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fresco y reciente, con escasos doscientos mil años de antigüedad, o dos mil siglos, lo que representa unas diez mil generaciones. Hace apenas un instante, catorce mil años a lo sumo, comenzó a domesticar algunos de los animales que se hallaban en su entorno, y descubrió la agricultura, momento privilegiado a partir del cual se siguieron en rápida sucesión los demás avances culturales importantes. Porque la cultura evoluciona de manera lamarckiana, esto es, transmitiendo a las generaciones futuras el acumulado de todos los hallazgos realizados en cada generación. De allí su fantástica velocidad, su crecimiento explosivo, mientras que la evolución somática y síquica continúa al lento paso darwiniano.

      El hombre de hoy sigue siendo, desde la perspectiva genética, casi igual a su hermano de hace dos mil siglos, porque la evolución biológica transcurre sin afanes, pues sus segundos se miden en milenios, y las características adquiridas, aun las que se tornan inútiles, tienden a perdurar más de lo necesario. Pero el nicho ecológico humano se ha transformado por completo, tanto que, en muchos aspectos importantes, el hombre moderno se ha convertido en un gran desadaptado. Debido a esto, la inteligencia racional, logro reciente, parece muchas veces estar disociada y aun en conflicto con la parte emocional, mucho más antigua, y de esta manera es de común ocurrencia que la piel diga una cosa y el cerebro otra.

      Podemos estar seguros de que el corto periodo —en términos evolutivos— que nos separa del descubrimiento de la agricultura no ha podido aportar características nuevas a nuestra dotación hereditaria, innovaciones capaces de amoldarnos a los bruscos cambios operados en el nicho que ahora ocupamos, invadido por la cultura. También podemos asegurar que nada importante de nuestra vieja dotación genética ha desaparecido por completo, pues los caminos de la evolución biológica son lentos y tortuosos: hacer y deshacer cuesta milenios. Tal vez debido a nuestro anacrónico genoma, la supervivencia de la especie, para la cual la selección natural ha venido trabajando sin fatiga por espacio de miles de millones de años, parece estar seriamente amenazada por las fuerzas que el mismo hombre ha liberado y para cuyo control no tiene la dotación ética ni el equipo intelectual apropiados.

      Se intentará en este libro analizar, siempre bajo el prisma evolutivo, una amplia variedad de facetas de la naturaleza humana, sondeando evolutivamente en la búsqueda de conductas que debieron haber sido importantes para la supervivencia y reproducción de nuestros antepasados animales y que, por la lentitud misma del proceso, aún se demoran en nuestros genes. Se hablará de ventajas adaptativas que fueron y que pueden ya no ser. Se tratará de explicar la conducta humana siguiendo el principio de que toda reducción a lo biológico puro o a lo meramente cultural es un abuso, sin ningún fundamento serio.

      Hablando con rigor, este trabajo no pretende ir más allá de elaborar conjeturas sobre la naturaleza humana —a veces, simples elucubraciones, como corresponde a una ciencia muy joven—, apoyadas en una rica colección de argumentos entramados de manera coherente. Pero son conjeturas que cada día se fortalecen con los hallazgos de los estudiosos modernos de la conducta humana y empiezan a transformar de manera dramática la forma como los politólogos, los economistas, los sicólogos sociales, los antropólogos y los lingüistas conciben las instituciones sociales y políticas. Sin embargo, se acepta que dichas conjeturas están sujetas a discusión y revisión, y que probablemente se modificarán una y otra vez en ese proceso sin fin, pero con límite, que llamamos “búsqueda de la verdad”. Porque, en la ciencia, la “verdad” será siempre provisional, un objeto casi desechable, en tránsito hacia conocimientos más precisos, en una evolución sin descanso. Debemos, entonces, con modestia, admitir que no pretendemos averiguar la verdad, sino “solo robarle un poco a lo desconocido”, como bien decía Carl Sagan (1985). En cuanto al grado de verosimilitud, el filósofo austriaco Karl Popper (1974) escribía: “Podemos aprender de nuestros errores, siendo así como progresa la ciencia... Las teorías científicas de la actualidad son los productos comunes de nuestros prejuicios más o menos accidentales y de la eliminación crítica del error. Bajo el estímulo de la crítica y de la eliminación de errores, su verosimilitud tenderá a aumentar”.

      La antropóloga Leda Cosmides y el sicólogo John Tooby, a quienes debemos el término “sicología evolutiva”, en el importante ensayo titulado Los fundamentos sicológicos de la cultura, intentaron mirar la psiquis humana desde la perspectiva evolutiva, sintetizando lo mejor del nativismo de Noam Chomsky, la etología humana de Konrad Lorenz y la sociobiología de Edward Wilson. Tooby y Cosmides creen que el camino para entender una parte sustancial de la mente humana consiste en entender primero los fines que la selección natural utilizó en su diseño. Aceptan los autores que la evolución “causó la emergencia de la mente, la que a su vez causó el proceso sicológico conocido como aprendizaje, el cual, por último, causó la adquisición de los conocimientos y valores que conforman la cultura de una persona”.

      El sicólogo David Barash (2002) cree que estamos iniciando una revolución en la biología, una nueva manera de entender por qué la gente se comporta como lo hace. “Es una revolución no violenta, que arroja luz en lugar de sangre. Pero como todas las revoluciones, esta ha sido resistida con dureza por aquellos comprometidos con lo antiguo”. Y continúa: “La sicología es a la teoría de la evolución, como la química es a la teoría atómica, o como la matemática es a la teoría de números, o como la astronomía es a la teoría gravitatoria”. Pero es difícil cambiar ideas de vieja data, endurecidas por los años. Tendremos que esperar con la paciencia de Job. Y cuando realmente entendamos la evolución, entonces y solo entonces entenderemos a los seres humanos.

      William James hablaba de “instintos”, para referirse a circuitos neuronales especializados que son patrimonio común de todos los miembros de una especie y producto del camino evolutivo seguido por ella. Tomados en conjunto, esos circuitos son la base de lo que se entiende por “naturaleza humana”. Es común pensar que los otros animales son gobernados por instintos, mientras que los humanos avanzamos y somos manejados fundamentalmente por la razón. Por tal motivo, seríamos más inteligentes y flexibles que el resto del mundo vivo. James tomó el camino opuesto: argumentó que el comportamiento humano es más flexible e inteligente que el de los otros animales porque tenemos más instintos, no menos. Pero tendemos a ser ciegos ante ellos, precisamente porque trabajan con deslumbrante eficiencia, en silencio, automáticamente y sin esfuerzo consciente.

      Tooby y Cosmides afirman que tenemos competencias naturales para ver, oír, hablar, escoger la pareja más apropiada, devolver favores, temer a las enfermedades, enamorarnos, iniciar un ataque, experimentar ultrajes morales… Esto es posible porque disponemos de un vasto conjunto de redes neuronales que regula dichas actividades. Tan perfecto es el funcionamiento de esta maquinaria mental que no advertimos que existe. Sufrimos de ceguera a los instintos —aseguran los dos investigadores— y, en consecuencia, los sicólogos de formación tradicional se niegan a estudiar esos interesantes mecanismos de la mente humana. Siguen ciegos a los adelantos de la ciencia del comportamiento. No saben que una aproximación evolucionista suministra lentes poderosas que corrigen la ceguera a los instintos, pues es capaz de hacer que la estructura intrincada de la mente se destaque en claro relieve.

      Los sicólogos evolutivos aceptan cinco principios básicos: a) el cerebro es un sistema físico, gobernado por las leyes de la física y de la química, y sus circuitos están diseñados para generar un comportamiento que resulte en cada momento apropiado a las circunstancias del entorno; b) los circuitos neuronales fueron diseñados por la evolución para resolver los problemas que nuestros ancestros encararon con frecuencia durante su historia evolutiva; c) la consciencia es justo la punta del iceberg: la mayor parte de lo que sucede en la mente está escondida para nosotros. En consecuencia, la experiencia consciente puede conducirnos a pensar que nuestros circuitos son más simples de lo que en realidad son, así que muchos problemas considerados simples por nosotros realmente son muy complejos y requieren complicados mecanismos neuronales; d) la multitud de circuitos neuronales están especializados con el fin de resolver diferentes problemas adaptativos. Actualmente se sabe que hay circuitos especializados en reconocer objetos, causalidad física, números, el mundo biológico, creencias y motivaciones de otros individuos; para actividades como el aprendizaje social, el lenguaje y la alimentación; especializados, también, en detectar el movimiento y su dirección, juzgar distancias, analizar los colores, identificar a otros humanos o reconocer la cara de un amigo, buscar la pareja sexual y muchos

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