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más que una bolsa insignificante que encierra en su interior la mitad de los invisibles cromosomas, más la fuente de energía para sus desplazamientos y algunas enzimas para penetrar al óvulo. En la especie humana, la relación entre los pesos de espermatozoide y óvulo es de 1 a 85.000; por eso —y por otras razones— puede afirmarse, sin meditarlo mucho, que siempre le debemos más a la madre que al padre.

      En aves y reptiles, el óvulo original se convirtió en un huevo de alto costo energético, dotado de todo el material biológico necesario para construir el nuevo organismo, con total independencia de la madre. Los huevos del epiornis, ave gigante de Madagascar, exterminada por el Homo sapiens durante la Edad Media, equivalían, en peso, a 140 huevos de nuestras gallinas, y los del avestruz sobrepasan a veces el kilo y medio. Por contraste, los espermatozoides que llevan a cabo la fecundación de esos gigantes no son visibles a simple vista.

      Durante nuestro pasado evolutivo un solo macho era capaz de inseminar a varias hembras, sin ningún costo biológico importante, prerrogativa que en las granjas se ha hipertrofiado hasta extremos impensables. De Fatal, un famoso toro semental francés de raza holstein, se vendieron en el mundo entero 1,2 millones de “pajillas” o dosis de semen (ochenta dólares valía la dosis “personal” para una vaca). Pues bien, a pesar de haber muerto a finales de 2002, Fatal dejó suficiente material genético para, muchos años después, seguir procreando post mortem (solamente en Colombia se compraron diez mil pajillas); envidiable eficacia reproductiva la de Fatal, capaz de sobrevivir a su propia muerte.

      Entre los mamíferos placentarios, el aporte de las hembras es aún mayor, y mayor es la injusticia biológica: además de cargar con el sostenimiento de un feto parasitario, después tienen que alimentar, transportar, proteger y educar a la cría que resulta. Los machos, por el contrario, siguen cómodamente aportando el barato y minúsculo espermatozoide. Creada esta situación asimétrica, la evolución, mecanismo oportunista por su propio diseño, no tardó en aprovechar las oportunidades: con el fin de aumentar las probabilidades de fecundación del óvulo, los machos terminaron aumentando generosamente la producción de espermatozoides, hasta alcanzar una proporción de varios millones de ellos por cada óvulo o huevo de las hembras. En la especie humana, una hembra normal puede llegar a producir unos cuatrocientos óvulos maduros en toda su vida, contra unos trescientos millones de espermatozoides por cada eyaculación del hombre.

      En el comercio sexual resultante de la asimetría de aportes reproductivos, de momento la suerte pareció estar del lado masculino, pero en la naturaleza no hay nada gratuito: por ser tan barata la reproducción para los machos, de inmediato se elevó la oferta masculina. Así, la hembra se convirtió en “artículo de lujo” y se desencadenó entre los machos la lucha despiadada por el acceso a la pareja, situación que hace que solo los mejores, en sentido biológico, logren dejar descendencia. El dimorfismo sexual se ve reforzado por esta exigente selección masculina y por la no menos exigente de las hembras, que desarrollan, por coevolución, mecanismos para seleccionar las parejas más “atractivas”, lo que permite conjeturar que los residuos arcaicos y dimórficos del hombre moderno, como la barba, la abundancia de vellos y un mayor volumen corporal, son el eco que nos llega ahora de esas remotas épocas.

      La notable asimetría de aportes reproductivos exige cambios evolutivos, también notables, en las estrategias sexuales óptimas. Para los machos, la mejor política es buscar el mayor número de apareamientos con el mayor número de hembras (en la reproducción masculina —observa Steven Pinker—, mucho nunca es suficiente); para las hembras, la política óptima es la hipergamia, esto es, seleccionar la pareja de mayor calidad, los “mejores” genes. Para el macho, cantidad; para la hembra, calidad: y para ambos, variedad. El resultado combinado de las estrategias reproductivas óptimas es que algunos machos triunfan y muchos pierden, al tiempo que casi todas las hembras ganan.

      Pero eso no es todo. Si algunas características visibles, como simetría o plumaje brillante, indican de manera indirecta la posesión de “buenos genes”, las hembras harán “buen negocio” evolutivo eligiendo dichos rasgos. Queda así todo listo para sacarles más ventajas a las aventuras amorosas: las hembras pueden beneficiarse si eligen como parejas sexuales a los portadores de características que sean preferidas por otras hembras, lo que les asegurará cierto éxito reproductivo a sus descendientes directos. Porque el éxito engendra más éxito.

      Por lo general, al macho le rentan beneficios genéticos ser agresivo con sus compañeros del mismo sexo cuando de elegir pareja se trata, y no detenerse en exclusividades sexuales; a la hembra, que aporta el recurso costoso, le conviene tener su descendencia solo con aquellos machos que le aseguren buena calidad biológica y se muestren capaces de responder por la supervivencia de la prole. Además, le resulta conveniente concentrar la actividad sexual o estro en periodos cortos, repartidos cíclicamente a lo largo del año, de acuerdo con las épocas de mayor abundancia de alimentos. El macho, en cambio, puede darse el lujo de permanecer activo sexualmente durante casi todo el año, siempre listo, sin importar demasiado con quién se aparea (es donante universal). Y para los dos sexos es, por lo regular, ventajosa la poligamia, como búsqueda de nuevas combinaciones genéticas. La historia universal del adulterio en todas las culturas estudiadas confirma la existencia en nuestra especie de un residuo zoológico poligámico, en perfecta concordancia con lo esperado desde la perspectiva evolutiva.

      En cuanto a las diferencias entre los organismos que se han de mezclar, no es conveniente “ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre”, como dice el dicho. Existe un problema con el apareamiento entre una pareja de la localidad y un extraño, y es que se puede romper cierto acople de genes que han convivido muy cerca, y que corresponden a adaptaciones locales que no posee el extranjero (quizás este problema haya incidido en la aparición, o el refuerzo, del racismo). Tooby y Cosmides argumentan que las diferencias entre las personas —o entre los individuos de una misma especie— deben ser menores y cuantitativas; no son permitidas diferencias cualitativas apreciables; la razón es la reproducción sexual. Imaginemos —proponen Tooby y Cosmides— que dos personas fueran “construidas” con diferencias fundamentales en sus diseños: diferencias esenciales en los pulmones o en los circuitos neuronales, por ejemplo. Al ser máquinas complejas, requerimos partes que se ensamblen con precisión milimétrica. Si dos personas tuvieran realmente diseños esencialmente diferentes, sus descendientes heredarían una mezcla de fragmentos imposibles de casar, fragmentos derivados del programa genético particular de cada miembro de la pareja. Algo así como si quisiéramos ensamblar un automóvil tomando partes de un Mazda y un Chevrolet.

      Selección sexual

      El sicólogo Geoffrey Miller (2001) hace un repaso concienzudo de un variado número de características humanas que deben haber aparecido por selección sexual, pues o bien no mejoran la adaptación del individuo o, peor aún, algunas desmejoran las características del portador. Algunas pueden haber aparecido porque reflejan indirectamente las buenas condiciones físicas del portador, como puede ser el caso de los adornos sobrecargados de los machos de algunas aves, especie de propaganda masculina que le indica a la hembra que el portador es un individuo sano, joven, vital, libre de taras y parásitos. Se los llama “indicadores de adaptación”. Otras pueden ser puro bluff, ostentación vana, falsificaciones que funcionan como si fueran auténticas.

      Para que esas vitrinas de exhibición de atributos físicos funcionen como agentes de evolución, es indispensable que las parejas desarrollen conjuntamente la capacidad de juzgar con buen tino los indicadores. Al macho le conviene simular que posee una alta eficacia biológica; a la hembra, detectar a los simuladores. En el competido mercado de parejas, para el macho es ventajoso hacer publicidad acerca de lo “bueno” que es, así no lo sea; de hacer atractivo el producto, aunque a veces sea de mala calidad; mientras que a la hembra le conviene detectar los posibles engaños publicitarios. Por eso la selección natural crea buenos vendedores de imagen entre los machos, y desarrolla el escepticismo y la discriminación entre las hembras.

      Si una característica ha evolucionado por medio de la selección sexual como indicador de adaptación, debe mostrar grandes diferencias entre individuos, pues ha aparecido específicamente para discriminar a favor de los poseedores, a expensas de los rivales sexuales. Asimismo, para que los indicadores de adaptación sean confiables —dice Miller—, deben ser derrochadores, no eficientes.

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