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Volando Con Jessica. Giovanni Odino
Читать онлайн.Название Volando Con Jessica
Год выпуска 0
isbn 9788885356634
Автор произведения Giovanni Odino
Жанр Приключения: прочее
Издательство Tektime S.r.l.s.
¿«Caio Gregorio, el guarda del Pretorio»? ¿Ranuzzi se llama así? El abogado lo ha contratado por su nombre, seguro.
Escribe algo en un papel y se lo da al mayordomo, que se va.
—Comandante, le ruego que espere todavía unos minutos. Mientras tanto, ¿podría explicarme cómo piensa organizar las lecciones de vuelo?
—No preveo problemas particulares. Acordaremos el calendario para los entrenamientos prácticos y para las lecciones necesarias de teoría. Pero primero, para estar seguros de que no tiene ninguna afección que pudiera generar problemas a gran altura o durante el vuelo, deberá realizar un pequeño chequeo.
He evitado hacer alguna referencia a su edad. Y he hecho bien, porque su respuesta es totalmente inesperada.
—¿Yo, un chequeo? No, por favor, no me interesa.
—No entiendo, ha dicho que debo enseñarle a pilotar...
Unos golpes en la puerta interrumpen la conversación. No es el mayordomo. En la biblioteca entra, levitando a la altura de doce centímetros de tacón, y contoneándose como las bailarinas de las Mil y Una Noches, un sueño rubio, verde y rojo: rubio el pelo, verdes los ojos y los labios, rojos.
Ahora lo sé: el amor a primera vista existe, y yo acabo de experimentarlo. De manera potente y absoluta.
—Hola, amor —las palabras se derraman como miel de esa fuente del olvido que son sus labios carnosos. Cuando besa al abogado tengo que frenar el impulso primordial de lanzarme a la garganta de ese que percibo como un macho rival.
—Aquí está su estudiante. Le presento a mi novia, Jessica.
—Encantado, señorita. Pronuncio esas palabras usando el registro más barítono de mi voz.
—Qué locura, ¿no le parece? Italo es así. Estoy tan excitada con la idea de aprender a pilotar...
La palabra «excitada», que llega a mis oídos mientras su perfume se insinúa en mi cerebro aumentando las sinapsis dedicadas a la percepción de los olores y estimulando el sistema límbico, provoca una ligera debilidad de mis rodillas.
Intento ponerme mi máscara más profesional.
—Como le decía al abogado, se trata de hacerse un chequeo y luego es sólo cuestión de organizar el calendario de lecciones.
—¿Debo hacerme un chequeo? Pero si estoy bien —dice con un gorjeo y girando sobres sí misma como una bailarina.
Oh, sí que estás bien. Estás fenomenal.
—No será más que una formalidad, así estaremos seguros de que podremos continuar sin problemas.
—Y ¿qué piensa? ¿Me darán el visto bueno para pilotar el helicóptero? —y extiende las lagunas verdes que tiene a los lados de esa bonita nariz.
Y allí, durante un segundo, me atraviesa la duda de que, más que ella sea, se haga. ¿Ya se ha acabado el amor a primera vista? No, me escaparía con ella nada más salir de la biblioteca del abuelo, o sea, del novio, o sea, del abogado.
¿Abuelo? ¿Pero qué digo? Es más joven y está más en forma que yo. Y encima tiene pelo.
Ignoro estos pensamientos y decido veme tan joven como me hace sentirme la pequeña perturbación que Jessica ha provocado en mis dos últimas moléculas de testosterona.
El abogado se me acerca, me coge los antebrazos y me dice con aire decidido:
—Le confío un tesoro y espero que usted haga todo lo necesario para que permanezca intacto.
No sé por qué, pero me da la impresión de que estas palabras tienen muchos significados. Incluido aquel, apenas escondido, de las consecuencias que derivarían de daños de cualquier naturaleza a su tesoro. Asiento con la cabeza y el abogado comprende que he comprendido.
—Mantendremos el contacto a través de Caio Gregorio. Los asuntos económicos también los llevará él. Muchas gracias. Extiende la mano en lo que es evidentemente una despedida.
—Adiós, abogado. Adiós, señorita.
El abogado levanta el brazo. Esta vez me sorprende la llegada del hombre de negro.
—Acompaña al comandante y dale toda la información sobre el manejo de las cuestiones económicas. Dale los números de contacto y para fijar las citas. ¿Has preparado lo demás?
—Como usted dispuso.
El mayordomo me conduce hasta la puerta. Antes de abrir esta saca una libreta de su chaqueta. Entreveo la pistola en el pequeño bolsillo del lado izquierdo. Se da cuenta de que la he visto, pero no dice nada. Escribe mis datos y me da un papel con los suyos. Después me entrega una bolsa flácida, de esas que están de moda y usan indistintamente hombres y mujeres. Esta desprende un olor de piel cara mezclado con el perfume, que reconozco, de la novia. Probablemente antes la había usado la chica. Aspiro el olor con toda la capacidad de mis pulmones.
El mayordomo abre la bolsa y me muestra que dentro hay tres gruesos paquetes rectangulares.
—Son cincuenta mil de anticipo para cada uno. Puede contarlos, si quiere. Uno para usted y los otros para sus compañeros.
¿Cincuenta mil de anticipo para cada uno? Decididamente, me he topado con algo excepcional... y aquí está el argumento para ayudarme a convencerlos.
—Todavía no sé si aceptarán —preciso, cogiendo la bolsa—. ¿Se fían tanto como para dármelo así?
Caio Gregorio solo muestra una pequeña ondulación de las comisuras de los labios.
—Si no aceptan, nos los devuelve. El dinero que no se merece se devuelve siempre. Adiós —me dice, hablando lentamente.
—Adiós —respondo.
No hay duda: si quien tengo en mente no acepta devolveré hasta el último céntimo, y con mucho cuidado para que los envoltorios no se estropeen demasiado.
III
30 de mayo
Son casi las doce cuando dejo la carretera provincial del valle Tanaro para coger la que me llevará, subiendo por entre los viñedos, al pueblo de Mongardino. Rápidamente llego a la plaza donde encuentro a Sante esperando.
Nos saludamos abrazándonos, no sin cierta emoción recíproca.
—Cuánto me alegro de verte. Ya creía ser un desaparecido del mundo del helicóptero.
—Querido Sante, somos viejos y los nuevos reclutas han ocupado todos los puestos libres. Los pilotos jóvenes, ya sabes, son muy aguerridos.
—Y se prostituyen por dos duros. Nosotros, por lo menos, exigíamos que nos pagasen.
Un tema clásico de conversación de mi amigo. Los años no le han cambiado, al menos en este aspecto.
Me doy cuenta de que cojea ligeramente.
—¿Qué te ha pasado? Le pregunto señalando la pierna.
—Ah, eso, nada en particular. Antes o después tendré que operarme de la cadera. Más pronto que antes, por cierto.
Hace al menos diez años que no lo veo. Sin que se me note, intento observar cómo ha cambiado. Es tan alto como yo, pero él ha conservado un físico delgado. Su pelo ondulado está completamente blanco, mientras que las gruesas cejas todavía mantienen algo de su color inicial. La cara, ahora surcada por profundas arrugas, es como la recordaba: caracterizada por una nariz griega y dos ojos oscuros y brillantes.
Me da por sonreír al ver que se viste igual que cuando lo conocí: zapatos suaves, pantalones cómodos y chaqueta rústica de estilo inglés clásico. Más que un viejo piloto en la ruina parece el último terrateniente anciano del pueblo.
—¿Qué tal se vive en Mongardino?
—Bien.