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y la hembra dispone. Después de superada esa primera fase, comienza la verdadera lucha, la competencia espermática, invisible para nuestros ojos, pero no para el ojo atento de los investigadores. Los debiluchos espermatozoides encuentran, para comenzar su recorrido en pos del óvulo, un medio hostil: una vagina con un bajo pH, o alto grado de acidez, rasgo que cumple el papel de proteger el recinto sagrado de microorganismos patógenos, pero que, además, parece haber sido diseñado ad hoc para poner a prueba la resistencia y calidad de los pequeños y agitados transportadores de la herencia masculina (la multifuncionalidad, tan común en los diseños de natura). Superado este primer filtro, y diezmado el ejército de microsoldados, los espermatozoides se encuentran con el moco cervical, rico en anticuerpos diseñados para actuar contra el esperma. A unos espermatozoides los paralizan; a otros, los destruyen. El número de bajas sigue en aumento.

      Pero la evolución crea, a la par de las estrategias, sus correspondientes contraestrategias; se trata de una carrera armamentista que termina por perfeccionar los mecanismos hasta llegar a resultados que nos dejan atónitos. En este caso, la defensa de los espermatozoides, como la mayoría de las defensas de los débiles, consiste en aumentar el número de combatientes, hasta llegar a sumar millones. Por eso un hombre cuyo conteo de espermatozoides sea apenas del orden de cincuenta millones por eyaculación puede considerarse estéril.

      Superadas las dos primeras pruebas de fuego, los espermatozoides sobrevivientes deben adentrase en el campo enemigo y enfrentar la travesía que los llevará al óvulo. Debemos reconocer que la anatomía del tracto reproductivo femenino no está diseñada para débiles, pues este es bien tortuoso, con los óvulos situados en sitios casi inaccesibles, solo alcanzables después de una jornada heróica y extenuante, a contracorriente, de difícil navegación para los pequeñines. Para teminar el calvario, los poquísimos sobrevivientes —miles— se enfrentarán con el último problema: perforar la membrana del óvulo, para lo cual deben contar con enzimas apropiadas y compatibles, que no todos poseen. De ahí que algunas combinaciones de machos y hembras sean incompatibles, por lo que la fecundación se hace imposible: esterilidad cruzada.

      Las dificultades, como en los buenos libretos cinematográficos, continúan hasta llegar a extremos impensables. Se sabe que hasta un tercio del líquido seminal depositado en la vagina se escurre al cabo de unos pocos minutos después del coito. Asimismo, el semen también es descargado con fuerza cuando la hembra orina, de tal modo que cerca del 12% de las veces la pérdida de semen es casi total. Y todavía hay más bajas para lamentar: se conjetura que las contracciones que acompañan el orgasmo sirven para expulsar el semen.

      ¿Cómo se defienden los machos de las barreras que ofrecen las esquivas hembras? Pues bien, lo primero es aumentar el pie de fuerza, lo que explica el número astronómico de espermatozoides que se arrojan en cada eyaculación, cuando unos pocos bastarían si la hembra fuera “más considerada”. Y de esa millonada, una parte sustancial, cerca del 30%, son en apariencia defectuosos. En un tiempo se creyó que se trataba de una patología, pero no, es una estrategia para enfrentar la competencia espermática, que además sirve para apoyar la teoría defendida. Se sabe que en el ejército de espermatozoides los hay de todas las formas: bicéfalos, con el cuerpo retorcido, con doble cola, con cola helicoidal o deformes por completo. Los investigadores ingleses Robin Baker y Mark Bells (Barash y Lipton, 2001) argumentan que el esperma puede concebirse como un gran órgano, como lo son el hígado y los riñones, o, mejor aún, como el sistema inmunitario. Al igual que este último, el esperma está compuesto de células especializadas que trabajan en equipo para realizar dos tareas comunes: fecundar el óvulo y no permitir que los espermatozoides de otros machos logren ese fin. Las victorias de los espermatozoides son pírricas, pero, aunque solo quede un sobreviviente, la victoria total está asegurada. Basta un soldado victorioso. Parece que el primer propósito del atravesado diseño no es fecundar, sino impedir que otros lo hagan.

      Como los buenos egoístas y rencorosos, aunque uno no gane, lo importante es que el otro pierda. Maquiavelo lo manifiesta con crueldad y sabiduría: el progreso suele derivar del mal ajeno. No producimos sustancias coagulantes que funcionan a manera de tapones copulatorios, como lo hacen algunos insectos, ni alargamos exageradamente el coito, como hacen los perros, pero el esperma de un hombre interfiere con el de los competidores sexuales. Un esperma maquiavélico representa una gran ventaja evolutiva. Se ha encontrado que cuando alguien copula con una extraña, el número de espermatozoides en la eyaculación es mucho más alto de lo normal, con el fin de ahogar aquellos aportados por las posibles parejas que lo antecedieron unas horas antes. Pero si la pareja es estable no hay necesidad de tal derroche (esto sería un gasto inoficioso) y el nivel se reduce a un mínimo. Lo que cuenta desde la perspectiva biológica, como ya se mencionó, no es correr con extrema rapidez, sino correr más rápidamente que los otros. Es lo mismo que ocurre cuando nos persigue un predador: no se requiere ser más rápido que este… basta ser un poco más rápido que el compañero. Algunos estudios (Miller, 2001) han corroborado un fenómeno de prevención contra la infidelidad: cuando una mujer regresa de un largo viaje, por las dudas, su compañero produce una eyaculación más abundante que la normal. Un conjetura sensata y precavida.

      La forma como se lleva a cabo la eyaculación sugiere que hay estrategias creadas por el proceso evolutivo para participar con éxito en la competencia espermática. La eyaculación humana ocurre en una serie de tres a nueve pulsos o chorros, muy cercanos en el tiempo. Al tomar muestras de estos chorros, se observa que los compuestos químicos presentes en la primera mitad de la eyaculación sirven de protección contra los químicos de la segunda mitad y, también, posiblemente contra los químicos depositados en la parte final de la eyaculación de un macho que se anticipó. El chorro final o retaguardia contiene una sustancia espermicida y pegajosa, destinada a combatir el semen del macho que copule enseguida. Los investigadores sugieren que el exceso de esperma, al secarse, sirve para interferir y bloquear el semen de los machos que copulen enseguida. Pero todavía hay más: se ha encontrado que los espermatozoides defectuosos entrelazan sus colas y forman una barrera viva que impide el paso fácil a los espermatozoides de los otros machos.

      Otra contraestrategia desarrollada por la evolución masculina es el aumento del tamaño del pene. Por un tiempo fue una curiosidad el hecho de que el pene humano fuera el más largo entre todos los primates. Y en grosor también vamos adelante en el mundo primate, con cerca de unos dos y medio centímetros de ventaja, mientras que en otros primates el grosor del pene es apenas comparable al de un lápiz. El pene erecto de un gorila, el mayor primate del mundo, mide tan solo tres centímetros, mientras que el de un orangután apenas supera al de su primo por un centímetro. En ambas especies animales las hembras han suprimido la hinchazón de la zona genital, inútil pues la hembra no puede atraer a otro macho que no sea el gran jefe del harén.

      Hoy se cree que la longitud del pene es una característica adaptativa cuando hay competencia entre machos, pues el mayor tamaño hace que el esperma sea depositado más cerca de su meta, con menos barreras por delante. Asimismo, la eterna obsesión masculina por el tamaño del pene sugiere que debe guardar alguna relación subconsciente con la eficacia reproductiva. Steve Jones (2000) advierte con sensatez que esto debió ocurrir antes del invento de los pantalones. El enfoque biológico permite sospechar que la “envidia del pene” es un hecho real, pero lo siente el hombre, no la mujer, con mucha pena con el señor Sigmund Freud.

      En más de un animal, el pene no es únicamente un tubo para introducir el esperma, sino una elaborada herramienta que sirve también para remover el semen de cualquier macho que se anticipe en el coito. Algunos tiburones machos poseen un pene bien peculiar, dotado de dos conductos, como las escopetas de doble cañón. Con uno le lanzan a la hembra un chorro de agua de mar a gran presión con el fin de desembarazarse de cualquier residuo de semen de machos rivales; con el otro introduce el esperma. Se especula, también, que el extremo distal del pene ha sido esculpido por la selección natural, con una función que puede inferirse de su arquitectura y su accionar. En efecto, el movimiento a manera de pistón durante el coito, ayudado por la forma bulbosa del glande, crea un efecto de bomba de succión —como el del artefacto usado por los plomeros para destapar conductos obstruidos—, con el fin de remover cualquier resto de semen coagulado perteneciente a los competidores sexuales (aporte de Pinker, el perspicaz, 1997). La figura 3.2 muestra a este estudioso de los universales humanos. La multitud de citas suyas que aparecen en este libro

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