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dos o tres vuelos cada día. Después de los cuales nos quedábamos en espera de eventuales emergencias. Un buen día algunas personas del lugar propusieron a Sante que transportara a escondidas cajas con armas y explosivos. Ellos las llevarían al hangar del aeropuerto y nosotros deberíamos aterrizar en algún lugar de la ruta y dárselas a otra persona x.

      —¿Ves que tenía yo razón? Un trabajo facilísimo, no se habría dado cuenta nadie y habríamos ganado diez mil dólares. Digo bien diez mil.

      —¡Pero tú estás loco! ¿Sabes cómo son las prisiones en Libia? Nos habrían matado, o como mínimo ahora podríamos estar cantando como sopranos.

      —Me llaman Mimìiiii... —entona, o más bien desentona Sante con voz de falsete.

      —Entonces, para el trabajo que nos propones —continúa Aurelio—, me gustaría saber qué riesgos vamos a correr. Y me gustaría saber si es un trabajo para terroristas o algo parecido. Porque, en ese caso, lo haréis sin mí.

      —No empieces, no empieces. Tenemos la ocasión de ganar dinero y ya te estás echando para atrás.

      —Correríamos solo riesgos limitados —explico—. Volar sin el certificado aeronavegabilidad, no declarado a la autoridad civil. En mi opinión no hay sanciones penales, y si las hubiera, serían de poca importancia. No tenemos antecedentes, así que nadie tendrá que ir a visitarnos a la cárcel.

      —Efectivamente, conozco gente que ha hecho de todo y siguen trabajando tranquilamente —comenta Aurelio. Y después vuelve a preguntar— ¿pero para qué lo quieren? ¿Por qué tanto secreto?

      —No lo sé, y no le he preguntado. Nosotros lo construiremos, como nos pide el cliente, y después será su problema el uso que quieran darle.

      Sante se tapa los oídos con las manos.

      —No me digas nada. No quiero saberlo. No me hables de ello.

      —Si supiéramos para qué lo usan seríamos cómplices —continúo—. Así, como mucho, nos podrán acusar de haber sido incautos. A lo mejor perdemos la licencia de piloto y de mecánico.

      —Es cierto que nuestras licencias, excepto tú, las usamos ya muy poco, o nada —añade Aurelio.

      —Exacto —coincido—. Ahora mismo soy el único de nosotros que la usa y, si me pagan el equivalente de los próximos diez años de mísero salario, puedo hasta regalarla.

      —Diez por cero es cero. Mejor que sea más —dice Sante. Después pregunta— ¿cuánto?

      Lo miro en silencio. Ya he comprendido que lo harían incluso por menos de la cifra que he convenido tan fácilmente solo porque alguien había dicho al abogado que yo era un tipo capaz y disponible.

      Capaz, no hay duda, pero disponible, ¿en base a qué podrían decirlo? ¿Es posible que aquel misterioso empresario me conozca mejor de lo que yo me conozco a mí mismo? Aunque, al final, allí estaba, intentando organizar el trabajo.

      —¿Entonces? ¿Se te han roto las cuerdas vocales? —Sante me sacude dándome un golpe en la espalda.

      —Son ciento cincuenta mil euros.

      —¿Ciento cincuenta mil? —pregunta para obtener una confirmación—. Por cincuenta por cabeza le construimos incluso la Sojuz. Conozco un par de comerciantes con contactos dentro del antiguo Ejército Rojo.

      Esperaba que lo vieran así. No he especificado a posta, para hacer un mayor efecto cuando anuncie el salario real.

      —Habéis entendido mal. Son ciento cincuenta mil por cabeza.

      Sante reacciona primero. Después de unos segundos durante los cuales enmudece, explota con un:

      —Grandísimo hijo de puta, ¿cómo has conseguido que te den tanto dinero?

      —Se lo he pedido y ha aceptado.

      —¿Sin regatear?

      —Yo he aceptado su petición y él ha aceptado la mía. Le he dicho que sois indispensables.

      —Has sido astuto —dice Sante.

      —Nada de particular. Solo he dicho la verdad. Sin vosotros no podría hacerlo y, si no aceptáis, yo también lo rechazaré.

      —Perdonad —se integra Aurelio en la conversación—. ¿Cómo podemos estar seguros de que nos pagará? Con tanto dinero es fácil que, acabado el trabajo, el cliente desaparezca.

      Cojo, con ademán teatral, la bolsa del respaldo de la silla. Extraigo los tres paquetes, los pongo encima de la mesa haciendo suficiente ruido en la tabla de madera. Quito una parte del envoltorio de papel de uno de ellos para enseñar el montón grueso de cincuenta billetes de cien euros. Los tres dejamos de respirar, como hipnotizados por esa visión surrealista.

      —No podremos hablar de esto con nadie —repito, dirigiéndome principalmente a Aurelio—. Lo siento, pero a Lara también tendrás que decirle lo mínimo indispensable.

      Después vuelvo a hablar en general:

      —No hablaremos con nadie, por íntimo que sea, del helicóptero ni del lugar en el que trabajaremos. Nos inventaremos una mentira creíble y la mantendremos los tres.

      Cómo me gusta esta parte. Siento un placer físico al mantener el suspense en mi discurso. Consigo ponerme en el lugar de ellos y casi captar sus pensamientos.

      —Haced un gesto de que habéis comprendido y estáis de acuerdo.

      Sante coge el paquete ya abierto.

      —Entiendo. Estoy de acuerdo. Cojo este porque no me gustaría que los otros tuvieran recortes de periódicos.

      Nos reímos con el chiste pero, por la duda que se infiltra en nosotros, decidimos controlar el contenido de los otros sobres.

      Me alegro de que den por descontado que mi compensación será igual a la suya. Podría justificar fácilmente la diferencia argumentando que la proposición me la han hecho a mí y que soy yo el que les elije a ellos. Pero sé que, al final, la diferencia podría crear rencores. Mucho mejor así. No necesito mentir y el problema no se presenta.

      Salvo que yo sí lo sé y esto no me hace sentirme contento conmigo mismo. Por primera vez en mi vida no soy sincero con mis compañeros. Siempre hay una primera vez para cualquier cosa, por lo que parece.

      Decido no pensar más en ello.

      —Nos vemos de nuevo la semana que viene. Que cada uno desarrolle sus ideas sobre cómo realizar el proyecto. Recordemos que, como hemos aceptado el anticipo, ya no podremos echarnos atrás. Dentro de un año, como muy tarde, el helicóptero deberá poder volar.

      Los dos asienten.

      —¿Tengo que contratar a Bogard? —pregunta Sante.

      —Sin pasarte. Pregunta solo si tiene disponibles las piezas de recambio, de la turbina hasta la transmisión, y las palas. O sea, todo. Él y los otros proveedores solo te conocerán a ti. Cada uno de nosotros, una vez que tenga un contacto, ya sea para el mantenimiento, para la provisión de piezas o para la logística, continuará solo. Así nadie podrá hacer asociaciones.

      —¿Y yo? ¿Qué hago mientras tanto? —pregunta Aurelio.

      —Empieza a buscar los manuales de mantenimiento para poder realizar el ensamblaje. Inventa las excusas que quieras.

      —Conozco bien ese helicóptero, pero la versión civil, no el Cayuse, la versión militar. Has hablado del excedente del ejército americano...

      —La base será un Hughes civil, quizá un viejo Breda Nardi, que conoces bien. Deberás adaptar algunas cosas, pero estoy seguro de que podrás hacerlo perfectamente.

      —¿Dónde lo has encontrado?

      —Todavía no lo tengo, pero tengo algo en mente. En nuestra próxima reunión espero poder daros buenas noticias. Mientras tanto deberías hacer una lista de las herramientas que necesitarás,

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