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las manos del cirujano...».

      Mis nueras Cristina y Fara me acompañaron a El Corte Inglés a comprar alguna cosa para llevarme al hospital. Las dos son muy buenas chicas, inteligentes y unos bellezones. Son trabajadoras y muy buenas profesionales, y quieren muchísimo a mis hijos. Agradezco profundamente a mis consuegros el enorme tiempo que han dedicado a sus hijas. Eso se nota. Mi madre suele decirme: «Tú no has tenido hijas, pero ¡tienes dos nueras de una pieza!». Cristina es dentista, especializada en ortodoncia. Siempre sonríe, jamás pierde la sonrisa, y tiene un sentido común aplastante. Es morena, de pelo largo y estiloso, alta y muy guapa. Le encanta celebrar en familia todos los acontecimientos: santos, cumpleaños, todo tipo de fiestas, seguida siempre entusiásticamente por Xavi, que ve en ella la perfección. Fara es rubia y con unos asombrosos ojos azul-verdosos muy claros. Se graduó en Dirección de Empresas, y dirige una pequeña empresa familiar que acaban de montar, en plena crisis, innovando en temas dentales, porque su padre y su hermano son dentistas. Ellos aportan el conocimiento científico y Fara es capaz de hacer una empresa de todo ello. Mi hijo Ignacio también les ayuda.

      Las llamadas y las visitas se sucedían. A mediodía apareció uno de mis sobrinos de Zaragoza con su novia, y se quedaron a comer, junto con unos amigos de mis hijos que querían verme y estar con nosotros. Mis nueras empezaron a encargarse de todo, como han venido haciendo desde ese momento. A media tarde vino Nuria, mi gran amiga del alma, recién aterrizada de Chile, y hablamos largo y tendido. A ella tampoco le asusta ni la muerte ni la vida. Yo lo sabía y anticipaba su reacción: incondicional, como siempre, a mi lado. Esa tarde hablamos otro rato y nos preparamos para la nueva etapa que estrenábamos: yo no podría ayudarla como había estado haciendo hasta entonces, y a ella le tocaba continuar gran parte del trabajo que ella sola había iniciado también. No nos asustamos: el hombre propone, pero Dios dispone. Sabíamos que pasara lo que pasara, eso era lo mejor. Un poco más tarde llegaron mis amigas del IESE: Esther y Mireia, y Mª Carmen, otra incondicional. Yo sangraba mucho, pero estaba tranquila. ¡Cómo no iba a estarlo con ellas a mi lado! Decidimos merendar y celebrar que estábamos juntas.

      El lunes a mediodía me llevaron al quirófano. Gloria estuvo allí mientras me anestesiaban, explicándome qué iban a hacerme... Me dijo que no pensaba estar durante la operación, que le daba corte. Pero más tarde me enteré que había estado y me alegré. Así tendríamos información fresca. La intervención duró una hora y media por laparoscopia. Yo, a quien la ciencia le gusta cuando es llevada por científicos humanos, quedé impresionada de que una operación que antes implicaba que le abrieran a uno de lado a lado, ahora quedara reducida a la mínima expresión.

      Me fui despertando en la sala de reanimación. Medio consciente, miraba a mi alrededor, veía otras camillas y al personal sanitario yendo constantemente de un lado a otro de la sala, cuidando de los pacientes. Decidí que mientras esperaba el turno para que me subieran a la habitación, lo mejor que podía hacer era rezar el rosario y darle gracias a Dios por estar ahí.

      Quien me conozca ahora, pensará que siempre he sido una persona religiosa... y no es así. Soy una conversa dentro del propio catolicismo, una persona a la que no le interesaba la religión, que cargaba contra la Iglesia, pero que, en el fondo, creía en Dios. Era un «algo» vago y difuso hasta que dejó de serlo, y se convirtió en una certeza de tal calibre que enderezó mi vida y le dio tal vitalidad que la primera sorprendida fui yo misma. Ya no era algo, sino Alguien quien me empujaba a la vida, con una alegría, un sentido del humor y unas ganas de vivir tan enormes que arrastraba.

      Me subieron a una preciosa suite, digna de las revistas del corazón, que Gloria logró que me dieran. Me maravillaba, porque todo seguía saliendo muy bien dentro de la gravedad de la situación. Allí estaba toda mi familia, como de fiesta, solo que yo estaba recién operada. Ellos parecían no darse cuenta de que acababan de sacarme un riñón y, bien mareada, bendije la suerte de poder disfrutar de esa habitación con dos estancias. Por fin, alguien mandó callar a los ruidosos y los metió en la antesala del dormitorio, para que pudiera descansar.

      Al día siguiente empezó una movida que no hubiera imaginado jamás. Fue tal la cantidad de gente que se movilizó para apoyarme y darme ánimos que el teléfono y el mail echaban humo. Yo estaba atónita. «¡No contestes!», me decían los que estaban a mi alrededor... Y yo les respondía: «¿Cómo no voy a hacerlo cuando la gente es tan amable?». Decidí comunicarme a través del WhatsApp y de sms. Benditas máquinas. Fueron —y siguen siendo— mis aliadas.

      A los tres días me mandaron a casa: lo que antes suponía meses de recuperación se ha reducido de forma drástica con las nuevas técnicas quirúrgicas ideadas por ingenieros. La ciencia ha avanzado mucho, para gran suerte de los enfermos.

      2. AFRONTAR LA ENFERMEDAD: ¿QUÉ TENGO EN LA MOCHILA?

      El discurso de la fiesta de cumpleaños

      Unos meses antes, a mediados de mayo, mis hijos y nueras organizaron una fiesta sorpresa con motivo de mi sesenta aniversario. Algo de eso temía que montaran, porque los conozco bien y sé que les gusta hacer felices a otros. Decidieron arriesgarse a pesar de mis señales negativas para que no lo hicieran. Como ocurre en estos casos, una amiga se encargó de marear la perdiz y de llevarme al huerto. Me dijo que le acompañara a una recepción con los cónsules de los países bálticos. Cualquiera que oiga ahora semejante excusa puede morirse de risa pero, en nuestro caso, podía ser verdad.

      Estábamos en plena «campaña electoral» para la promoción de Nuria como miembro del CEDAW (Comité de la ONU contra la Discriminación de la Mujer), así que cualquier cosa era posible, incluso lo más insólito. Faltaba menos de un mes para que fuéramos a Nueva York para la elección que, providencialmente, no salió.

      En ese ambiente festivo, me vi metida en una encerrona. El lugar era muy bonito, una masía en el centro de Barcelona con una amplísima terraza y un jardín repleto de plantas y flores. Al llegar me recibieron todos mis amigos y familia muertos de risa. En ese momento desconocía el papel fundamental que todos ellos tendrían en mi vida tan solo cuatro meses más tarde. A medida que avanzaba la noche, intuí que no me dejarían irme de allí sin decir unas palabras. Así que, entre plato y plato, decidí aprovechar unas reflexiones que me había hecho a mí misma unos días antes con motivo de mi cumpleaños, para hablar de la vida, de la mochila y de los recursos que vamos poniendo en ella con el paso de los años.

      Hablar sobre la belleza de la vida es algo que me gusta hacer. Disfruto con ella y con las oportunidades que nos brinda, y nunca dejo de sorprenderme ante las novedades que nos depara. Pienso que si la vida es bonita, ¿por qué no comunicar que lo es? Hoy la gente parece despotricar de todo lo que nos pasa, pero, de hecho, no hay nada tan interesante como la vida misma y no pueden desperdiciarse los pocos momentos que hay para hablar bien de ella sin que la gente bostece. Me fascina vivir una vida con las menos fisuras posibles, llena de jugo, sabrosa por la cantidad de pequeñas cosas y detalles que nos ocurren cada día. Hay que conocer dónde están sus resquicios para meterse por ellos y disfrutarlos.

      Al terminar el parlamento, me di cuenta de que lo había acertado de lleno. A veces las cosas salen bien por casualidad. Durante los meses siguientes me encontré con varias personas que asistieron a la celebración y todas me dijeron lo mucho que les había ayudado el discurso.

      En esa alocución se me ocurrió hacer un paralelismo entre la vida y un libro. Al fin y al cabo, la vida es como un libro con distintos capítulos. En la introducción se ponen las bases de todo, es la infancia, hasta los 10 años. El capítulo uno incluye hasta los 19. El dos es el de los veinte años, el capítulo tres el de los treinta, el cuatro el de los cuarenta, etcétera. En cada capítulo aparecen unos personajes y desaparecen otros. Hay personas a las que no ves durante décadas, y que al cabo de los años, vuelven a aparecer con mucha intensidad. Pero el protagonista, el hilo conductor de la trama, sigue siendo uno mismo, que va andando por la vida con una mochila a su espalda. Cuando le ocurre algo, abre la mochila para ver los recursos de que dispone: unas veces aparece una bebida, otras una tirita o una venda. Lo importante

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