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aceptar la lucha por la vida. Me parecía de locos. No tenía ganas de luchar de nuevo de forma titánica. Ya llevaba luchando de forma espectacular los últimos quince años, desde que mi marido se marchó. No sabía si, realmente, la muerte no compensaba la desmesura de la lucha que podría abrirse de nuevo ante mí. Me di cuenta de que lo que me tocaba desarrollar a tope era la paciencia con mi pobre cuerpo, porque mi tendencia natural es hacia la acción.

      Después de la aparición de los segundos tumores decidí dejar las dos salidas abiertas: morirme o vivir. Cualquiera me valía, iba a permitir que Dios decidiera de nuevo por mí. Al principio me reboté con lo del riñón, porque pensé que me faltaban todavía muchas cosas por hacer. Pero, poco a poco, a medida que iban pasando los días, me daba cuenta de que sí y no. Además, yo estaba tan sumamente atendida, tantísimo, que continuar enferma ya no me parecía algo ni medio regular. Me dolía todo, pero lo aceptaba todo. Una de mis amigas notó mi cambio interior: «Te estás fortaleciendo por dentro...», me dijo muy contenta.

      Quince años atrás, la pelea por la vida me había cogido con el paso cambiado. Ahora ya no era así, porque se desarrollaba a otro nivel. Lo primordial y básico lo tenía ya solucionado. Hace tiempo que conozco a Dios y, lo que es mejor, Él me conoce a mí. Me fascina el más allá y pienso que la buena noticia de que los muertos resucitan, tendría que estar permanentemente en la portada de los periódicos.

      De hecho, cuando me dijeron la gravedad de mi enfermedad prácticamente ni me inmuté. Sin embargo, en un instante, mi vida pasó frente a mis ojos a velocidades de vértigo y vi que, con bastante probabilidad, estaba casi al final. Tener tres hijos varones treintañeros, colocados profesionalmente y dos de ellos casados, me ayudó a centrarme. Además, sé que soy mortal, tengo asumida la muerte y la vida, y sé que la vida eterna está de alguna forma presente ya aquí. Sabía también que, si tenía que vivir, lo haría a pesar de cualquier pronóstico médico, y que si ya había terminado mi misión en este mundo, no viviría, y que tampoco pasaba nada.

      Reflexionaba sobre el valor de la enfermedad, y sobre cómo Dios aprovecha cualquier cosa que nos pasa para nuestro beneficio. Me veía a mí misma como una gran catedral que Dios llevaba construyendo desde hacía tiempo. Me parecía que hasta ahora había construido conmigo todo lo grande. Me imaginaba la catedral de Milán sin los adornos y pensaba que, de ese modo, no dejaba de ser una nave casi industrial, grande y con poca gracia. Y así era yo ahora. Veía cómo en las catedrales la gracia y la belleza venían de las cresterías, de las gárgolas, esculturas, pináculos, chapiteles... detalles que las identifican y hacen únicas. Yo me veía como una de tantas personas, y pensé que, a lo mejor, el trabajo de Dios en mi enfermedad sería hacerme una persona mejor. No lo sabía. Pero sí que debía colaborar como pudiera para que se hiciera realidad, por lo menos, no obstaculizándolo.

      Pensaba también en las tradiciones de los muertos del Antiguo Egipto, y la importancia que daban al río Nilo. Los cristianos teníamos una visión mucho más simple y positiva: no bajábamos por el río hasta el Hades, sino que lo cruzábamos de la mano de Cristo plantándonos en la otra orilla, la otra dimensión, el Cielo, de un salto. El conocimiento del Cielo siempre ha sido algo que me ha llamado mucho la atención, me fascina: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman. A nosotros, en cambio, Dios nos lo reveló por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2, 9-11).

      Esto me recordaba los negativos de las fotografías de antes. Cuando las mirabas a contraluz, todo eran manchas negras con contornos imprecisos... Pero al revelarlas aparecían los colores, todo era nítido y claro y la realidad cobraba vida. A veces me parece que el Cielo será algo similar: terriblemente familiar, que ya tenemos aquí y que allí veremos en un instante con una nitidez tremenda. Así que el pensamiento del Cielo, lejos de asustarme, me atraía.

      Sin embargo, mi enfermedad transcurría en medio de la más densa oscuridad. Hubo una temporada en la que el purgatorio aparecía una y otra vez. Parecía que su presencia no me dejaba avanzar. Pero, pasadas estas tentaciones, vi un poco más de claridad. Y seguía adelante a pesar de no saber bien la dirección que llevaba.

      Al cabo de un mes y medio de la operación, recibí dos cartas de las carmelitas descalzas del Monasterio de la Encarnación de Ávila. Santa Teresa ha sido un hallazgo en mi vida. Soy la que soy —y muchas de las cosas que he hecho— gracias a ella. Estuve en Ávila en un par de ocasiones con una buena amiga que tiene una hija monja en el Carmelo. Recibir sus cartas supuso para mí un alivio extraordinario. La firma de una de ellas, Teresa de Jesús, me dejó viendo visiones. Parecía que la misma santa Teresa, mi amiga de correrías, de risas, y una de mis principales maestras, me venía a buscar y a explicarme qué hacer en la enfermedad. Le mostré las cartas a Mª Carmen, numeraria del Opus Dei, que me ayudaba a mejorar mi vida espiritual, y me dijo que eran joyas, que las guardara.

      Durante un curso de directivos al que asistí hace ya bastantes años, recuerdo un juego outdoors que se hacía en la playa. Para ello se delimitaba un espacio rectangular en la arena, en el que se colocaban dos cestas, una en cada extremo, y un poste en el centro. Los equipos estaban formados por dos personas. El juego consistía en que una de ellas, con los ojos tapados, debía encestar rodeando el poste central y siguiendo las indicaciones que la otra le iba dando desde fuera.

      Esta simple imagen me llevó a pensar en la importancia de la dirección espiritual. Yo estaba fuera de combate, sin embargo contaba con que alguien desde fuera me orientara sobre qué hacer y hacia dónde ir. ¿Podía haber sido un médico? Sí, pero solo en temas médicos. Ahora se trataba de mi vida: y eso no era cualquier cosa.

      Me ayudó recordar la importancia que santa Teresa concedía a la dirección espiritual y cómo ella seguía siempre a su director dijera lo que dijera. Localicé Las Moradas a través del iPad y decidí seguir de nuevo las indicaciones de la santa: iba a obedecer aunque no creyera realmente que fuera a sobrevivir. Me veía en medio de tinieblas, y ella me mostraba la luz. Decidí seguirla. A veces me da la sensación de que estoy en un pozo del que no puedo salir. Pero otras me doy cuenta de que Dios está conmigo, que me había echado un cable, me animaba y me iba a sacar de él. Debía colaborar con mi actitud, obedecer y confiar en que Dios seguía gobernando mi vida de forma espléndida, como había hecho en los últimos quince años.

      Mª Carmen y yo hacemos ahora un tándem. Ya conocía las enormes ventajas de la dirección espiritual desde hacía muchos años, pero es en esta enfermedad cuando se ha mostrado como uno de los recursos de mayor importancia. Ella fue la única persona que consiguió que me decidiera a coger la vida con fuerza, en lugar de dejar caer los brazos. Me dijo: «Vivirás. Lo veo clarísimo. Pero tienes que luchar por recuperarte». Ante mis reticencias añadía: «Eso es cobardía. Tienes que vivir. Haces mucha falta aquí, no allí, y esta enfermedad va a ser un medio para llevar a mucha más gente hacia Dios». Me recordó que estábamos en el Año de la Fe. Me decía que Dios me pedía fe a raudales, que otros verían que valía la pena confiar en Él: Dios no es un convidado de piedra, sino un Médico que cura de verdad.

      El quid de la cuestión estaba en hacerle caso a ella... o no. De forma que, frente a mi actitud ambivalente de querer vivir o no querer hacerlo, decidí optar por la primera, también por obediencia. Si me decían que iba a vivir es que iba a hacerlo. No podía perder el tiempo, ni lamentarme, ni lamerme las heridas o huir al otro mundo antes de hora. Me tocaba vivir con más intensidad y profundidad, aunque no entendiera nada de lo que pasaba y los médicos no estuvieran nada convencidos de que pudiera lograrlo. Pero había que probar. Tenía muy buenas razones para vivir y le pedía a Dios salud y tiempo para poder terminarlas. Me gustaría poder decir a Dios cuando muriera: «Señor, todo está cumplido. He terminado lo que me mandaste hacer y para lo que vine al mundo».

      Y es que, al principio de la enfermedad, tuve una sensación profunda de que todo lo que tenía entre manos estaba a medio hacer. Llevaba preparándome a fondo los últimos años. Me había doctorado en Dirección de Empresas con el objetivo de enseñar a los directivos a cambiar el entorno humano en el que trabajan. Había coescrito un libro hacía

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