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deducción: Dios concedió el derecho al imperio a Moisés. Así también se lo otorgó Cristo a San Pedro. En virtud de este mismo derecho lo concedía la Iglesia a la corona española. «El imperio reside enteramente en la Iglesia.» Este era también, indirectamente, el principio que arrebataba al habitante de América cualquier derecho sobre sus vidas y sus posesiones, así como de sus formas de vida de gobierno. Solo el cristiano podía constituir un gobierno legítimo.33

      La simple yuxtaposición rapsódica de hitos históricos diferenciados ocultaría la existencia de una narración profunda, de una lógica interior que se pone de manifiesto tan pronto se tiene en cuenta el proceso de dominación que las categorías teológico-políticas del descubrimiento anunciaban. La comprensión filosófica del proceso colonizador de las Américas y de la configuración cultural de América Latina en particular no pueden reducirse a una reconstrucción historiográfica de las etapas de la conquista. Tal periodización es necesaria e importante. Pero solo en la medida en que sus diferencias políticas, sus etapas estratégicas o su evolución teológico-jurídica sean comprendidas, al mismo tiempo, como figuras conceptuales de un mismo discurso, de una racionalidad civilizadora, y de la lógica y teología de la colonización que atraviesan los procesos sociales y existenciales de la conversión, subyugación y subjetivación de pueblos y naciones enteras.

      En una interpretación del descubrimiento y conquista americanos que puede considerarse como estándar —presente en el estudio de Georg Friederici— se distinguen los siguientes periodos de la colonización hispánica:

      Espléndida síntesis. Sin duda, hubo un primer momento pionero de la colonización americana: periodo dorado dominado por la presencia de aventureros resueltos y sin ley. Se lo puede designar como el momento heroico de la conquista. Fue un periodo fundacional del descubrimiento y sujeción de nuevos territorios y sus habitantes. En esta etapa originaria de la historia americana moderna resulta muchas veces difícil distinguir entre el aventurero criminal y el héroe cristiano. Pero también es esa etapa de la expansión europea en América más colorista. Sus signos visibles son la perplejidad, el entusiasmo y el terror ante el mundo radicalmente diferente y radicalmente ignoto que Europa sentía rendido a sus pies, un mundo que se adorna magico-realísticamente con todos los atributos literarios de un epos legendario y mítico. Los diarios de Colón, las cartas de Cortés, la crónica de Díaz del Castillo, los testimonios de viajeros como Vespucci, von Staden o Benzoni, los relatos del naufragio de Núñez Cabeza de Vaca, los grabados de De Bry… recorren indistintamente esos hitos de lo maravilloso, lo terrible y lo ignoto.

      A partir de 1573, la corona española prohibió legalmente la palabra conquista. Su significado fue suplantado sumariamente por el concepto de pacificación, ya antes utilizado por Cortés tan pronto hubo arrasado militarmente los principales centros político-religiosos de la futura Nueva España. El valor teológico-político del nuevo término estratégico de pacificación entrañaba una reformada figura del no reconocimiento de la existencia del indígena americano, marcadamente diferente de aquella a la que obligaba el Requerimiento, es decir, la destrucción y el abandono de los ídolos, la liquidación de sus formas de vida, y la imposición compulsiva del bautizo masivo como condición sacramental de sujeción jurídica y de subjetivación moral. La estrategia y el concepto de pacificación instauraban jurídica y moralmente un orden superior. Presuponían la prerrogativa, por parte del conquistador, de imponer el sistema teológico y político «católico» en el sentido etimológico de la palabra, es decir, universal o global.