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Pero las crisis y los años me han enseñado a conservar solo los buenos recuerdos, y a olvidar los malos. La propia vida enseña que el odio, el rencor y el resentimiento son lastres que impiden avanzar, nos anclan en el pasado y nos impiden crecer y disfrutar, con lo que la vida pierde el brillo e interés.

      Soy una persona normal y corriente, con una vida como la de tantas otras, a la que le encanta «navegar» por ella aprovechando los recursos disponibles, sean los que sean. Me fascinan los retos y soy consciente de que lo que hago no valdría nada si me lo quedara tan solo para mí. Me doy por satisfecha si puedo ayudar a que otros no caigan en los errores que yo cometí, y sepan rectificar a tiempo antes de que su vida se transforme en un río por el que corren aguas putrefactas que los arrastren y del que no sepan salir.

      La vida nos viene dada a todos de una determinada manera, pero hay que perder el miedo y olvidar miles de viejos prejuicios que, como si de cadenas se tratara, se enrollan alrededor de nuestros pies y nos tiran hacia abajo. La libertad humana es fascinante. Hay que recuperar la cabeza y la valentía de vivir, iniciando una época que sane de nuevo a la gente. En la madre de todas las crisis, yo lo tenía todo en contra pero no me amilané. Hubo personas que me ayudaron muchísimo a encontrar el camino indicado y, aunque era difícil, lo conseguí. Eso es lo que pretendo compartir con otros: entusiasmarles para que inicien este nuevo camino de regeneración, tan necesario para la felicidad. Mis hijos y nietos se lo merecen.

      Barcelona, abril de 2013

      1. UNA CARRERA DE OBSTÁCULOS

      La llegada a urgencias

      Eran las 11 menos cuarto de la mañana del jueves 4 de octubre de 2012. Había ido al despacho porque tenía una reunión vía Skype con Sowon, una colega de trabajo que vive en Suiza, coautora de un paper con el que batallamos desde hace un año. El día anterior había orinado sangre de forma bastante continua, por lo que esa noche llamé a mi hermana Gloria, médico en la Clínica Teknon desde hace 12 años. Le conté lo que me pasaba. «¿Cómo te encuentras?», me preguntó. «Bien», le respondí. «Si no fuera por esto, no tengo nada». Me dijo que fuera a Urgencias y me lo miraran, porque podía tener varias causas. Como ya era de noche, le respondí que me iba a la cama y que acudiría al día siguiente, bien dormida y descansada.

      Dormir nunca fue algo que hiciera de forma espontánea. Envidio a la gente que cabecea nada más subirse al avión o que ronca en cuanto su cabeza toca la almohada. Cuando era pequeña iba a la habitación de mis padres, llamaba a la puerta y les decía: «¡No puedo dormir!». Mi padre, invariablemente, contestaba: «¡Bebe agua!», placebo que muy pocas veces funcionaba.

      Y esa noche dormí. Así que aparecí en la clínica con un sol espléndido y un día aún de verano. Mi hermana me esperaba a la entrada: «Estaré pendiente de todas las pruebas que te hagan».

      Me atendieron en seguida, no tuve que esperar. El médico de urgencias me iba palpando y me preguntaba: «¿Dónde le duele? ¿Aquí?». «No», le contestaba yo una y otra vez. Me auscultó, me hicieron orinar en un bote y salió una orina que, a primera vista, era normal y corriente. «No se ve nada, pero la vamos a analizar». Me hicieron una placa. Y esperé.

      Volvieron al cabo de un rato: «Hay sangre. Hay que hacer una ecografía». Y ahí que fui. La doctora que me atendió era amiga de mi hermana, así que ella estuvo presente también. Vi sus dos caras mirando atentamente la pantalla. Una de ellas, no recuerdo quién, señaló con el dedo: «Aquí». Me untaron el cuerpo con gelatina fría y siguieron mirando más y más. Al salir, mi hermana me dijo: «Hay un tumor, te han de hacer un TAC. Voy a decir que te busquen especialistas en riñón, los mejores...». Empecé a ver cómo la clínica se ponía en marcha de una forma cada vez más frenética. Lo que parecía un tumor mediano se convertía en grande... Las puertas se abrían y cerraban tras de mí a gran velocidad.

      Mi hermana me dijo: «Han localizado a tres oncólogos especializados en riñón. Tenemos que escoger. Los tres son unos número uno». Elegimos a un oncólogo del Hospital Valle de Hebrón que también trabajaba en Teknon. «Me será más fácil seguir todo el proceso...», me dijo Gloria. Le localizaron. Quedó en que me recibiría esa misma tarde antes de empezar las visitas en la clínica. Yo pensé: «Uf, Maruja, cómo debes de estar...».

      Entre prueba y prueba volvió Gloria: «Ahora tenemos que localizar un buen cirujano. El mejor. Nos va mucho en ello...». No entendí nada de lo que me contaba. Soy lego total en Medicina, pero sí sé de Comunicación, y me dediqué a observar el lenguaje no verbal de todos los que se me ponían delante. Vi muchas prisas, mucha atención y ningún drama. Mucha profesionalidad. Y esto tranquiliza. Gloria seguía: «Me están buscando un buen cirujano»... Y al cabo de un rato: «Hay uno buenísimo que hace solo seis meses que tiene consulta privada aquí por la tarde. Pero no le conozco. Si no, habrá que mirar otro...». Los dejé hacer. Me di cuenta de que lo mejor era callar y obedecer. Terminaron las pruebas, eran las dos menos cuarto. Faltaban dos horas y media para que me viera el oncólogo.

      Desde Urgencias realicé dos llamadas telefónicas. La primera de ellas fue a mi hijo. Le conté lo que pasaba y casi se desmaya. Tuve que imponerme para que no se plantara en la clínica a los tres minutos. Se lo desaconsejé porque todo estaba ya encarrilado y yo volvía un rato al IESE. Le dije que le llamaría un poco más tarde y que entonces podría venir. La segunda llamada fue a mi jefa, que casi se muere del susto al saber lo que estaba pasando. «Cuenta con toda nuestra ayuda, y ¡ánimo!». Desde entonces no ha parado de estar al tanto de todo y de ayudar cuanto ha podido.

      Me hicieron volver a Urgencias por una cuestión de procesos. «¿Qué hago?», le pregunté a mi hermana, y me dice: «Come en el restaurante o vuelve después». La doctora de urgencias que me atendió se horrorizaba: «¡No sé si la van a dejar salir!».

      Pero me dejaron. Decidí que no me quedaba en la clínica, que ya no podía más de hospital y que me volvía a comer al IESE. La comida de allí siempre ha sido muy buena, así que pensé que volver a mi redil normal me haría mejor que esperar todo ese tiempo sola en corral ajeno, porque mi hermana tenía muchísimo trabajo que había ido posponiendo por atenderme a mí.

      Llegué al IESE y le conté a Carlos, amigo y colega de trabajo, lo que me pasaba. Ahí, por un momento, vi la que me caía encima. «Dios mío, mis hijos». Derramé muy pocas lágrimas. Hasta entonces había estado muy serena. De hecho, incluso mi hermana me lo comentó: «Has dejado parados a las enfermeras y a los médicos por tu reacción». No puedo decir que me quedara igual, porque no fue así, pero veía que yo dominaba la situación y que ella no me dominaba a mí.

      Me recuperé: «Vamos a comer», le dije. Nos colocamos en una mesa al fondo, lejos de los grupos de gente que aún quedaban en el comedor. No tenía ganas de hablar con nadie. Terminamos la comida y me fui a lavar los dientes, como cada día. Y después de hacerlo, como cada día también, fui a hacer la visita al Oratorio del Campus Sur.

      Al salir, me encontré de frente con un psiquiatra al que conozco desde que mi marido nos abandonó hace ya quince años. «Tengo cáncer de riñón y metástasis...». Y él, sin inmutarse me dice: «Tengo muchos amigos que han tenido cáncer de riñón y están la mar de bien. Solo tienes que hacer una cosa a partir de ahora: céntrate en el presente, vive el minuto y no te enredes en pensar en nada de lo que te puede pasar en el futuro...». Fueron dos minutos de conversación, pero providenciales para enfocar bien todo lo que me iría sucediendo. Me di cuenta de cómo Alguien seguía cuidando de mí.

      Volví por la tarde a la clínica. Le había dicho a Gloria que no quería ningún engaño de los médicos. La situación que fuera, yo quería conocerla. Ella estaba totalmente de acuerdo. El Dr. Carles, oncólogo especialista en riñón, me atendió muy amablemente y confirmó el diagnóstico de las pruebas. Sugirió atenderme en el Valle de Hebrón, porque el tratamiento era carísimo. «Es un tumor de los más silenciosos. No se muestra hasta que ya es grande...». Mi hermana le comentó que precisábamos un buen cirujano, que tenía el nombre y que no sabía cómo llegar a él. «Yo le conozco. No te preocupes.

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