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de las drogas o las armas que estaban entregando o recogiendo, o cualquiera que sea la actividad criminal a la que se dirigían, porque ciertamente están en alguna clase de delito como ese. Una posibilidad muy remota, entonces, pero la única que considera que tiene de encontrar a aquellos hombres, especialmente al tipo que pareció iniciar la cosa o que estuvo más involucrado en ella y que fácilmente habría podido terminarla, el de la pistola, y encontrarlos y ponerse a la par y hacer que mueran si puede, por sus manos o las del Estado, y si el Estado no lo hace entonces él irá con una pistola a la corte el último día del juicio para hacerlo personalmente, o con un martillo, o mejor, un pico, y especialmente al tipo ese, es lo único que ahora mismo quiere hacer.

      Pasa días en la interestatal, unas diez horas cada día durante varias semanas, tomando hacia el sur en el gran puente y atravesando su propio estado por ciento treinta kilómetros o más, en la dirección que llevaba aquel día, dando la vuelta en el límite del estado y otra vez al norte rumbo al puente, y así sucesivamente, norte-sur, sur-norte, cada dos horas más o menos o parando a tomar un café o un refrigerio en algún parador de la autopista donde mira en busca de esos tipos en los restaurantes y lugares de comida rápida, adentro y afuera en los estacionamientos por los que maneja buscando la camioneta, y ocasionalmente para cargar combustible y entonces les pregunta a los playeros si han visto últimamente una miniván blanca, Chevy o Ford –aunque, cuando vio las propagandas de las diferentes camionetas, no pudo distinguir una de otra–, no sabe de qué estado es la patente, pero con uno o dos hombres en el interior y con el aspecto que él describe. La mano ya está mejor, por un tiempo tuvo que manejar el volante y los cambios con la derecha, a lo que le costó un poco acostumbrarse, y al principio de la búsqueda su mujer le decía que era comprensible pero un poquito loco esto que hace, arriesgando su salud al dañar su mano todavía más, aumentando las chances de accidente al conducir tanto y durante tantas horas por día y con una mano herida y manteniéndose despierto sobre todo a fuerza de café, abandonando a su familia cuando realmente lo necesitan, acaso perdiendo su empleo y vaciando sus ahorros y simplemente haciendo algo inservible y fútil, porque nunca los encontrará, ni una en un millón de que alguna vez los vea pasar siquiera en sentido opuesto, y si llega a tener esa suerte y los alcanza, probablemente ellos lo maten en el segundo mismo en que lo reconozcan, porque son profesionales en eso, sin ningún remordimiento por lo que hacen, mientras que él es solo un histérico sin experiencia, y sigue diciendo que eso que él hace es loco pero ya no “un poquito” ni “comprensible”, pero él lo sigue haciendo, y cuanto más tiempo lo haga, mayor es la chance de que los encuentre, piensa –si antes no estuvieron en la interestatal, estarán ahora, a menos que desde entonces hayan ido a prisión o los hayan matado por los asuntos en los que están metidos, porque sentirán que ya todo pasó al olvido o casi, y que pueden andar otra vez por la interestatal porque nadie los está buscando realmente–, se toma una licencia semanal tras otra volviendo a decir que está en estado de shock por lo de su hija, hasta que le dicen que vea al psicólogo de la compañía y cuando se niega –una razón, que no les dice, es que eso le quitaría tiempo para su búsqueda, y otra es que no cree que el psicólogo vaya a creerle–, entonces que sea un terapeuta privado, elegido por él, y que deberá enviarles su informe a ellos, y cuando dice que lo único que necesita es descansar y no un doctor, lo despiden.

      Unos meses después de iniciar la búsqueda ve una miniván blanca como la de aquel día, que va por la interestatal en dirección contraria, y como muchas que ha visto y unas pocas que ha seguido porque le pareció ver en ellas a uno o dos de aquellos hombres y aceleró hasta ponerse a la par y vio que estaba equivocado, también en esta le dio la impresión de que iban dos hombres parecidos a los de aquel día, más o menos de la misma edad que ellos y los dos con bigotes y sombreros estilo fedora, y el conductor con lentes de sol oscuros, más parecidos que cualquier par de tipos que haya visto hasta ahora en esa clase de miniván blanca, y atraviesa el cantero de césped en el medio de la autopista, tratando de mantener sus ojos sobre la camioneta blanca mientras espera que termine de pasar un pelotón de autos, corre a ciento treinta kilómetros por hora para alcanzarla y es interceptado por un auto de la policía sin distintivos, y aunque explica por qué está conduciendo tan rápido y le pide al policía que persiga a la camioneta, este le dice: “Tiene que mantenerse dentro de la ley, no importa a quién esté siguiendo, y ese auto ya está muy lejos, si es que su excusa de hecho es confiable”, y le hace una multa bastante elevada.

      Prolonga su búsqueda otro mes más, para entonces su hija y su mujer se han ido a vivir con la familia de ella en Nueva York, y él está tocando fondo con los pequeños ahorros que le pidió que le dejara al irse, cuando ve del otro lado de la interestatal lo que le parece que es la misma camioneta de la última vez, y un solo tipo en su interior con bigote y le parece que con un sombrero estilo fedora, pero sin lentes de sol. Un alambrado separa las dos direcciones, de manera que avanza alrededor de un kilómetro y medio más antes de lograr cruzar por el primer paso vedado al tránsito por entre el cerco, va exactamente a ciento cinco por hora en el carril rápido hasta que divisa una miniván blanca en la distancia y espera que sea la misma que vio más de cinco minutos atrás, acelera, tal vez el tipo conduzca al máximo legal de velocidad para no arriesgarse a ser detenido por la policía si es que es el mismo tipo, se pone detrás de él en uno de los tres carriles centrales y anota la patente con una lapicera y un bloc que ha pegado en el tablero para un caso como este, desde atrás el conductor se parece al de aquel día cuando la camioneta no se detuvo mientras el otro tipo les disparaba, se pone a la par por la izquierda en el carril central contiguo y mira al interior. El mismo conductor, no puede creerlo, está casi seguro de que es él y se esmera en mirar otra vez, está seguro y grita: “Santo cielo, oh Dios mío”, y golpea con su puño el asiento del acompañante y se mantiene a la par y piensa: ¿qué es lo que hará? ¿Seguirlo y luego buscar a la policía para que lo agarren, después de que él vea en qué casa o negocio o lo que sea se ha metido? No. Primero darle un susto del demonio y luego hacer lo que pueda para provocarle al tipo un accidente, pero no uno grave, porque no quiere matarlo ya que es el otro tipo a quien quiere encontrar mucho más intensamente que a este. Y toca la bocina y el conductor sigue mirando hacia adelante, con las ventanillas alzadas, escuchando algún ritmo pesado, parece, porque su cabeza se menea hacia atrás y adelante, y su boca se mueve como si estuviese cantando o haciendo algo con la música, y él toca la bocina una y otra vez y el conductor mira el retrovisor y después, cuando él toca otra vez la bocina, mira hacia su derecha y él asiente, dice: “Así es, sí, yo”, y baja su ventanilla y con la mano le indica al conductor que baje la suya y el conductor alza las cejas con una expresión como de “Eh, ¿qué hay, viejo?”, y él dice en voz alta, para sí mismo: “Dios, si es tan solo aquello que hice ese día, el muy bastardo”, y toca la bocina repetidamente y el conductor parece decir con su expresión: “¿Qué pasa contigo, viejo, te volviste loco con la bocina o qué?”, y a través de la ventanilla él le apunta al conductor con su mano en forma de pistola y el conductor sonríe y le apunta con su mano en forma de pistola por encima del asiento, y luego parece hacer bang-bang con su boca y él dice: “Bang-bang a ti también, maldito bastardo, rata miserable, ¿me oyes?”, y el conductor se ríe pero con una risa fingida y vuelve a mirar la carretera y él toca una y otra vez la bocina, hasta que el conductor lo mira y él se golpea el pecho con el pulgar y dice: “¿Yo? Yo soy el maldito padre de la niña que mataste, ¿te acuerdas de mí?”, y el conductor sonríe y se señala la oreja mientras agita la cabeza y luego mira otra vez la carretera, y él toca repetidamente la bocina y el conductor sigue mirando hacia adelante, aunque cada treinta segundos o algo así echa un vistazo para ver si el auto sigue a su lado, y gradualmente levanta velocidad y cuando van más o menos a setenta por hora él se mete en el carril del conductor y lentamente se acerca a la camioneta lo bastante como para golpear su costado con el costado de su auto, y luego vira a la derecha y endereza justo cuando está a punto de perder el control, y conduce paralelo a la camioneta a unos pocos centímetros de distancia, el conductor se ve alarmado y a través de su ventanilla cerrada parece gritarle mientras agita un puño: “¿Qué te pasa, estás demente, maldito imbécil? Voy a matarte”, y acelera y él lo sigue, pero no logra mantenerse a la par cuando la camioneta casi alcanza los ciento sesenta kilómetros por hora y su auto como mucho puede dar ciento treinta y cinco, de modo que simplemente la observa hasta que la pierde y luego baja a algo más de cien y sigue circulando así durante varios kilómetros, esperando que alguna patrulla

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