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y corría hasta llegar al mar.

      Tal y como él le había contado que hacía de niño en Irlanda.

      Los recuerdos felices que él le había anticipado que llegarían no aparecían, y el deseo que le inspiraba no cedía. Había veces en que temía volverse loca si no la tocaba. Si en alguna ocasión lo hacía, sentía su contacto en todo el cuerpo. Con eso bastaba para perder la cabeza.

      Quizá fuese a ella a quien debieran encerrar en el centro de salud mental del que hablaba el doctor Store.

      Pasaba por sana, y nadie se daba cuenta de su lucha. Podía dar lecciones a los niños mientras su mente viajaba hasta Lawton o la biblioteca de la planta baja donde lord Brenton escribía sus cartas. Podía conversar durante la cena sobre los niños, compartir anécdotas suyas, hacer planes para ellos mientras pensaba en las comidas que el marqués y ella habían compartido en la posada. Podía desearle buenas noches y aducir que tenía sueño para retirarse a su habitación cuando sabía que iba a pasarse horas mirando el techo.

      Aquella noche todos sus pensamientos se centraban en el futuro y no podía contemplar más que soledad y pérdida. Él no se quedaría en Brentmore Hall para siempre, sino que acabaría volviendo a Londres a ocupar el lugar que le correspondía en la sociedad. Sus visitas se volverían más breves, menos frecuentes. Se quedaría sola.

      Se levantó de la cama y comenzó a pasearse de un lado al otro con la esperanza de cansarse.

      No lo consiguió.

      Tenía que acostumbrarse a pensar en él como la persona que le daba trabajo, nada más. Tenía que distraerse, llenar su cabeza de cosas que no fueran su sonrisa, su forma de moverse, el contacto de sus labios.

      ¡Qué ridículo! De mal humor se llevó una vela y salió de la habitación, sin molestarse en calzarse las zapatillas o en ponerse la bata, y descalza bajó las escaleras y fue a la biblioteca. Los libros habían llenado su imaginación de niña; quizá volvieran a hacerlo ahora.

      Quería uno que tratase sobre algún lugar lejano donde la gente como ella llevaba una vida completamente distinta a la suya. Quizá estuviera Los viajes del capitán Cook, que le haría pasar un buen rato.

      Pero no. Tenía una idea mejor. Lo que quería era dormir, ¿no? Una copa del coñac de lord Brentmore la ayudaría. Seguro que no le importara que le faltase una copa. Puede que ni siquiera se diera cuenta.

      En algún lugar de la casa un reloj dio las dos y el sonido le hizo dar un respingo. La puerta de la biblioteca estaba entreabierta y las ascuas de la chimenea aún ardían.

      Atravesó la habitación rápidamente y dejó la palmatoria sobre el armario en el que sabía que se guardaba el coñac, abrió la puerta y sacó una botella y un vaso, que llenó hasta arriba y vació de un trago. Tanto quemaba el licor que casi se atragantó.

      —¿Anna?

      La voz provenía del sofá que había frente al fuego. Era la voz de lord Brentmore.

      El vaso a punto estuvo de caérsele de la mano.

      Se incorporó. Estaba en mangas de camisa. La corbata, el chaleco y la chaqueta abandonados en una silla.

      —¿Qué hace aquí?

      No tenía sentido mentir. La había pillado con las manos en la masa.

      —Beber coñac. No podía dormir y se me ocurrió que el coñac podría ayudarme.

      Y que el amo la pillara robando licor podía ser motivo de despido fulminante.

      Él se frotó la cara.

      —El alcohol nunca ayuda —respondió, mirándola—. Creía que estaba cansada hoy.

      Cansada no, agotada.

      —Y lo estaba. Lo sigo estando. Pero no puedo dormir.

      —Y yo me he quedado dormido en el sofá —se quejó—. Somos como la portada y la contraportada de un mismo libro.

      Una buena comparación. Juntos mantenían cada cosa en su sitio, pero nunca iban a encontrarse. Ni a tocarse.

      —Sé… sé que parece que estoy robando, pero es que… estaba desesperada.

      Él hizo un gesto de la mano como quitándole importancia al hecho y se levantó.

      —Lo que yo tengo está a su disposición —se acercó a ella—, pero ¿qué es lo que le pasa?

      —Nada. Que no puedo dormir.

      —No es propio de usted —le puso la mano en la frente—. No tiene fiebre.

      Ahora sí que la tenía. Su contacto la inflamaba.

      La miró de arriba abajo y bajó la mano hasta su hombro.

      —¿Qué es lo que no la deja dormir?

      Sentir el calor de su mano y de su mirada la estaba derritiendo como cera caliente.

      —Yo… no lo sé.

      —¿No lo sabe, o no quiere decírmelo? —le pasó un brazo por los hombros—. Venga, siéntese conmigo y cuéntemelo. Piense que soy Egan Byrne. Dígame qué es lo que le impide dormir.

      La hizo sentarse en el sofá y la recostó contra él. El calor de su cuerpo traspasaba sin dificultad el fino tejido de su camisa y el de su camisón. ¿Cómo sería su piel bajo aquella tela?

      —Hábleme, Anna —la animó.

      ¿Qué podía decirle que resultase creíble? No podía decirle la verdad.

      —Es que… por la noche los pensamientos me asaltan y me consumen… sobre mi madre, sobre Lawton. Sobre el hecho de que estoy sola ahora.

      Pensaba en esas cosas y en muchas más.

      Él la apretó contra sí.

      —No está sola, Anna.

      Sus palabras y sus brazos pretendían consolarla, pero eran una auténtica tortura. Deseaba más.

      —Podría despedirme por haberme tomado un poco de su coñac —le dijo, separándose de él—. Así de precaria es mi existencia. ¿Qué sería de mí entonces? No tengo dónde ir, ni nadie que me ayude.

      —No pienso despedirla ni negarle mi coñac —su expresión era sincera—. Aquí está segura, Anna. Todos la queremos.

      Se apartó un mechón de pelo de la cara.

      —No pretendo quejarme, ni compadecerme de mí misma. No me haga caso, se lo ruego.

      Intentó levantarse, pero él la sujetó por una mano.

      —Anna —le dijo, acariciándole el brazo—. ¿Qué puedo hacer para que deje de preocuparse?

      —Nada, milord —contestó, intentando no perder la compostura—. Entra dentro de las obligaciones de una institutriz preocuparse.

      —Sabe usted bien que en esta casa es mucho más que una institutriz—, le respondió, mirándola a los ojos.

      Su boca estaba peligrosamente cerca. Su cuerpo desprendía calor y fuerza, y su olor le llegaba sin adulterar, tan masculino, tan agradable, tan único.

      —Yo… tengo que irme —le dijo, y soltándose de su mano salió corriendo de la biblioteca.

      —¡Anna!

      Brent salió tras ella y le dio alcance ya en el segundo piso.

      —¿Qué ocurre? —insistió, sujetándola por un brazo.

      Ella intentó soltarse.

      —A veces… no puedo olvidar lo que siento.

      Él tampoco podía. Viajar con ella había cambiado algo en su interior: le había hecho desear ser un hombre corriente y no marqués. Hacía mucho tiempo que no deseaba

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