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      —¿Todo bien? — intento cambiar de tema—. ¿Qué tal es el material? —pregunto mirando el conjunto de piezas mecánicas colocadas ordenadamente al lado del fuselaje del helicóptero.

      —A primera vista parece bueno —responde Aurelio—, pero lo sabré solo cuando las haya examinado mejor.

      Asiento. Miro alrededor. Conozco el lugar, llevamos un mes trabajando aquí, pero cada vez valoro más la organización del espacio que ha hecho Aurelio. Es un gran profesional; y Sante es perfecto para tratar con ese tipo de gente para conseguir las piezas. Sin ellos no habría podido hacerlo.

      —Si no me necesitas iré a dar una vuelta —digo a Aurelio.

      —Hoy no os necesito.

      —Entonces ¿puede venir Sante conmigo?

      —Llévatelo de aquí, pero coge esta lista de herramientas, las necesito más bien rápido.

      —¿Vamos al mismo proveedor?

      —Las ferreterías milanesas tienen todo, y de las mejores marcas.

      —Entonces voy yo, así cambiamos la cara del cliente. Veo que necesitas una pequeña presa y un cargador de baterías profesional; podré meterlos en el Volvo. Los tendrás el miércoles o el jueves.

      —Adiós —dice, volviendo a trabajar en el área del motor.

      Estoy contento. Conozco bien a Aurelio y sé que cuando se comporta de manera más hosca significa que está concentrado en su trabajo.

      Fuera examino con Sante la zona donde haremos las operaciones de vuelo. Al lado de la construcción que sirve de hangar se abre un amplio espacio abierto cubierto por un césped inglés compacto y muy bien cuidado. Los árboles que lo rodean por los tres lados, a parte del que está ocupado por el cobertizo, son suficientemente altos. El lado más largo del prado, de unos cincuenta metros, me parece suficiente para permitir maniobras de despegue y aterrizaje.

      —¿Qué te parece? —pregunto a Sante.

      —Más que suficiente.

      —Me parece que hemos empezado con buen pie. Y has hecho un buen trabajo con Bogard.

      —Un poco caro, esperaba gastar menos.

      —Cuando se quieren cosas fuera de lo normal hay que estar dispuesto a pagar por ellas. Le he dejado muy claro este punto al abogado.

      El ruido de un coche que llega orienta nuestra atención en dirección de la avenida que va del portón de entrada a la villa. Me doy cuenta de que mi corazón se ha acelerado: podrían ser el abogado y Jessica.

      ¿Cómo es posible que tenga reacciones de adolescente? ¡Acabaré siendo un hazmerreír!

      El coche es un viejo Golf rojo. Se para delante de la casa y bajan dos personas: un hombre y una mujer de media edad. Miran hacia nosotros, hablan entre ellos y entran en el edificio.

      —Son los custodios, los De Prà: Oreste y Germana —comento.

      —Ya. Parece que siguen ocupándose de sus propios asuntos.

      —Al menos cuando estamos nosotros.

      —Quizá deberíamos acercarnos para conocerlos. Antes o después tendremos que quedarnos a dormir.

      —Otro día, hoy vamos a la ferretería.

      Pasando por delante de la casa veo que los dos nos observan desde la ventana.

      VIII

      4 de agosto

      El paisaje desfila rápido. El motor de mi coche cumple su deber, girando sin descanso. Considerando los años que tiene y los kilómetros que ha recorrido está haciendo una buena prueba de resistencia. Probablemente no se da cuenta de la traición que estoy preparando.

      —Recuerda que este te lo compro yo —me dice Sante como si me hubiese leído el pensamiento. Luego sigue:

      —¿Cuándo llega el Carrera?

      —Todavía no lo he decidido, estoy pensando.

      —Yo no lo cambiaría, casi cien mil euros por un coche es un robo.

      —Al final serán muchos menos, porque lo compro de segunda mano, y, de todas maneras, en todos mis años de trabajo no he conseguido ganar lo suficiente para permitírmelo. Quizá no soy tan viejo como para no darme esta satisfacción.

      —¿Quieres presentarte delante de la rubia con el cochazo?

      —¡Ya era hora!

      —¿Ya era hora de qué?

      —De que dijeras la tontería del día. Hoy llevabas retraso y me estaba preocupando.

      —Querido Eraldo, te conozco desde que eras un piloto joven y ambicioso. ¿Te acuerdas de que te llamaban Manfred el Rojo?

      Manfred el Rojo... Qué nostalgia: veinticinco años y la convicción de que podría conquistar el mundo. Y todas las chicas del mundo.

      —No porque fueras tan buen piloto como el mítico Barón Rojo —especifica Sante—, sino por tu simpatía por el Che.

      —Me acuerdo bien. Y el Che me sigue gustando. ¿Y qué?

      —Reconozco cuando estás enamorado. A esta edad se te pone la misma cara de pez cocido que antes.

      —No. Te equivocas. Y ahora dejemos de hablar de esto.

      —Como quieras. Hablemos de trabajo. ¿Qué piensas de esta invitación a San Remo?

      —No lo sé, pero creo que el abogado quiere hablar del proyecto con más tranquilidad.

      —Lo importante es que no encuentre excusas para no pagar.

      —No habrá problemas. ¿Has visto cómo ha sido puntual hasta ahora?

      —Sabes, está bien fiarse pero...

      —No habrá problemas, porque el helicóptero solo estará listo para volar cuando nos haya pagado todo. Exactamente como acordamos.

      —Muy bien.

      —Muy bien Aurelio, la idea fue suya.

      —A propósito de dinero: ¿estás seguro de que este viaje lo pagará él? Tres días en el Royal de Sanremo deben costar una fortuna.

      —Te los puedes permitir, con todo lo que has ganado hasta ahora.

      —No puedo gastármelos en estas chorradas. Tengo pensado irme al extranjero, ya lo sabes.

      —Dijo claramente que sería un placer para él hospedarnos Si eso significa algo ...

      —Qué lástima que Aurelio no pueda venir.

      —Tienen la cabeza sobre los hombros, esos dos. No tienen ninguna intención de cerrar la taberna.

      —Pocos beneficios para el esfuerzo que supone. Deberían irse a Estados Unidos. Allí sí que podrían ganar dinero con un restaurante italiano.

      Sante es así. Las cosas normales no son suficiente. Los sueños, del tipo que sean, sí.

      —¡La salida! —exclama, haciendo un gesto con la mano de ir a la derecha.

      Consigo salir de la autopista por los pelos. Me imagino lo que habrá pensado el conductor del coche de atrás.

      Después de veinte minutos, curvas y costa, sobre las siete de la tarde entramos en el aparcamiento del Hotel Royal.

      —El abogado les espera en el restaurante a las nueve —nos informan en recepción, después de haber controlado la reserva de las habitaciones. Luego añade:

      —Les deseamos una estancia agradable.

      —Ya veremos —comenta Sante—. A propósito, ¿podría confirmar si está todo pagado por el abogado?

      El empleado coge una hoja de

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