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      Figura 3.2 Steven Pinker, perspicaz estudioso de los universales humanos

      Asimismo, puede conjeturarse que la forma bulbosa y la textura esponjosa del glande podrían tener otra función: aumentar la velocidad de salida del semen y con ello “tirar el chorro más alto” que los competidores. Ocurre que, en los momentos de mayor penetración durante los movimientos copulatorios, el glande se apoya contra el extremo superior de la vagina, se comprime y hace que la uretra se cierre un poco, lo que se traduce en una mayor presión de salida del semen. Es lo mismo que sucede cuando apretamos con los dedos el extremo de una manguera con el fin de lanzar el chorro de agua a mayor distancia.

      Los machos, con el fin de aumentar su eficacia reproductiva, tienen tres alternativas inmediatas: alargar el tiempo de copulación, copular con frecuencia o vigilar celosamente la pareja y así impedir que otros machos copulen con ella. Quizá por eso el apareo de los perros es exageradamente largo, para darles tiempo a los espermatozoides de llegar al óvulo, antes de que los competidores tengan su oportunidad de hacerlo.

      Se sabe que en especies en que predomina la vigilancia del macho sobre su pareja, el tamaño de los testículos es menor, pero cuando la copulación frecuente es la estrategia preferida, los testículos son más grandes y los machos exhiben mayor agresividad. De aquí se deduce que el tamaño grande de los testículos esté asociado a competencia espermática, debido a que o bien la hembra copula con otros machos, o el macho copula con muchas hembras. Por eso alguien se atrevió a conjeturar que el tamaño de los testículos de una especie lleva la impronta de las aventuras sexuales de las hembras a través de los milenios. Meredith Small (1991) enuncia esta ley de compensación: mientras más posibilidades de infidelidad tenga la hembra, mayor cantidad de esperma produce el macho. Y de la existencia de la competencia espermática se infiere que la especie no es monogámica, o que su pasado evolutivo fue el de una especie poligámica, pues si una hembra se apareara solo con un macho, la lucha espermática no tendría ningún sentido.

      Se sabe que una sola eyaculación del macaco puede contener miles de millones de espermatozoides, y que sus testículos son relativamente grandes. También se sabe que los macacos viven en grandes grupos y en medio de una enconada lucha sexual. Los gorilas de espalda plateada se distinguen entre los primates por poseer testículos muy pequeños en comparación con su voluminoso cuerpo. Por contraste, los chimpancés, mucho menos vigorosos que sus primos hermanos, poseen testículos que, en relación con el peso corporal, son dieciséis veces más grandes. Cuando la hembra del chimpancé está ovulando, puede llegar a copular hasta cincuenta veces al día con una docena de machos diferentes (Miller, 2001). En respuesta, los machos han evolucionado hasta llegar a poseer testículos de 64 gramos de peso, pero sus penes son muy pequeños. En este sentido, los humanos caemos en un punto intermedio entre nuestros dos parientes primates más cercanos. Somos un término medio entre el dominante gorila, dueño de un harén poco disputado, y el chimpancé, especie en que las hembras son mucho más promiscuas.

      Se ha sugerido que los apareamientos múltiples con el mismo macho es una estrategia femenina para disminuir la capacidad espermática de sus parejas y, así, al monopolizar los apareamientos, lograr que el macho se dedique a las crías, porque el semen es abundante, pero no infinito. Con ese mismo fin pudo aparecer la “sincronía menstrual”, un fenómeno muy conocido y no explicado aún. Cuando varias mujeres conviven, sus ciclos menstruales tienden a sincronizarse. Entre las jovencitas que estudian y ocupan dormitorios comunitarios, al comenzar el año, sus ciclos menstruales están distribuidos al azar, pero al llegar a los alrededores de junio, la mayoría ya se ha sincronizado. Al ovular en sincronía, la mujer está revelando —se conjetura— una respuesta adaptativa antigua, la poligamia, pues la sincronía reduce las posibilidades de que un solo macho las fecunde a todas. El resultado es variabilidad genética. Y sabemos lo importante que es poner los huevos en distintas canastas.

      Para redondear la historia de la guerra espermática, debe añadirse que el hombre también se distingue de sus compañeros mamíferos por el tamaño de la próstata, glándula encargada de producir el líquido que actúa como lubricante y elemento del transporte de los espermatozoides. Aceite dos en uno. Se sabe que la próstata de un hombre joven supera en tamaño a la del toro, y solo es superado por el perro. Es una ventaja biológica, pero debemos pagar un precio muy alto por mejorar la lubricación: nos referimos al cáncer de próstata, cuya probabilidad se ve incrementada por el funcionamiento continuo de la glándula, lo mismo que le ocurre al perro, único mamífero que muestra una alta correlación entre cáncer de próstata y edad. La guerra espermática nos ha conducido a un destino fatal, pues más del 50% de los varones que llegan a los ochenta años padecen la enfermedad. Al tratarse de un sino tardío, cuando ya se ha superado la mejor época reproductiva, la selección natural queda fuera de acción.

      Figura 4.0 El filósofo inglés Bertrand Russell mantuvo activo y joven su pensamiento hasta un poco más de los 90 años de edad

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      Cómo nos llega la muerte

      Ayer, una gota de semen; mañana, un puñado de cenizas

      Marco Aurelio

      La vejez es una enfermedad incurable

      Séneca

      Un paso elástico es parte de la alegría de la juventud; su pérdida,

      una de las primeras enfermedades de la edad

      D’Arcy Thompson

      Los primeros seres unicelulares, asexuales, se reproducían por división binaria simple, de lo cual resultaban dos organismos que, salvo por las escasas mutaciones, eran réplicas exactas de la célula original. Desaparecía el padre o la madre, y eran remplazados por dos hijos saludables y jóvenes. La muerte natural no se conocía en esa época primitiva, pero tampoco la vejez. Cada división ponía en cero el calendario de la edad, por lo que esa clase de vida unicelular era, en potencia, eterna. No podían existir padres ni hijos, pues la vida volvía a comenzar, sin disolverse, en el mismo punto cada vez, porque tampoco podía haber envejecimiento y, obviamente, la palabra “muerte” no se hallaba aún en el diccionario.

      La aparición de organismos multicelulares fue un paso crucial y definitivo en el ascenso hacia el hombre. En los organismos compuestos, ciertos conjuntos de células conforman órganos bien definidos que desempeñan, con alta eficiencia y cierta autonomía, funciones especializadas. La multicelularidad representa un progreso de la vida, aunque tiene un doloroso “pero”: el deterioro funcional, es decir, la enfermedad y el envejecimiento, porque al aumentar el número de piezas u órganos de un individuo las posibilidades de falla por accidente crecen de manera multiplicativa, como ocurre en las máquinas construidas por el hombre.

      Límites de la vida

      A la evolución se le presentó, entonces, la alternativa de escoger entre prolongar la vida de cada organismo, reparando permanente y cuidadosamente los deterioros causados por la vida misma, o crear dentro del genoma un programa de muerte encargado de eliminar los cuerpos viejos, desgastados y poco económicos, con el fin de liberar recursos y espacio vital para los jóvenes, continuadores de las líneas familiares. El adn perdido con la muerte quedaría recompensado con el de los descendientes, que podrían desarrollar, en un nicho más descongestionado y libre, su potencial pleno de organismos jóvenes, más eficientes y con mayor capacidad reproductiva que sus antepasados directos. Michel de Montaigne ya lo sabía: “Tu muerte forma parte del orden del universo, es parte de la vida del mundo, es la condición de tu creación… Deja lugar para otros, como otros lo dejan para ti”.

      Lo que sabemos hoy sobre el particular indica que la evolución eligió este último camino y, así, nos convirtió en seres transitorios y desechables. Ni más ni menos, y aunque nos duela. Leonard Hayflick (1968), microbiólogo de la Universidad de Stanford, cultivó células de tejido conjuntivo humano y observó que estas realizaban un máximo de cincuenta divisiones —“límite de Hayflick”—, al cabo de las cuales morían. Cuando insertaba el adn de células jóvenes en el núcleo de células viejas, estas parecían rejuvenecer al instante y comenzaban su ciclo original

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