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sé. Ha debido ser muy duro para vosotros.

      La niña asintió y Anna se sentó frente a ellos.

      —Lord Cal ha sido muy listo al enterarse de mi llegada e imaginar que era yo vuestra nueva institutriz.

      La ansiedad brilló en la mirada del niño.

      —Yo admiro mucho la inteligencia —continuó Anna, y creyó ver sorpresa reemplazando a la ansiedad. Eppy no había exagerado un ápice al decir que era un niño muy callado. Viéndole de cerca resultaba ser una versión en miniatura de su padre, con los mismos ojos que parecían clavársete cuando te miraba, la misma boca de labios generosos, el hoyuelo casi imperceptible en la barbilla.

      La misma expresión austera.

      —Lord Cal, te pareces mucho a tu padre —le dijo con una sonrisa.

      El chiquillo bajó la mirada.

      —¿Conoces a nuestro padre? —preguntó Dory, de nuevo con los ojos como platos. Parecía que para ella su padre era una leyenda misteriosa de la que solo había oído hablar.

      —Fue vuestro padre quien decidió que yo fuera vuestra institutriz.

      La chiquilla abrió aún más los ojos.

      —¿De verdad?

      —De verdad —respondió, y miró sus platos del desayuno con restos de tostadas y jamón—. Veo que estabais terminando de desayunar. Yo aún no lo he hecho. Quería venir a conoceros antes. Ahora me voy un momento, pero tengo algo que proponeros, si os parece bien.

      Dory se inclinó hacia delante, toda curiosidad, y Cal por lo menos volvió a mirarla.

      —Tengo que conocer la casa y los alrededores y me preguntaba si querríais acompañarme. Me gustaría mucho ver esta preciosa casa y sus jardines en vuestra compañía.

      Dory saltó de alegría.

      —¡Vale! —y miró a su hermano—. ¿Vamos, Cal?

      El chiquillo debió de darle su aprobación al plan, pero la comunicación entre ellos fue imperceptible para Anna.

      Anna salió orgullosa de haber pensado en los niños como compañeros de excursión y fue en busca de su desayuno y de la señora Tippen.

      El lacayo que aguardaba en el vestíbulo la dirigió a un comedor en el que había una mesa lateral llena de comida. Aunque estaba panelado en madera oscura al igual que el resto de la casa, al menos tenía un hermoso ventanal que daba al este, y en aquel momento la estancia estaba inundada de sol. Se sirvió un huevo, pan y queso, y una taza de té.

      Apenas había empezado a comer cuando la señora Tippen entró con el ceño fruncido.

      —La esperaba antes.

      Su desaprobación continuaba. ¿Por qué tanta antipatía, si ni siquiera la conocía?

      Anna entendía bien la jerarquía que imperaba entre el servicio en las casas de campo, ya que había crecido en una. Sabía que un ama de llaves ocupaba el segundo puesto, solo detrás del mayordomo, de modo que nunca estaría bajo su control. ¿Entonces, qué mosca le habría picado?

      Anna se irguió para contestar.

      —Buenos días, señora Tippen —dijo con toda suavidad—. Si era urgente recorrer la casa, no me han informado de ello. En cualquier caso, mi deber son los niños y he ido a conocerlos en cuanto me he levantado.

      —Tengo muchas responsabilidades en esta casa, y no voy a permitir que una institutriz me haga esperar —espetó.

      Anna la miró directamente a los ojos.

      —Crecí en una casa muy parecida a esta y sé bien cuáles son las responsabilidades de un ama de llaves. Aun así no pretendo ni mucho menos que espere por mí. Ver la casa y los alrededores no me preocupa en exceso, de modo que puede fijar la hora que más conveniente le sea para…

      —Hace media hora era conveniente para mí —sentenció.

      —Se dirigirá usted a mí con respeto, señora Tippen, tal y como yo haré con usted —le dijo alzando una mano. Dios, estaba hablando como lo haría lady Lawton—. Estaré lista dentro de una hora. Si ese momento no es adecuado para usted, fije una nueva hora y yo me adaptaré. Creo que ya hemos terminado.

      La señora Tippen dio media vuelta y se alejó sin decir nada más.

      Anna tomó un sorbo de té mientras intentaba calmarse. Lo último que deseaba era verse inmersa en una batalla campal. Ella no suponía amenaza alguna para el ama de llaves. Ni para ella, ni para nadie.

      Una hora después, Anna y los niños esperaban en el vestíbulo. Casi deseaba que la señora Tippen no se presentara, y si ese era el caso ya había decidido pedirle a los niños que fueran ellos quienes le enseñaran la casa. Ojalá se le hubiera ocurrido antes. Habría disfrutado mucho más que con la compañía del ama de llaves.

      Fue el señor Tippen, el mayordomo, quien se presentó ante ella, una solución mucho mejor que la otra. Le recordaba a un grabado que había visto en una ocasión de Matthew Hopkins, el cazador de brujas. El señor Tippen se le parecía, con su cara larga y delgada y su barbilla puntiaguda. Le faltaba un sombrero de lona engrasado, una barbita, y sería su vivo retrato.

      El mayordomo miró a los niños frunciendo el ceño y Anna se apresuró a salir en su defensa.

      —Los niños me van a acompañar a conocer la casa, señor Tippen.

      —La marquesa prefería que los niños se limitaran a su ala de la casa —respondió, irguiéndose.

      —¿La marquesa?

      Estaba confusa.

      —Lady Brentmore.

      Pero lady Brentmore había muerto. Qué falta de sensibilidad mencionarla delante de los niños.

      —Ahora soy yo quien está a cargo de los niños, ¿no es así?

      —Es lo que nos ha dicho el señor Parker.

      —Entonces, asunto arreglado —sonrió—. ¿Comenzamos?

      Lord Cal tenía la mirada clavada en el suelo como si quisiera que se abriera y lo tragara.

      Dory le agarró la mano y tiró hacia debajo de ella para susurrarle al oído:

      —¡Has sido insolente con el señor Tippen!

      —No lo he sido —le contestó igualmente en susurros. Qué palabra tan grande para una niña de cinco años—. Vosotros dos sois mi responsabilidad. Vuestro padre así lo ha querido.

      Cal levantó la cabeza como accionada por un resorte, y la niña abrió los ojos como platos.

      —¿Ah, sí?

      —Sí.

      El señor Tippen comenzó a enseñarle la casa por el salón formal, en una de cuyas paredes colgaba un retrato de la marquesa, rubia como su hija y tan hermosa como Paker le había dicho. Su aspecto era digno como el de una reina y distante, y su por su expresión se diría que en cualquier momento podía bajar del cuadro y echarles a todos una buena reprimenda.

      Los chiquillos, pobrecitos, apenas miraron el cuadro.

      Anna llamó su atención sobre un cuadro de su padre que había en la pared de enfrente.

      —¡Cómo se parece ese señor a vuestro padre! —exclamó con intención de hacerlos reír, ya que la visión del retrato de su madre les había afectado mucho. El retrato lo presentaba más joven y más delgado, pero reflejaba perfectamente su severidad, aunque también había en su mirada un triste anhelo que le llegó al corazón. Los ojos de su hijo transmitían esa misma tristeza, pero el chiquillo parecía haber renunciado a desear nada. ¿Cómo podría ayudarle?

      La voz de lord Brentmore sonó de nuevo en sus oídos. «Proporcióneles a mis hijos lo que necesiten para ser felices».

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