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o en el extranjero. Espero antes de exponer mi propuesta. Quiero que hayamos agotado los otros temas para tener toda su atención.

      —He leído que buscan pilotos y técnicos en Canadá. E incluso pagan bien —dice Sante.

      —¿Sabes en qué condiciones trabajan? —pregunta Aurelio—. Vosotros sois demasiado viejos para transportar pasajeros, y solo os quedaría, admitiendo que lo necesitarais realmente, el trabajo aéreo. La concurrencia es grande y tienen unos horarios de trabajo terribles. Perdonadme que os lo diga, pero es duro incluso para los jóvenes.

      —Pero tú eres mecánico y además eres más joven. Tú podrías.

      —A lo mejor yo podría encontrar trabajo más fácilmente, pero los servicios en tierra en el norte de Canadá son un castigo demasiado grande para mí, que no he hecho nada malo para merecerlo,

      —Aumenta la demanda en Brasil para las nuevas perforaciones petrolíferas en el mar.

      —La canción es la misma, los pilotos ya no tenemos edad y él quiere acabar sus días sin tener que sufrir demasiado —comenta Sante. Aurelio asiente.

      —¿Volviste a oír hablar de tu amigo americano? Me parece que se llamaba Bogard —pregunto a Sante.

      —¿Bogard? —responde con una expresión maravillada.

      —Sí. Aquel de quien me habías hablado cuando volviste de tu viaje a Tejas.

      —Tienes buena memoria, habrán pasado veinte años. Su nombre es Robert. Déjame pensar... la última vez que hablé con él fue cuando me llamó hace cinco años más o menos. Estaba de paso en Suiza y pensaba que habríamos podido vernos. Pero no pudo ser.

      —¿Sigue teniendo la misma organización?

      —Hace cinco años, sí. Me dijo que estaba en Europa visitando los centros de mantenimiento principales.

      —¿Solo mantenimiento oficial?

      —Después habría ido a África, Sudán y Nigeria, creo, buscando contactos con organizaciones no gubernamentales que estuvieran interesadas en conseguir helicópteros.

      —¿Organizaciones no gubernamentales? —pregunta Aurelio—. ¿Como Médicos Sin Fronteras o Emergency?

      Sante explota en carcajadas.

      —No tan humanitarias —dice, y hace una breve pausa—. ¿Estás entrando en materia? —Levanta un vaso de grappa en lo que me parece un brindis solitario de buenos auspicios.

      —¿Sigues teniendo su número de teléfono? ¿Podrías volver a dar con él?

      —Diría que sí. Creo que lo escribí en algún sitio. ¿Cómo es que te interesas tanto por él?

      —Ahora os lo explico. Después me diréis si os puede interesar a vosotros y a cambio de qué.

      —¡Lara! —llama Aurelio.

      —¿Por qué gritas? No estoy sorda como vosotros tres, viejos pilotos —responde su mujer abriendo la puerta de la cocina.

      —Tenemos para largo. Si quieres irte a casa...

      —Iba a sugerirlo yo.

      Lara se acerca a la mesa. Sante y yo nos levantamos para despedirnos y agradecerle la deliciosa comida. Nos deja y vuelve a desparecer en la cocina.

      —Hay una escalera que lleva al piso de arriba: casa y bodega —explica Aurelio, intuyendo nuestra curiosidad.

      —Cómodo.

      —Sí, pero ¿quieres volver a liarte con los helicópteros?

      —Lo primero es pedir vuestra palabra de que, independientemente de lo que decidamos al final, todo lo que digamos se quedará entre estas cuatro paredes. Es importante y tenéis que responderme sin incertidumbres.

      Sante suelta con buen humor:

      —Deja de tocar las narices y cuéntanos. Te estás enrollando demasiado. Sabes que te puedes fiar.

      —De acuerdo, no contaré nada —confirma Aurelio.

      Tienen razón, basta de dar rodeos.

      —Se trata de montar un helicóptero con el máximo secreto. Un helicóptero perfecto, pero sin matrícula. Tendrá que ser ensamblado sin que nadie lo sepa, a parte de nosotros y el cliente —hago una pausa, pero ninguno de los dos abre la boca. He captado su interés y esperan que siga con la explicación—. Tendremos que crear un taller en un edificio que se encuentra en una propiedad del cliente. Es un lugar aislado.

      —¿Qué helicóptero? —pregunta Aurelio.

      Claro, él es el mecánico, y va inmediatamente a lo práctico. Ya ha comprendido que será él quien lo montará.

      —¿Y para qué sería? —pregunta Sante.

      —Os lo diré después de que hayamos llegado a un acuerdo. Pero antes respondo a Aurelio Podría ser, creo, aunque podemos discutirlo, un 500 C.

      Por la expresión de su rostro que se relaja entiendo que se siente capaz de hacerlo. No me sorprende. Los tres conocemos bien ese aparato.

      —Entiendo que yo sería quien montaría el cacharro. Pero ¿yo solo? —pregunta.

      —Tú solo no, con la ayuda que podamos darte nosotros.

      —O sea, yo solísimo.

      —¿Por qué el 500? —interviene Sante.

      —Porque América está llena de excedentes militares y tú conoces a alguien que podrá conseguir las piezas necesarias. Y Aurelio tiene amigos en los centros de mantenimiento que conocen ese modelo.

      —Ahora entiendo el porqué de las preguntas sobre Bogard.

      Sonrío y asiento.

      —Pero tú también conoces a esas personas —continúa Sante—, podrías prescindir de mi ayuda. Mi aportación es mínima.

      —Tú los conoces bien y sabes cómo tratarlos y cómo convencerlos para que no hablen. Tú también decidirías el coste, y luego decidiríamos juntos cómo proceder. También tendrás que encontrar la manera de transferir el dinero por canales no oficiales. ¿Ves que eres estratégico? Tu trabajo es tan indispensable como el técnico.

      —Y... y... —Sante se inclina sobre la mesa y susurra— y... ¿cuánto ganaríamos?

      —¿Por qué hablas tan bajito?

      —Porque si es algo tan secreto no veo por qué tendríamos que estar gritando a los cuatro vientos, ¿no te parece?

      Veo una cierta lógica, salvo que solo estamos nosotros tres en el local.

      —Antes de hablar de dinero me gustaría saber qué riesgos corremos —dice Aurelio—. No me interesa tener la cartera llena de dinero y yo en la cárcel.

      —No empieces a ser un miedica, ¿vale? Todavía me acuerdo de lo que me hiciste perder en Bengasi —replica Sante.

      —¿Todavía sigues con esa historia? Deberías agradecérmelo. Impedí que te metieras en líos.

      —Eres un cobardica. Era una tontería por la que nos habrían dado un montón de dinero.

      —¡Que te crees tú eso! Te lo habrían clavado por la espalda. Una vez obtenido lo que querían te habrían enterrado en el desierto.

      —Yaaa... enterrado... ya había llegado a un acuerdo. Se fiaban.

      —Perdonad —interrumpo—. Ayudadme a comprender esto.

      —Nos daban una buena cantidad de dinero —explica Sante—, por llevar dos cajas de material. Y él no quiso.

      —Estás completamente ido. Ya antes tenías problemas, pero ahora muestras signos de Alzheimer.

      —Ya. Porque ¿no era así?

      —De

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