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hay. En este helicóptero el motor es una turbina, que sola valdría más de trescientos mil euros —afirma descaradamente Airoldi.

      Muestro, con teatralidad, un poco de desilusión.

      —Qué lástima, habría estado bien abrir los compartimentos y ver el motor.

      De ninguna manera puedo decirle que, si hubiera estado, lo habríamos sustituido de todas formas.

      Continúo, con la actitud de un ignorante, controlando los aspectos que me interesan más: la estructura, las costillas, los patines de aterrizaje. Me parece en buenas condiciones y no veo signos evidentes de corrosión o daños provocados por aterrizajes violentos o golpes.

      —Pero esto está completamente vacío, me imagino que habría un engranaje para hacer girar la hélice —inquiero usando términos de incompetente.

      —La transmisión está unida al rotor, en el helicóptero se llama así; estaba, pero se quitó. De todas maneras, sin el motor no sirve para nada. Perdía aceite y ensuciaba la parte posterior de la cabina.

      —El exterior y el interior están bastante bien. Pero su afirmación de que podría volar me parece exagerada. Estoy dispuesto a gastarme diez mil euros, que ya me parecen muchos. Vendré yo a buscarlo, para evitar que sea golpeado durante el transporte. Mandaré a alguien competente que pueda desmontarlo sin estropearlo del todo. Es cierto que va a estar en un jardín, pero tiene que parecer que podría salir volando en cualquier momento. Si no, ¿dónde estaría la diversión? —Hago un guiño al vendedor.

      —Nooo, diez mil es imposible. El dueño nos ha impuesto un precio mínimo de venta y no puedo venderlo tan barato. Lo siento, a ese precio no puedo hacer nada.

      Veo que habla en serio. Decido elevar la oferta.

      —Última, pero de verdad última oferta. Solo porque se lo prometí a los chicos. Le ofrezco veinte mil, es mi última palabra.

      No es cierto; si no aceptas te daré lo que pidas, pero no es necesario que lo sepas.

      —No puedo asumir esta responsabilidad, pero puedo preguntarle al propietario.

      Coge el teléfono móvil y llama a un número memorizado.

      —¿Doctor? Soy Airoldi, buenos días. Disculpe, pero quería hablarle de la oferta de una persona interesada en su helicóptero. Es muy inferior a lo que usted había pedido... sí.... es cierto... serían veinte mil y los gastos de transporte a cargo del comprador... sí... cierto. Que tenga un buen día, doctor. Se lo diré.

      No sé por qué, pero tengo la impresión de que la llamada sea una farsa. Quizá sean las pausas, que no me parecen naturales, quizá el tono de voz...

      —Ha dicho que se lo cede por treinta mil, pero solo porque está cansado de verlo. Me sorprende mucho, pero se ve que es su día de suerte.

      Decididamente, era una llamada falsa. Mejor.

      —Mi mujer me internará en un manicomio, pero acepto. Así que estamos de acuerdo. ¿Cuánto tiempo tengo para pagar?

      —Basta dar una entrada y firmar el compromiso de compra. Después, a partir de mañana podrá venir para arreglar los papeles y recogerlo.

      Dejo un depósito de cinco mil euros, firmo el compromiso, hago un montón de fotos del helicóptero.

      —Asegúrese de que no sufra daños. El saldo lo haré al recogerlo, cuando esté seguro de que el helicóptero esté todavía en estas mismas condiciones.

      —No se preocupe, daré la orden de que lo separen del resto.

      Justo para hacer más verídica la imagen de estúpido con poder adquisitivo añado:

      —Es una locura, pero mis sobrinos me adorarán.

      —¿Quién no querría tener un helicóptero en su jardín? —comenta Airoldi.

      Tengo la impresión de que me está tomando el pelo, pero él no sabe la razón de mi compra, así que dejo que piense lo que quiera.

      ***

      —Estás de mal humor desde esta mañana. ¿Me vas a decir qué te pasa por la cabeza, o vamos a seguir así durante mucho tiempo?

      La pregunta, hecha por Aurelio con cierto ímpetu, no provoca ninguna aparente reacción. Después de un tiempo adecuado según Lara, llega la respuesta:

      —No me pasa nada por la cabeza.

      Enfatizando la palabra «nada», indica claramente cuánto su recipiente mental está lleno, listo para desbordarse.

      —Sé que estás pensando algo, y cuanto antes me lo digas, antes podremos recuperar un ambiente normal.

      —Si tienes alguna por ahí que te pueda dar un ambiente mejor que este sufrimiento que te causo, ¡eres libre para irte!

      Aurelio no responde enseguida, sabe que su mujer no conseguirá aguantar y dirá todo dentro de poco. Además, cree saber a qué se debe la hostilidad.

      —¿A dónde quieres que vaya? Este ambiente me gusta, cuando es normal —y con esta sutil invitación se abren las compuertas.

      —¿Normal? ¿¡¡Normal!!? ¿Es normal que no me puedas decir qué trabajo vas a hacer con esos dos tarados? ¿Es normal que me quieras hacer callar hablándome de dinero? ¿Acaso te he hecho pensar durante estos años que eso es lo que quiero? ¿Es normal que tengas que hacer un trabajo y yo no pueda saber qué es? ¡Extraño concepto de normalidad, el tuyo!

      —¿Por qué dices que son unos chalados? Te gustaban y te parecían simpáticos. ¿Ahora resulta que están locos?

      —Sí, sí. Evita la cuestión. De todas formas ya lo sabes...

      —¿El qué?

      —Sabes que no me vas a decir lo que estás tramando, para mí significará que ya no confías en mí y que, por lo tanto, nuestro matrimonio ya no tiene sentido.

      —¿Qué dices, te has vuelto loca?

      —Las cosas que hacemos tienen consecuencias, y esta es la consecuencia de tu comportamiento.

      Aurelio no sabe qué responder, tiene la sensación de que su mujer está hablando en serio y lo que ella está planteando es lo último que él quisiera que ocurriese. Decide que algo sí puede contarle.

      —De acuerdo, faltaré a mi promesa a Eraldo, te lo contaré...

      —¿Por qué la promesa a Eraldo es más importante que el compromiso que hiciste al casarte conmigo?

      Aurelio mira a su mujer y comprende que nunca habría debido prometer nada que la excluyera.

      —Tengo que ayudarles a construir un helicóptero sin que el ENAC lo sepa —dice, casi como liberándose de un peso.

      —¿Es decir?

      —Parece que un tipo rico quiere un helicóptero pero que nadie puede saberlo.

      —O sea, que servirá para hacer algo ilegal, ¿no te parece?

      Ahí estamos, todos deberían haber pensado lo mismo que su Lara. Es tan simple y tan evidente.

      —No lo sabemos y hemos decidido no preguntar nada. El hecho de no hablar de ello con nadie tiene como objetivo el justificar nuestra... ignorancia.

      —No me gusta.

      —Ganaré lo suficiente como para poder comprar el local. Sabes que alquilarlo se lleva casi todas nuestras ganancias.

      —No me gusta.

      —Llevaré cuidado para no involucrarme en nada más. Solo seré el mecánico.

      Lara niega con la cabeza y repite con voz más baja:

      —No me gusta.

      Aurelio se acerca y la abraza. Ella le deja hacer.

      Apoya su rostro en su hombro, le sujeta las

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