilmente ante aquel espectáculo de desolación. Pero en el fervor, en la íntima y original religiosidad que permitía sobrevivir a aquella comunidad podía percibirse algo tan emocionante como el renacimiento de un antiguo dios.

      Con todo, la visión no resultaba del todo inusitada. En aquellos rezos de una religión ignota, dirigidos a dioses perdidos y a un cosmos de todos modos irrecuperable, se traducía por lo menos algo del genio apocalíptico que ha invadido algunos de los testimonios artísticos destacados de nuestro tiempo: el expresionismo internacional de los años ochenta; los dramas y los espacios dramáticos de Juan Rulfo con sus fantasmagorías espectrales de seres, sin embargo, de este mundo; el cosmos religioso del cine expresionista de la época de Deus e o diabo na terra do sol de Glauber Rocha, por citar algún ejemplo. En fin, en modo alguno podía decirse que la extraña y fantasmagórica congregación estuviera muy lejos del espíritu de nuestro tiempo, aquel que invade las performances de signo a la vez sagrado y nihilista en nuestras más sofisticadas galerías de arte.

      Se podían leer en aquel recinto religioso ciertas trazas de una situación humana límite, al borde de la supresión de la existencia, determinados matices de una visión catastrófica del cosmos, algo del gesto desesperado por asirse a una memoria cultural mil veces destruida por el proceso de uniformización modernizadora que significaron ayer la conversión cristiana y hoy la conversión político-económica de todos estos pueblos al margen de la historia y sus grandes discursos.

      Yo venía acompañando a una comitiva variopinta de representantes indigenistas, antropólogos, altos funcionarios del gobierno mexicano y de la ONU, un par de mercenarios del Quinto Centenario español, periodistas y algún freier schriftsteller más o menos intruso como era yo mismo. Al llegar a la iglesia algunos de ellos se habían sentado prestos en el suelo, no se sabe si compartiendo solidariamente o avasallando impunemente el espacio sagrado de los otros, pero con ademán de haberlo entendido todo y mejor que nadie, y desde el primer instante. Algunos mostraban una aquiescencia pueril hacia aquellos ritos de tonos sombríos, insensibles de buena fe a los presagios de destinos terribles que al fin y al cabo encerraban. Uno de los miembros de la comitiva, filósofo catalán por más señas, se desabrochó la camisa, se ató una cintilla de mercería en la cabeza y se quitó extasiado los zapatos para sentir en el fondo de su alma mediterránea los ecos ocultos de edades del bronce o los ritos montañeses de los adustos poblados íberos. Una nota de ridículo empañaba acremente su pretenciosa imbecilidad.

      Que una mirada europea pretenda saltar de inmediato a un mundo ajeno, sin tener en cuenta que la distancia y la incomprensión son siempre y a pesar de todo lo que define constitutivamente su mirada, resulta bochornoso. Siempre, claro está, que la tierna mirada no esconda, al mismo tiempo, una intención amenazadora, seguida de la consabida conciencia trágica. Fue y sigue siendo efectivamente amenazadora esta clase de miradas en los gestos y gestas de misioneros y soldados del periodo colonial y poscolonial. Si hoy resulta penosa es porque de alguna manera intuimos que la visión efectiva que la civilización posindustrial ha construido sobre estos márgenes de su logos civilizador es la de una indiferencia académica, que en los países anglo y francoparlantes está mezclada con una inconfundible arrogancia paternalista.

      Traté de dirigir mis pasos a otro lado del recinto de la iglesia y mis confusos pensamientos se concentraron de repente en un solo punto: aquel escenario encerraba, sin lugar a dudas, un cierto momento positivo como resistencia y efectiva ruptura con el poder normativo sobre las conciencias y sus representaciones que la Iglesia católica había protagonizado en América Latina desde los primeros días de la Conquista. Por la pequeña grieta abierta en la arquitectura del poder que había sometido sus conciencias entraba ahora la repentina, pero apagada luz de una memoria oscura y de un remoto pasado. Cita inmensa de una conversión en ruinas, quizá de un proceso colonizador fracasado incluso o precisamente en sus aspectos fundamentales y fundamentantes: su constitución espiritual y teológica. Cita del fracaso de un proceso colonizador que solamente ha precedido en América Latina el hoy manifiesto colapso de su proyecto modernizador. Frente aquel espectáculo ambiguo no había lugar ni para grandes ilusiones, ni pequeñas esperanzas. Eran demasiado violentos los estigmas de la opresión; y resultaba demasiado violenta la decadencia de un pasado sin duda maravilloso, pero definitivamente acabado. No podía imaginar, frente al escenario tosco y acre de aquella iglesia y aquel mercado, las escenas floridas y multicolores de mercados y templos que describía Bernal Díaz en sus crónicas novohispanas. Lo que tenía frente a mis ojos era un auténtico teatro de mestizaje y de sincretismo culturales, de integración maravillosa del pasado y el presente en el marco de una estrategia simbólica de resistencia. Pero era también una situación degradada que afectaba visiblemente a las formas de vida, a las capacidades de expresión artísticas y a las formas de organización comunitaria. Se trataba, en fin, del descarnado espectáculo de un pluralismo simbólico y de diferencias culturales posmodernistamente exaltadas, junto a las persistentes formas autoritarias y destructivas de dominación que han distinguido la historia hispanoamericana, bajo su forma teocrática en el marco de la Conquista y bajo su figura secularizada por la racionalidad capitalista.

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