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rel="nofollow" href="#ulink_774e45b9-605c-5af7-b83f-8e175d4e4913">21 Nathan Wachtel, Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570) (Madrid: Alianza, 1976), 264 y ss.

      EL DESORDEN CIVILIZADOR

      Una reivindicación fundamental cerró aquel seminario: la tierra. Una vieja cuenta sin saldar, pendiente desde los días de la conquista. Pero no una reivindicación territorial. Ni tampoco un principio de hegemonía, como el que les atribuía a los indios el pensamiento humanista cristiano a través de Vitoria o de Suárez. El problema en cuestión era la conservación de un último reducto de tierra desde el cual poder decir sí a la forma de vida de los pueblos de América. Semejante reivindicación no tenía un carácter jurídico ni político estrictamente hablando. Ello hubiera significado cometer el mismo error de abstracción que De Vitoria al reducir la supervivencia de los pueblos y las culturas originales de América al principio universal de un abstracto derecho de gentes heredero de la jurisprudencia imperial romana.

      La cuestión territorial del indio tampoco es una cuestión de «identidad» porque no tiene que ver con representaciones ni signos, ni escrituras públicas. La demanda de tierra comprende más bien la preservación de las formas de su comunidad, su cultura y sus dioses, incluidos los valores relativos a una relación armónica con la naturaleza y a las formas autónomas de producción derivadas de ella. Comprende el uso de la tierra sancionado por la costumbre y la memoria colectiva de una forma de vida, una cultura y una religión que precisamente el proceso misionero de la colonización ha destruido sistemáticamente a lo largo de cinco siglos. La defensa de la tierra es algo más que una reivindicación territorial o jurídica, y mucho más que un derecho de gentes o los human rights. Significa la preservación de una concepción religiosa y económica al mismo tiempo; era la defensa de un cosmos.

      La intención y el significado de aquel seminario internacional se insertaban en una tupida malla institucional y política difícil de desentrañar. Mi crónica más bien trata de señalar rapsódicamente aquellas cuestiones históricas relativas a la colonización y destrucción de los pueblos de América que hoy todavía siguen en pie y que en aquel contexto salieron a relucir con la frescura de los mismos dilemas que preocuparon a las crónicas de resistencia de los siglos XVI y XVII. Pero no es indiferente recordar que su más distinguido representante intelectual, Miguel León-Portilla, trató de escamotear a última hora y a puerta cerrada el problema de la propiedad de la tierra que los líderes amerindios habían reivindicado claramente en aquella reunión. Tampoco es ocioso señalar que las garantías jurídicas e institucionales de la supervivencia de los indios se burlaban, literalmente hablando, a la vuelta de la esquina de aquel congreso, en la que un nutrido grupo de campesinos indios acampaba en huelga de hambre contra invasiones, detenciones ilícitas, torturas y desapariciones en las mismas cárceles del gobernador que había presidido nuestras sesiones.

      Algunos meses más tarde comenzó a discutirse en los mass media mexicanos la necesidad de abolir las tierras comunales. El viejo principio de la revolución mexicana fue liquidado sumariamente en nombre de la racionalidad económica de la explotación industrial de la tierra y de una modernización esgrimida con los mismos recursos retóricos con que ayer se legitimaba la conversión cristiana compulsiva.

      Primera conclusión. El dilema abierto de la conquista española de América, las mismas heridas, los mismos abusos, la misma conciencia crítica, incluso la misma propuesta de un orden social que planteaban Garcilaso y Guamán siguen vigentes el día de hoy. Lo que una vez escribió Humboldt en su cuaderno de viaje en Venezuela podría repetirse hoy: en materia de esclarecimiento y progreso de las formas de vida esta sociedad no ha avanzado desde el día de la Conquista. Sin duda hay en eso algo aterrador. Cinco siglos han pasado y no ha cambiado sustancialmente el discurso del poder hispanoamericano.

      Segunda consecuencia. La conciencia de que el proceso y la lógica de la colonización americana no han sido clausurados. Ni la independencia ni las democracias han significado una sustancial ruptura con respecto de aquella imposición de una culpa y una deuda originarias, y de un dominio arcaico en nombre de su remisión y salvación que se dictaron con el primer Requerimiento colonial. Más bien sucede lo contrario: hoy se perfilan claramente los signos políticos y mediáticos de la reformulación de aquella lógica de la dominación. Eso significa tener que admitir a la vez el fracaso del proceso civilizador de América y el fracaso de su proyecto modernizador.

      Para la conciencia europea América era al mismo tiempo infierno y paraíso, tierra de promisión y lugar de expolio y saqueo, un mundo nuevo, en fin, que había que explorar y explotar, sujetar y someter: un continente vacío. Albergaba riquezas, una naturaleza que compartía al mismo tiempo los signos de lo maravilloso y lo terrible, y unos habitantes concebidos como humanos en estado de naturaleza, bestias míticas de inconcebible fuerza, y maravillosa belleza y sensualidad, y homúnculos y semihumanos. Colón habló de ellos como gentes sin culto. Luego los ensalzó como adamitas en estado de inocencia y felicidad. El papa Alejandro VI definió sumariamente a los habitantes del Nuevo Mundo como entes pasibles de depresión y conversión. No solamente los protagonistas del concepto heroico y medieval de una conquista definida como guerra santa contra gentiles, como De Enciso, Cortés o Sepúlveda, erigieron la representación de las culturas americanas como estado de naturaleza y forma de vida poseída por el demonio. También en las versiones reformadoras y modernas, debidas a la Escuela de Salamanca y a Francisco Suárez, y muy en particular a Bartolomé de las Casas, América aparece como un desierto sin forma ni ley. Las Casas definió explícita y programáticamente a los indios como tabula rasa, anticipando los prejuicios del esclarecimiento científico europeo. Su desafiante concepto de libertad e interioridad, que efectivamente puso en cuestión la brutalidad del proceso de la conquista americana, tenía por contraparte la proyección sobre el indio de un concepto vacío de interioridad cristiana. Esta identidad maravillosa que Las Casas impuso o trató de imponer al indio se fundaba en un discurso teológico y escolástico ostensiblemente ajeno a las costumbres y a la concepción del mundo de las culturas originales de América. Estas se reconocían como almas cristianas y sujetos de derecho a condición de arrancarles su ser cosmológico, comunitario y espiritual.

      Francisco de Vitoria introdujo el revolucionario, o no tan revolucionario, concepto jurídico y ético de derecho internacional de gentes. Su significado no puede menospreciarse, puesto que formalmente garantizaba una relativa integridad de las culturas indígenas. Además, la posición intelectual de Vitoria representó el nacimiento del concepto moderno de derechos humanos. Pero esos derechos partían de un concepto

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