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      El médico intentó entonces hacerle otra clase de reconocimiento, como por ejemplo hacer que el niño siguiera con los ojos un dedo que él movía de lado a lado y verticalmente. Lord Cal se negó a hacerlo. También se negó a contestar a sus preguntas, incluso a aquellas que podía responder inclinando simplemente la cabeza.

      El médico no se guardó para sí la impaciencia que la actitud del niño le estaba provocando y al final le pidió a Anna que saliera de la habitación con él.

      —Acompáñeme al salón —le dijo ella—. Hablaremos más cómodamente allí.

      El doctor entró con el semblante muy serio en el salón, una estancia casi tan lóbrega como el propio galeno.

      —¿Cuánto tiempo lleva así el niño? —le preguntó sin preámbulos.

      —Yo creo que simplemente está asustado. Se ha llevado una sorpresa con su presencia y no está acostumbrado a encontrarse con desconocidos.

      El físico hizo una mueca.

      —Es un trastorno maniático.

      —¿Un trastorno maniático? —repitió. Qué ridiculez—. Ha sido solo una rabieta.

      Él levantó un solo dedo en alto.

      —No. De ningún modo. Se trata de un desorden psiquiátrico.

      —¡Tonterías!

      —Me hallo en la obligación de informar a lord Brentmore de que su hijo presenta episodios de demencia. He visto otros casos como este y…

      —¡Lord Cal no es un lunático!

      El médico la miró con condescendencia.

      —No irá usted a negar que el muchacho es propenso a las rabietas y que es autista…

      —¡No lo es! Simplemente no siente deseos de hablar.

      El doctor volvió a mirarla como se mira a una criaturita ignorante.

      —La definición misma del autismo. Escribiré hoy mismo al marqués para informarle de esta desgraciada circunstancia, y le recomendaré los mejores centros de internamiento. Conozco el lugar más adecuado donde podrán proporcionarle los cuidados que necesitan.

      La ansiedad de Anna se disparó.

      —¡No hará usted tal cosa!

      El físico se irguió, pero ella estaba convencida de que tenía que detener semejante locura. ¿Quién podía decir lo que pensaría lord Brentmore si semejante misiva llegaba a sus manos? Decidió cambiar de táctica.

      —Lo que quiero decir es que se trata de algo que un padre no puede conocer por carta. Lord Brentmore… lord Brentmore ha de llegar aquí dentro de muy poco, y debería usted hablar con él en persona. No pasa nada porque el niño esté unos días más en casa. No lo dejaremos solo ni un instante.

      El médico miró hacia otro lado como si reflexionara.

      —Yo… creo que sería bueno que pudiera hablar con el señor marqués en persona. Seguro que tendrá preguntas que solo usted podrá contestar.

      —Está bien. Esperaré. Dos semanas, nada más. Si no ha venido en ese plazo, yo mismo lo convocaré.

      Apenas había salido el médico de la casa Anna estaba ya escribiendo a lord Brentmore para convencerlo de que era necesario que acudiera a Brentmore Hall.

      Lord Cal no era un lunático, sino simplemente un niño asustado y tímido que necesitaba salir de su concha. Era como había sido Charlotte, pero el pobre carecía del apoyo de sus padres.

      Pero en aquella ocasión, lord Brentmore no iba a poder darle la espalda a sus obligaciones. ¡Tenía que ir hasta allí! Anna le demostraría que su hijo era un niño normal, aunque un poco infeliz. Vería con sus propios ojos que no era un demente.

      Fue escribiendo la carta eligiendo con sumo cuidado las palabras, y tras tres intentos, concluyó diciendo: debe usted venir, lord Brentmore. Es imperativo. Su hijo le necesita.

      Pasaron cuatro días, demasiado poco tiempo para recibir noticias suyas. Si le contestaba a vuelta de correo, debía recibir su carta en breve, pero mientras ella seguiría haciendo lo que había estado haciendo desde la ridícula visita del médico: mantener ocupados a los niños.

      Aquella mañana habían vuelto a salir a los jardines para disfrutar del maravilloso cielo azul y de la luz del sol. Había estado haciendo bastante fresco para estar a principios de junio, pero aquel día la temperatura era magnífica.

      Vistió a los niños con sus prendas más gastadas, les colocó unos viejos guantes y unos sombreros de paja de ala ancha, y los dirigió a un pequeño recuadro de tierra cerca del huerto que le había pedido al jardinero que tuviera preparado.

      A Charlotte y a ella les encantaba sembrar y ver nacer y crecer las plantas hasta convertirse en hermosas flores, así que pensó que a los niños también les gustaría esa actividad. Además, llevaban tanto tiempo confinados en el interior de la casa que les encantaría salir y mancharse un poco.

      Previamente habían leído sobre cómo las plantas crecían a partir de semillas, y había acordado con el jardinero qué sembrar. El hombre le había sugerido que sembraran hortalizas en lugar de flores porque los chicos, según él, valoraban más los alimentos que las flores.

      ¡Una idea excelente! Seguro que el siempre práctico lord Cal la encontraría muy de su gusto. Y además podrían comerse lo que sembraran.

      —Vamos a sembrar guisantes y rábanos, y cuidaremos las plantas hasta que estén listas para comerse —les fue diciendo mientras caminaban hacia el recuadro destinado para ellos.

      Cuando llegaban un hombre se acercó.

      —Buenos días, señorita.

      Anna le sonrió.

      —Os presento al señor Willis, vuestro jardinero —el señor Willis era un hombre encantador que tenía sus propios hijos, y que se había mostrado encantado con la idea—. Señor Willis, le presento a lord Calmount y a lady Dory.

      El jardinero le había dicho que apenas había visto a los niños hasta aquel momento aunque llevaba toda la vida trabajando allí.

      Anna se enfadaba muchísimo al pensar en la vida de reclusión de aquellos pobres niños. Se les daba cama, ropa y comida, pero no mucho más.

      Tenía su propia teoría sobre por qué lord Cal había dejado de hablar: no era por demencia ni mucho menos, sino porque no tenía con quién hablar que no fuera su hermana.

      —¿Están preparados para sembrar? —les preguntó el señor Willis.

      —Lo estamos, señor —respondió Dory.

      El jardinero les entregó a cada uno una pequeña pala y dos cubos de madera.

      —Esas son las semillas de los rábanos —les dijo, señalando uno de los cubos—. ¿Lo ven? —puso una semilla en la mano de cada uno—. Son marrones y parecen piedrecitas, ¿verdad?

      —¡Es verdad! ¡Parecen piedrecitas! —exclamó Dory.

      Cal se la acercó a los ojos para examinarla de cerca.

      El señor Willis se las pidió para darles otras.

      —Ahora estas otras son distintas. ¿Saben qué son?

      Cal miró la suya y adoptó una expresión ufana.

      —Parecen guisantes viejos —dijo su hermana.

      El jardinero se agachó para estar a su nivel.

      —Eso es lo que son. Los guisantes que se comen son en realidad las semillas de la planta.

      En un instante el señor Willis tenía a los niños haciendo agujeros en la tierra con sus palitas. Luego les enseñó a sembrar una línea de guisantes alternándola con otra de rabanitos.

      Los

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