Скачать книгу

que pretendía—. No voy a conseguir que desfilen delante de mí.

      —Estoy de acuerdo —respondió—. Vaya a sus habitaciones. Pase tiempo con él. Dentro de poco les van a servir la cena. Coma con ellos.

      ¿Compartir una comida con los niños? No era propio de un marqués hacer tal cosa, al menos hasta que los niños tuvieran doce o trece años.

      Con el exceso de coñac que llevaba en el cuerpo, con las emociones tan a flor de piel, ¿podía confiar en sí mismo, cuando el hecho de estar sentado cerca de la señorita Hill le estaba costando un triunfo?

      Pero había abandonado todas sus obligaciones en Londres para acudir junto a su hijo y saber qué le había ocurrido para que un médico lo declarase loco. Para remover cielo y tierra con tal de arreglarlo.

      Apretó los puños.

      —Está bien. Lo haré.

      Ella se levantó, caminó hasta la puerta y esperó.

      Esperaba ser capaz de caminar sin irse de un lado para otro, y cuando consiguió llegar a la puerta su aroma a lavanda le recordó aquella primera visión que tuvo de ella, en la plaza de delante de su casa. No estaba menos hermosa en aquel momento, ni desprendía su figura menos pasión.

      Y él no estaba menos excitado.

      Que Dios le ayudase.

      Brent iba subiendo las escaleras detrás de la señorita Hill, sin poder apartar la mirada de la seductora cadencia de sus caderas mientras ella no dejaba de hablar de sus hijos y de la rutina de sus días. Esperaba que no pensase tomarle la lección porque en aquel momento poco más había registrado su cerebro que la orden de mantener las manos a raya.

      Cuando llegaron a la puerta de sus habitaciones tuvo un repentino y absurdo ataque de nervios. Qué ridiculez. Eran sus propios hijos a los que iba a ver; unos niños que debían respetarle y obedecerle.

      Dios bendito… había pensado como lo habría hecho el viejo marqués, el abuelo inglés que le despreciaba.

      —¡Mirad quién viene a cenar con nosotros! —anunció con alegría la señorita Hill al entrar en la habitación.

      Los dos niños estaban sentados el uno junto al otro en una pequeña mesa a la que podían sentarse cuatro comensales.

      —¡Papá! —exclamó Dory, saltando de su silla—. Cal dijo que ibas a ser tú, pero yo decía que sería Eppy.

      Cal se levantó también, pero tras mirar enfadado a su hermana, adoptó la expresión de un condenado a galeras.

      —¡Uy! —continuó la niña, llevándose una mano a la boca—. No tengo que hablar a menos que me pregunten.

      Era la viva imagen de Eunice, toda ojos azules y bucles rubios. Le dolía mirarla.

      —En ese caso, soy yo quien debe hablar y deciros buenas tardes —contestó él, acercándose a una de las sillas—. Gracias por invitarme a cenar.

      Sus ojazos azules se hicieron todavía más grandes.

      —¡Pero si no te hemos invitado nosotros!

      Brent sintió deseos de marcharse pero la niña se rio.

      —Ha sido la señorita Hill, ¿a que sí?

      Brent la miró.

      —Ella sí que me ha invitado.

      —Es cierto —contestó Anna, aunque parecía inquieta.

      Cal había arrugado la frente y lo miraba como si no se creyera tanta cordialidad.

      —¿Nos sentamos? —preguntó Brent.

      Esperó a que la señorita Hill se sentara y reparó en que su hijo hacía lo mismo. Al menos alguien le había enseñado buenos modales.

      —¡Siéntese, señorita Hill! —ordenó Dory, y se dejó caer en su silla.

      La señorita Hill se acomodó con más gracia.

      —Espero que no le hayáis quitado la tapa a vuestros platos, niños.

      Dory miró a Cal con la culpa reflejada en los ojos mientras que su hermano, que estaba sentado frente al marqués, estaba demasiado ocupado en no mirar a su padre. Incluso parecía estar deseando desaparecer.

      Brent recordó la agonía que había sido para él estar en presencia del viejo marqués, ser consciente de que tarde o temprano haría algo que despertaría su furia, y le dolía que su hijo lo mirase exactamente igual que él entonces.

      Pero él no era igual que su abuelo por mucho que este hubiese intentado conseguirlo. La mitad de sus enfados respondían precisamente a eso: a cómo Brent no había cumplido las expectativas de su abuelo. A lo irlandés que era.

      Una doncella que aguardaba en un rincón de la habitación se acercó a retirar las tapas de los platos empezando por el de Brent. Su plato estaba lleno con unas generosas lonchas de jamón, queso y una gruesa rebanada de pan con mantequilla.

      —¿Conoces a nuestra niñera, papá? —le preguntó Dory.

      Otra persona desconocida del servicio, pensó Brent.

      —Creo que no. Buenas tardes, Eppy.

      La joven enrojeció e hizo una reverencia.

      —Milord.

      Descubrió el plato de la señorita Hill y luego el de los niños.

      Sus raciones eran más pequeñas y el queso tenía las huellas de unos dientecitos. Así que no habían sido capaces de mantener la tapa puesta.

      Miró a la señorita Hill. Sentía curiosidad por ver cómo iba a reprenderlos, pero ella se limitó a mirarle divertida.

      —¿Quién quiere bendecir la mesa?

      Brent dejó el tenedor que tenía en la mano. La pregunta de la señorita Hill iba dirigida a Cal, quien se había encogido aún más.

      —¡Yo! —exclamó Dory.

      Brent ya no podía recordar la última vez que había bendecido la mesa, pero la oración de su abuelo irlandés le volvió a la memoria: …Rath ón Rí a rinne an roinn…

      Ya no recordaba el significado de aquellas palabras.

      La pequeña Dory estiró su cuerpecito, consciente de su importancia.

      —Bendice, Señor, la comida que vamos a tomar, y haz que nunca olvidemos las necesidades y los deseos de los demás. Amén.

      Lo había dicho todo tan deprisa que casi no se le había entendido.

      —Muy bien, lady Dory —la premió la señorita Hill, y la pequeña sonrió de oreja a oreja.

      Con el tenedor pinchó un trozo de jamón mientras su hermano se limitó a empujar la comida de un lado para el otro del plato.

      No iba a saber nada de su hijo si no se dirigía a él.

      —Calmount, la señorita Hill me ha dicho que sabes leer.

      Cal lo miró.

      —A Cal le gusta mucho leer —explicó Dory—. Lee un montón.

      Brent se volvió a Cal.

      —¿Y qué clase de libros te gusta leer?

      El niño parecía angustiado.

      —Leemos libros de plantas —respondió de nuevo su hermana.

      La señorita Hill intercambió una mirada con él. Dory hablaba por su hermano, sin duda.

      Siguieron comiendo en silencio, como si todos se hubieran dado cuenta de los problemas de Calmount para hablar. Era insoportable. Y peor aún: a Brent estaba empezando a darle vueltas la cabeza del coñac que había consumido.

      La señorita Hill rompió el silencio.

      —¿Le

Скачать книгу