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ateos radicales y creyentes fanáticos, personas sin dedos y otros con dedos supernumerarios; personas con su provisión normal de treinta y dos dientes y otras, o aun grupos étnicos enteros, como los mongoles, con solo veintiocho (generalmente no aparecen las cordales); razas, como las nórdicas de Europa, con alta tolerancia a la ingestión de la leche, o baja tolerancia a ella (como es el caso de la mayoría de los chinos), o prácticamente nula tolerancia (como ocurre con los esquimales y polinesios).

      Casi todos los rasgos humanos importantes muestran una variabilidad que se deja representar muy bien por la “distribución normal” o “campana de Gauss” (figura 1.1). El área de la curva —en porcentaje—, comprendida entre menos una desviación estándar y más una desviación, es de 68,3%, y corresponde a lo que llamamos “normal”. El área de las dos colas situadas por fuera de tres desviaciones, esto es, el porcentaje de casos extremos, los muy raros, es de solo el 0,3% de la población. En un rango cualquiera, alejarse de la media una desviación estándar se considera una desviación “grande”; dos desviaciones, “muy grande”, y tres, “enorme”.

      Figura 1.1 La distribución normal o campana de Gauss

      La mayoría de los humanos, los llamados “normales”, los hombres sin atributos notables, los del montón, hacemos bulto en la parte central; otros, muy pocos (menos del 0,3%), los santos y los demonios, en las dos colas. Cuando, por ejemplo, la moralidad de un individuo cae en el extremo “malo”, sus pecados, hipertrofiados, ya no son adaptativos ni atractivos. Y no solo son perjudiciales para el grupo, sino también para el propio individuo, por lo que la selección natural tiende a eliminar su mala semilla.

      Figura 2.0 Charles Darwin, padre de la teoría de la evolución

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      La evolución

      Hasta este momento, la teoría de Darwin es la única que puede dar,

      en términos formales, una explicación a la ilusión de diseño

      Steven Pinker

      El hombre es un microbio venido a más

      Anónimo

      La “evolución de las especies”, de acuerdo con la mayoría de los biólogos, es el proceso por medio del cual algunos genes se tornan más numerosos, a expensas de otros que disminuyen en número en el acervo genético de una población. Para Konrad Lorenz, la evolución de los organismos vivos no es más que la adquisición y el almacenamiento de información sobre el medio; en otros términos, es un aumento del contenido de información. Es así como el feto, todavía en el vientre de la madre, lleva incorporados en sus estructuras conocimientos valiosísimos sobre el medio en que habrá de desempeñarse. El pico del colibrí está diseñado exactamente, desde antes de salir del cascarón, para la clase

      de flores que lo alimentarán, y el casco del caballo —dice Lorenz— presupone la forma de la estepa sin haberla pisado todavía.

      El término “evolución” está asociado con progreso y perfeccionamiento, con aumento de complejidad organizativa y también con adaptación, porque, al evolucionar, por lo regular van apareciendo naturalmente algunas características, como mayor eficiencia en la ejecución de las tareas que le son propias al individuo, mejor ajuste con el medio externo, mayor demanda de energía, más autonomía y control sobre el entorno, y mayor economía y perfección en el diseño.

      Figura 2.1 Alfred Russel Wallace, coautor, con Charles Darwin, de la teoría de la evolución

      La esencia de la teoría de la evolución de las especies planteada por Charles Darwin, y de forma independiente y casi simultánea por Alfred Russel Wallace (figura 2.1), sigue aún vigente. El proceso evolutivo resulta de la contraposición de dos mecanismos: uno creador de variaciones hereditarias, aportadas por la misma naturaleza, y el otro proporcionado por el medio o nicho ecológico, encargado de efectuar la selección. En principio, el modelo es muy sencillo, tanto que resulta paradójico para más de uno, pues en unas pocas líneas es capaz de explicar la complejidad de la vida, la complejidad de más alto rango conocida en este planeta. Más aun, es el único mecanismo conocido por el hombre capaz de generar complejidad de manera espontánea, hasta el punto de crearnos la ilusión de que detrás de todo hay un diseñador inteligente.

      Modelo darwiniano

      Una manera fácil de comprender la esencia de la evolución es observar lo que ocurre en una granja —como lo hizo Darwin para inspirarse— y presenciar en carne viva el proceso por medio del cual el hombre ha conseguido, en apenas ciento cuarenta siglos, modificar sensiblemente y para su beneficio un amplio conjunto de especies animales y vegetales. Los éxitos de este procedimiento, conocido como “selección artificial”, han sido numerosos y trascendentales en la evolución de la cultura humana. A partir del lobo, en solo catorce mil años de domesticación, el hombre ha obtenido la amplia variedad de razas de perros que ahora conocemos. Una vaca holstein es una máquina de producir leche, a tal punto que muchas de ellas superan la asombrosa marca de ochenta litros por día.

      La evolución se lleva a cabo por medio de la máquina evolutiva darwiniana, compuesta por los dos mismos mecanismos que utiliza el granjero para mejorar sus especies: variación y selección; el primero suma, el segundo resta. Permanentemente están apareciendo individuos portadores de novedades hereditarias, que pueden ser anatómicas, fisiológicas o sicológicas, y cuyo principal agente causal son las variaciones en el material genético. Aquellos conjuntos genéticos que mejoren la eficacia reproductiva de los individuos en el nicho ocupado por la especie, en caso de mantenerse estable, tenderán a propagarse en la población, en detrimento de las otras alternativas, competencia llamada “selección natural”. Perdurar en el mundo es una lotería: la mayor eficacia reproductiva equivale a jugar con más boletas. El material genético de los ganadores y las características que determina se difunden por la población y terminan formando parte de los rasgos de la especie. Según el bioquímico Steve Jones (1998), “[l]a evolución es un examen con dos temas; debemos pasar ambos para tener éxito. El primero es estar vivos hasta tener una oportunidad de reproducirnos. En el segundo, la calificación depende del número de descendientes”. Aquel que no llegue a la adultez o no deje descendencia pierde el año evolutivo.

      Darwin conjeturaba que si en una población aparecía por azar un individuo mejor adaptado que sus compañeros al medio ocupado en ese momento, tendía a dejar más descendientes que ellos. Por eso, en el modelo clásico se hablaba de “coeficiente de adaptación” (fitness, en inglés), como una manera de medir la capacidad de supervivencia del progenitor y sus herederos, lo que debía traducirse a la larga en una mayor descendencia.

      Más de uno de quienes estudian por primera vez el modelo darwiniano se ven confundidos por el concepto de “adaptación”, pues casi con seguridad han observado en los seres vivos una profusión de características no adaptativas. El mismo Darwin, después de publicar El origen de las especies, se dio cuenta de la deficiencia del modelo, y eso lo obligó a modificarlo introduciendo lo que llamó “selección sexual”, complemento indispensable a su coeficiente de adaptación. Darwin pensaba que si un animal, gracias a su plumaje atractivo o a su mayor tamaño y fortaleza, podía vencer a los competidores sexuales, la desventaja de una mayor vulnerabilidad, si la hubiere, se vería recompensada por una mayor tasa reproductiva.

      Dimorfismo sexual

      Cuando se privilegia la capacidad reproductiva, la selección natural se convierte en selección sexual; que haya sido de común ocurrencia en la evolución de los mamíferos lo atestiguan el mayor tamaño y la profusión de adornos en los machos de varias especies: el mayor tamaño, aunque en ciertas condiciones represente una desadaptación, sirve para tener acceso a más parejas sexuales; los adornos, para resultar más atractivo. Esta asimetría morfológica se conoce con el nombre de “dimorfismo sexual”. Los leones son más robustos

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