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la gente y su ansiedad creció, como si sin él pudiese desaparecer como la hoja que había visto zarandeada por el viento. El zumbido de las voces se mezcló con el ruido de más coches que llegaban: caballeros, comerciantes, trabajadores de todo tipo… vio a una mujer que llevaba de la mano a una niñita y recordó la sensación del contacto de su madre. Las lágrimas amenazaron con escapársele de nuevo y buscó con la mirada a lord Brentmore.

      Le pareció toda una eternidad lo que tardaba en volver.

      —No hay ni salones privados ni habitaciones —le dijo por encima de la barahúnda—. Podemos esperar aquí, eso sí. He conseguido un banco cerca del fuego. Por lo menos tendremos un poco de intimidad.

      Ella asintió y se colgó de su brazo y pasaron a otra sala más abarrotada aún que la anterior. El olor a cerveza, carne y gente sin lavar la asaltó, y el ruido de sus voces era como el retumbar de los tambores. No quedaba un solo centímetro de espacio libre, aparte de un pequeño banco que habían colocado junto al fuego.

      —¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlo? —le preguntó.

      —Les he dicho que es mi esposa —respondió mirándola brevemente—, y que no se encuentra bien —la acomodó en el banco—. Y por supuesto, he pagado bien a los hombres que estaban aquí sentados.

      No pudo por menos de sonreír.

      Brent se sentó a su lado.

      —Se han ido tan contentos con su dinero y nosotros tenemos un sitio en el que sentarnos y quitarnos la humedad de la ropa.

      Un momento después una apresurada moza de la taberna les llevó sidra caliente y dos cuencos con estofado de cordero.

      Lord Brentmore le puso una moneda en la mano y el rostro de la joven se alegró notablemente. Anna comió y bebió sin pensar en nada, pero pronto el calor de la comida y del fuego le produjeron una sensación de lasitud.

      —Hace mucho tiempo que no pasaba más que unos minutos en una taberna tan abarrotada como esta —comentó lord Brentmore—. Me temo que tenemos para rato.

      —Lo siento mucho, milord —le contestó. De no ser por ella no tendría que soportar todas aquellas incomodidades.

      —Aquí soy Egan Byrne —le dijo al oído—. Mejor no llamar la atención.

      Ella asintió.

      —Y no me importa. No estamos mal aquí.

      Ella estaba bastante bien, de hecho. No pertenecía a lugar alguno ni a nadie, de modo que encontró soncuelo en el anonimato, y en ser momentáneamente la señora Byrne.

      Miró un instante a su acompañante y se preguntó por qué lo habría encontrado intimidante. De ser solo la persona que la contrataba había pasado a ser casi un amigo.

      Pero no podía pensar en él solo como amigo. Su padre, o el hombre que ella creía que lo era, no se equivocaba del todo.

      En el fondo era casi una ramera, tanto como podía haberlo sido su madre. De no estar prácticamente muerta por dentro en aquel momento, desearía entregarse a lord Brentmore sin dudar.

      Pero en aquel momento, quizá más aún que en otros, era fundamental no perder el control. ¿Cuánto le duraría el trabajo si se metía en su cama? No podía pasar a depender de su voluntad como su madre había dependido de la de lord Lawton.

      Brentmore le pasó un brazo por los hombros y la hizo apoyarse contra él.

      —Descanse, Anna —le susurró.

      Su abrazo le prestaba más refugio que lo habría hecho un techo sobre la cabeza, pero tan ficticio como el resto de su existencia lo había sido. Se estremeció y él la apretó más contra su cuerpo.

      Ojalá fuese de verdad Egan Byrne y ella su esposa.

      Se sentía maravillosamente bien teniéndola en sus brazos. Una paz se adueñó de Brent que carecía por completo de sentido estando como estaban en una taberna abarrotada por toda clase de seres humanos. A nadie le importaba lo que fueran. Podía abrazarla sin preocuparse de las murmuraciones.

      Pero lo mejor de todo era que con tantos ojos a su alrededor podía controlar las más peligrosas tentaciones que cobraban vida en su interior.

      Aun así habría renunciado sin dudar al placer de abrazarla si hubiera podido conseguirle una cómoda habitación.

      El último viajero que entró en la taberna dijo que fuera caían chuzos de punta.

      Entre la gente divisó a dos hombres que conocía. Daba igual. Se mezclaba tan bien con el resto de gente ordinaria que era muy difícil que lo reconocieran. Les llamaría más la atención Anna, cuya belleza se había vuelto melancólica por el estupor y el dolor.

      Tiró de la gorra para ocultarse un poco más la cara.

      —¿Qué ocurre? —preguntó ella, incorporándose.

      —Un par de hombres que conozco, pero no tema. Han entrado a un salón privado.

      —No querrá que lo vean conmigo.

      Él volvió a abrazarla.

      —Solo pretendo evitar darles explicaciones sobre por qué estoy vestido de cochero.

      —Ojalá lo fuera de verdad —musitó en voz tan baja que él lo oyó de casualidad.

      Ojalá. Qué libre se sentiría. Libre para mirarla no como el marqués que la había contratado sino como un hombre cualquiera.

      —Si lo fuera, le haría el amor —añadió Anna.

      ¿Podría leerle el pensamiento?

      —Anna…

      —Es lo que deseo —le interrumpió—. Ha sido difícil no hacerlo.

      Había perdido los estribos, pero ¿cómo mantenerse cuerda después del día que había pasado?

      —No debería hablar así.

      Ella lo miró irguiéndose, y la recordó el primer día.

      —Usted también me desea, milord, y sé que yaceríamos juntos si yo se lo permitiera. Es lo que hacen los hombres, ¿no? Es la razón por la que las hijas como Charlotte llevan siempre una carabina. Si estuvieran solas, permitirían que los hombres compartieran su lecho.

      En eso tenía razón. Las hijas de los condes estaban protegidas, pero no de sus propios instintos sino de aquellos de los hombres que pensaban solo en su propia satisfacción.

      Lawton debería haber protegido a Anna. Era su hija también. ¡Maldito fuera! Debería haberla cuidado y no echarla de su casa. Sabía bien lo que podía ocurrirles a las institutrices en la casa de sus amos.

      Respiró hondo.

      —Creía que algo no iba bien en mí, pero ahora me doy cuenta de que es que soy como mi madre.

      Brent se volvió para poder mirarla a la cara.

      —Lawton sedujo a su madre, Anna.

      —¿O fue ella quien lo sedujo a él? Consiguió a cambio una casa y educación para su hija. Es mucho más de lo que reciben otros sirvientes.

      —Lo que Lawton debería haber hecho es darle a su madre una vida independiente en una casa independiente.

      Ella le puso una mano en el brazo.

      —Quizás no habría sabido llevar una casa propia.

      —Pues al menos debería haber reconocido a su hija.

      —Supongo que eso era lo que menos le importaba —respondió contemplando las llamas—. Ahora tiene sentido… ahora entiendo mi deseo por acostarme con usted. Es que soy como mi madre.

      —Basta. No quiero que siga hablando así —dijo zanjando la cuestión y abrazándola de nuevo—. Ha sido un día muy duro. Intente descansar.

      Si no fuera marqués…

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