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a Dory. La niña había llegado solo hasta la letra D. estaba demasiado ocupada vigilando la puerta.

      Alguien llamó y abrió la puerta. Era lord Brentmore.

      —Buenos días.

      La estancia pareció llenarse con su presencia y los sentidos de Anna se pusieron inmediatamente en alerta. No podía desprenderse de la imagen de una pantera enjaulada cuando lo veía moverse. El aire mismo que le rodeaba parecía cargarse de turbulencias.

      Cal había vuelto rápidamente a su pizarra. ¿Tendría el chiquillo la misma impresión que ella?

      Lady Dory, desde luego no.

      —¡Papá! —exclamó la chiquilla, corriendo hasta él—. ¿Vamos a irnos ya a los establos?

      El corazón de Anna latió con fuerza. ¿Volvería a enfadarse?

      Su expresión no le dejó deducir nada.

      —Cuando la señorita Hill lo diga —y la miró—. No quiero interrumpir sus lecciones.

      Anna respiró hondo.

      —Me parece que no tiene sentido intentar seguir escribiendo con esta señorita —respondió, pellizcando la barbilla de la niña—. No creo que sea capaz de pensar en otra cosa que no sean los caballos —lord Cal seguía centrado en su pizarra—. Veamos y si a su hijo le queda poco de su frase.

      Cal acabó rápidamente y le entregó la pizarra sin mirar a nadie. Anna se la entregó a su vez a lord Brentmore, que la leyó en voz alta.

      —Sembrar guisantes cada dos cuartas en una línea de dos cuartas de hondo.

      Anna miró a lord Brentmore antes de poner la mano en el hombro del niño.

      —Buena frase también.

      Lord Brentmore volvió a mirar la pizarra.

      —Es cierto. Tu frase es buena.

      Cal no se movía. Tenía la mirada clavada en la mesa.

      Dory fue quien intervino.

      —Cal escribe muy bien.

      —Ya lo veo —respondió lord Brentmore. Parecía incómodo, y Anna tenía la extraña impresión de que le dolía estar en compañía de sus hijos.

      —Está bien —dijo, dando dos suaves palmadas—. Vamos a ponernos sombreros, abrigos y guantes y vayámonos a los establos.

      Una vez fuera, los niños y Anna tuvieron que apretar el paso para no quedar rezagados frente a las largas zancadas de lord Brentmore. ¿Es que no se daba cuenta de que los niños tenían piernecitas cortas aún?

      Cruzaron una zona de hierba hasta llegar a unas construcciones para las que se había utilizado la misma piedra que para la casa. Una de las enormes portaladas estaba abierta y el jefe de los establos los esperaba.

      —Milord —saludó, llevándose la mano a la visera de la gorra.

      —Buenos días, Upsom. Venimos a ver los establos.

      Anna esperó a ser presentada, pero lord Brentmore le negó esa cortesía, de modo que se presentó ella misma dando un paso al frente.

      —Soy la señorita Hill, señor Upsom, institutriz de los niños. No nos conocíamos. Y los niños son lord Calmount y lady Dory.

      Upsom era casi tan alto como lord Brentmore y también tan delgado, a diferencia de su propio padre, también mozo de cuadra, pero más bajo que ella y fornido como el tronco de un árbol.

      —Encantado de conocerla, señorita —la saludó—. Este establo es para los carruajes y los caballos de silla. Los de trabajo están en otra cuadra.

      Entraron. Era un establo grande, más del doble del de Lawton.

      —¡Pero si no hay caballos! —exclamó Dory.

      —Los caballos no están aquí, milady —explicó Upsom—, sino en el paddock.

      Dory parecía francamente desilusionada.

      —Podemos salir al paddock —sugirió lord Brentmore.

      —¡Sí! ¡Sí! —gritó de júbilo la niña, dando saltitos.

      —Síganme.

      El señor Upsom hizo un gesto hacia la parte trasera del establo.

      En una extensión de césped vallada había varios caballos pastando. Lord Brentmore silbó y un hermoso ejemplar negro como la tinta trotó hasta llegar a la valla.

      —Este es mi caballo —se lo presentó, acariciándole la cara.

      —¿Es el tuyo? —preguntó Dory encaramándose a la valla para verlo más de cerca—. ¿Y lo montas aquí?

      —Sí.

      —¿Cómo se llama?

      —Luchar.

      Anna enarcó las cejas. Había leído en un libro sobre mitos irlandeses que Luchar y sus hermanos habían asesinado a su abuelo.

      —¿Puedo acariciarlo? —preguntó Dory.

      Lord Brentmore dudó un instante antes de tomar a la niña en brazos para que pudiera alcanzar al caballo.

      —Despacio —le advirtió—. Y no le pongas la mano en la boca.

      Anna miró entonces a Cal, que estaba un par de pasos detrás. El niño no miraba al caballo de su padre, sino a otro parado un poco más lejos, un hermoso ejemplar tordo que se movía inquieto de un lado al otro, y agachándose a su lado le preguntó:

      —¿Qué caballo es ese?

      El niño cruzó los brazos y bajó la cabeza.

      Anna le tocó un hombro y se fue hasta lord Brentmore.

      —Lord Cal estaba observando a ese caballo —le dijo, señalando al tordo.

      —Era el caballo de mamá —intervino Dory.

      Brentmore dejó a la niña en el suelo y evitó mirar al animal. Cal seguía inmóvil, afectado de igual modo.

      ¿Qué tenía ese caballo que tanto les afectaba a todos? Sintió deseos de preguntárselo a Dory, ya que era la única que siempre estaba dispuesta a hablar.

      Brentmore le dio la espalda a los caballos.

      —¿Sabéis montar? —les preguntó a sus hijos.

      Cal lo miró brevemente antes de volver a ensimismarse.

      Dory no lo dudó.

      —No sabemos, pero es lo que más nos gustaría en el mundo.

      —¡Upsom! Que ensillen mi caballo —se volvió a su hijo y añadió—: Calmount, tú eres el mayor. Serás el primero.

      El chiquillo abrió los ojos de par en par pero pareció gustarle la idea. Lo que la visión del caballo tordo había provocado en él parecía haber desaparecido.

      «Bien hecho, lord Brentmore», pensó Anna.

      Cuando Luchar estuvo preparado, lord Brentmore alzó a su hijo hasta la cruz del lomo del animal y subió él a la silla, detrás de él, y comenzaron a caminar tranquilamente por el paddock. Cal parecía casi completamente relajado.

      Dory fue la siguiente y apenas podía contener su alegría, y Anna sonrió mirando a lord Brentmore con aprobación.

      Pero la reacción del niño ante el caballo blanco la había dejado preocupada. Por un momento había temido que explotase con alguna de sus rabietas, pero la tormenta había pasado de largo. Por aquella vez.

      Brent no podía dormir. La mañana en los establos le había dejado trastornado para todo el día.

      No podría decir qué le había impresionado más: el

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