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—tragó saliva—. Quizás este sea el momento de hacer no lo que usted quiera, sino lo que los niños necesiten.

      Se dejó caer de nuevo en la silla y se sirvió otra copa.

      —Los niños. Quiero que tengan una vida buena. Que disfruten de todas las ventajas, y no como…

      No acabó la frase y se sirvió más coñac.

      Anna tenía miedo de hablar.

      Lord Brentmore ocultó la cara en las manos. Los hombros empezaron a temblarle y a pesar del miedo, Anna sintió lástima de él. Sin pararse a pensar, se levantó y acudió a su lado, le apartó las manos de la cara y le obligó a mirarla.

      —No se desespere —le dijo—. Ya verá como todo se arregla, milord. Ya lo verá.

      Él se levantó y la rodeó con los brazos para pegarla a su cuerpo y apoyar la cabeza en su hombro. Anna sintió el calor de su cuerpo a través del fino tejido de la camisa, el latido firme y acompasado de su corazón, la textura áspera de su barba.

      Pero fue su dolor lo que la conmovió por encima de todo.

      Lo abrazó suavemente murmurándole palabras de consuelo en un intento de calmarle, como había hecho con lord Cal. ¿Sería ella capaz de arreglarlo todo como le estaba prometiendo?

      Al final acabó tranquilizándose, igual que su hijo.

      —Creo que debería irse a la cama, milord.

      Sus ojos se oscurecieron pero no contestó, y una sensación distinta la sacudió de arriba abajo, una sensación que no pudo identificar. No era miedo. Tampoco compasión. Era otra cosa, que la dejaba sin aliento como si hubiera corrido un kilómetro.

      Tomó su mano y entrelazó sus dedos con los de ella, pero ella se soltó para sujetarlo por un brazo y con la palmatoria en una mano, lo animó a caminar hacia la escalera. Subieron juntos, lord Brentmore agarrado a la barandilla. Lo acompañó hasta su dormitorio, una habitación que apenas había visto el día en que le enseñaron la casa. Su intención era dejarlo en la puerta, pero tiró de ella y volvió a abrazarla.

      —Quédate conmigo, Anna —le susurró al oído—. No me dejes. No quiero estar solo.

      Deslizó una mano por su espalda hasta llegar a sus nalgas y apretarla contra él, y ella sintió el bulto de su erección por debajo de los pantalones.

      La impresión estuvo a punto de hacerle tirar la vela.

      Era la bebida lo que le hacía comportarse así. Y lo infeliz que se sentía. No controlaba ni sus pensamientos ni sus necesidades.

      Pero ella mantenía clara la cabeza. Entonces, ¿por qué no le empujaba? ¿Por qué permitía que él moviera las manos por todo su cuerpo, despertando en ella sensaciones que no sabía que existían? ¿Por qué le estaba resultando su invitación tan difícil de resistir?

      —Me quedaré —murmuró—. Pero primero le ayudaré a acostarse.

      Dejó la vela en una mesilla y dejó que se apoyara en ella para llegar a la cama, deshecha y revuelta de su precipitada salida. Se sentó y la reclamó a su lado.

      —Dentro de un momento, milord —consiguió decir.

      Pero él había tomado varios mechones de su pelo y jugaba con ellos, lo que le provocó nuevas y más inquietantes sensaciones. Luego la rodeó por la cintura y la besó.

      Su primer beso de un hombre.

      Y menudo beso. Vertiginoso en su intensidad. Tenía unos labios calientes y firmes. Intensos. Capaces de convencerla de que entreabriese la boca. Su lengua la tocó, la saboreó como si fuera un manjar exótico. Sabía a coñac, a calor, y su cuerpo le planteó nuevas necesidades.

      Con dificultad, se separó de él.

      —Métase bajo la ropa, milord.

      —Ven conmigo —le pidió.

      —Ahora —le tapó con la ropa como había hecho con los niños—. Cierre los ojos. Solo será un momento. Tengo que apagar la vela.

      —La vela —murmuró, tirando del cinturón de su bata.

      Ella retrocedió y el lazo se desató, pero no se atrevió a quitárselo de la mano por temor a que se despertara. Aguardó allí, con la vela en la mano, observándolo. Estaba inmóvil, con el cinturón en la mano, y en cuestión de segundos, su respiración se volvió tranquila.

      Con la vela en la mano salió despacio y sin hacer ruido, cerró la puerta y tan rápidamente como pudo subió al segundo piso. Antes de volver a su cama, echó un vistazo a los niños: dormían juntos plácidamente.

      Podría haberse acostado con lord Brentmore y sentir sus fuertes brazos rodeándola, pero con él nada habría sido plácido. El corazón le latía desaforado cuando entró de nuevo en su dormitorio. Aún tenía los sentidos desbordados por lo que había experimentado con él.

      Pero se metió en la cama sola.

      Brent se despertó al oír la lluvia golpear el cristal de la ventana y los ruidos que hacía un criado al ocuparse de la chimenea. En la mano tenía algo. Un cinturón.

      El cinturón de la señorita Hill.

      Los acontecimientos de la noche anterior le volvieron al recuerdo envueltos en una niebla. Recordó que no era capaz de dormir. Recordó oír gritar a Cal en una pesadilla, y que su hija le contó cómo la infelicidad de Eunice la había empujado a maltratar a los niños.

      El resto era todo confusión. Recordaba haber bebido coñac en la biblioteca y confesarle a la señorita Hill sus errores. Sus devastadoras equivocaciones.

      ¿Por qué tendría su cinturón en un puño?

      Recordó vagamente la sensación de tener su cabello en la mano, de acariciar su piel, de saborear los confines de su boca.

      Dios… ¿la habría seducido?

      Escondió rápidamente el cinturón bajo la ropa para que el criado no pudiera verlo, aunque esa clase de suceso no era fácil de mantener en secreto en una casa como aquella. De muchacho siempre había sabido a qué doncellas se llevaba su abuelo al lecho. Pobres mujeres. En su situación pocas podían negarse.

      ¿Habría ocurrido lo mismo con la señorita Hill? ¿Pensaría que tenía que acceder a sus deseos si no quería verse arrojada a la calle?

      Aun abotargado por el alcohol y cegado por la tristeza, se había dado cuenta de lo hermosa que estaba con el cabello suelto y la bata atada a la cintura. Eso no podía olvidarlo.

      Apretó el cinturón en el puño. También recordaba haberla llamado Anna.

      Anna. Ya no podría volver a ser la señorita Hill para él, pero ojalá no fuera porque le había impuesto una intimidad deshonrosa.

      El criado salió del dormitorio y Brent se sacudió el recuerdo de Anna.

      Era hora de levantarse.

      Iba vestido con pantalones y camisa, pero eso no quería decir nada. Solo que quizá no se había tomado el tiempo de desnudarse antes de satisfacer su necesidad. ¿De verdad iba a tener que añadir la seducción de la institutriz de sus hijos a sus muchos pecados?

      Sentía unos martillazos tremendos en la cabeza. En dos días había bebido hasta el punto de emborracharse. No era propio de él. Era el influjo de aquella maldita casa. Brentmore sacaba lo peor de él.

      Se lavó, se afeitó y se vistió sin la ayuda del criado que hacía las veces de ayuda de cámara. Se guardó el cinturón en el bolsillo y bajó al salón de los desayunos, donde le esperaba una tetera caliente y comida dispuesta en una mesa de servicio.

      El señor Tippen entró.

      —¿Necesita algo, milord?

      —No.

      El estómago se le revolvió al oler los arenques.

      El

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