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si debo participar en alguna protesta, el juicio sobre la legalidad de la guerra será importante en el contexto de mi deliberación práctica, para saber cómo votar o si unirme a la protesta.

      Si hubiera sido un miembro del gobierno o del Parlamento del Reino Unido en febrero de 2003, al considerar la cuestión de la legalidad de la guerra, habrían sido pertinentes los mismos factores para resolverla que en el caso contemplativo. Pero la deliberación habría sido un asunto de razonamiento práctico, no de pura contemplación o especulación. Habría sido fundamental para mi deliberación la cuestión de si debía permanecer en el gobierno y apoyar su política militar, o la cuestión de si debía votar «sí» o «no» en la votación sobre si se debía aprobar la acción militar. (En realidad, en aquel tiempo yo era un Miembro del Parlamento Europeo, donde alcé mi voz y mi voto en favor de las resoluciones que deploraban la decisión de embarcarse en una guerra en las circunstancias de aquel momento.)

      Esta distinción se sigue de las proposiciones ya establecidas, de que son los hechos los que pueden ser constitutivos de las razones. La cuestión de si cierto hecho se da o no se da no puede determinarse por medio del razonamiento práctico. La cuestión de si el hecho, en caso de que se dé, es una buena razón para que una persona actúe tras la debida deliberación depende de cómo esté situada esa persona. Los hechos pueden ser razones relacionadas con una acción, pero solo para una persona que contemple unas acciones para las que sea pertinente este hecho y otros. La cuestión de si son pertinentes o no depende de si aparecen en una máxima reguladora o una norma de acción, y en este asunto siempre es decisiva la prueba de la universalización.

      Las razones concernientes a otros en la deliberación son (o incluyen) razones morales del tipo generado por la voluntad racional de la manera indicada. Son esencialmente interpersonales y relacionales, de modo que poseen cierta reciprocidad intrínseca. El hecho de que sea incorrecto que yo lo ataque y ponga en peligro su vida implica que es igualmente incorrecto que usted me ataque, y así sucesivamente. Sea cual sea la mejor versión de «no matarás», es universal, así que si obliga a uno obliga a todos. Lo mismo vale para la prohibición de robar, de dar falso testimonio, de mentir y de romper las promesas, por tomar algunos ejemplos trillados y poco controvertidos. Mi deber de no atacarlo se corresponde con su deber de no atacarme, y así sucesivamente. Por lo tanto, a la inversa, cada uno de nosotros tiene un derecho frente a todos los demás de no ser atacado. Del mismo modo, tenemos el derecho de no ser robados, de no sufrir perjurio, de no ser engañados y de no ser decepcionados por el incumplimiento de una promesa.

      Así que estos y otros deberes morales básicos tienen un aspecto dual. Por un lado, por supuesto, equivalen a restricciones autoimpuestas que limitan lo que podemos permitirnos hacer correctamente. Por otro lado, sin embargo, demarcan un dominio de libertad moral, en el que somos libres de actuar como nos parezca mejor una vez que estamos seguros de que eso no implicará el incumplimiento de un deber, o, dicho de otra forma, la violación de un derecho de alguna otra persona.

      Cuando consideramos el razonamiento práctico en su modalidad concerniente a uno mismo, dirigido a escoger y emprender proyectos y actividades dentro de algún plan de vida más general, la importancia de esto queda clara. Al decidir de manera deliberativa o ejecutiva sobre qué hacer o cómo empezar un proyecto adoptado (por ejemplo, escribir un libro), estamos en primer lugar y principalmente deliberando sobre el bien. Nos estamos preguntando: «¿Cuál es un buen uso de mi tiempo, cuál de los diferentes buenos usos es actualmente el mejor?» De nuevo, esto no solo implica un sentido adquirido de lo que vale la pena hacer, sino también el desarrollo de ese sentido por medio del razonamiento autónomo. El juicio sobre qué es lo que merece su interés, preocupación, atención y acción es un juicio del ámbito del «debería», aunque no del ámbito del «deber» como tal. Es universal en un sentido más débil que el juicio de un deber. Lo que merece la pena para mí debe merecer la pena para cualquiera —pero no para todos—. Las personas tienen diferentes talentos y predilecciones, y alcanzan la madurez en la toma de decisiones tras diferentes cursos de aprendizaje, escolarización, formación o lo que sea. Cada una debe ser capaz de ver qué es lo que hace que los fines de otra sean valiosos, o de lo contrario su valor es puesto seriamente en duda. Sin embargo, no todos adoptan proyectos idénticos, ni tampoco deberían o podrían hacerlo. Este es otro rasgo esencial de la libertad moral. Personas diferentes poseen diferentes bienes y diferentes percepciones del bien. Una persona puede considerar que el proyecto de otra es una total pérdida de tiempo, pero eso no justificaría que interfiriera (aunque puede ofrecer críticas y consejos amistosos). Las personas que se mantienen dentro de sus derechos son moralmente libres para perseguir sus propios fines, y de hecho a cometer sus propios errores de vez en cuando.

      Ciertamente, eso no es todo. Muchos deberes entran en la deliberación como una parte de lo que delinea el bien que se puede decidir perseguir. Una hija atenta puede planear unas vacaciones que incluyan a su padre anciano y permitirle que visite algún lugar que él siempre ha querido ver, como Venecia o el Gran Cañón. Tales acciones no se realizan por puro deber y en contra de nuestras inclinaciones; se realizan por placer y como un acto de amor, y pueden ser experiencias profundamente gratificantes. Esto, no obstante, no excluye el hecho de que una parte de la motivación para elegir tal viaje de vacaciones es un sentido de obligación o deber filial. Esto también es significativo porque justifica lo que uno no hace. Tal vez haya otra persona anciana entre sus conocidos a quien le haría aún más ilusión este viaje que a su padre, pero existe una obligación previa hacia el padre, así que la cuestión simplemente no cruza el umbral de la deliberación. En el ejemplo mundano de la escritura de un libro, hemos visto que las consideraciones sobre lo que uno debe a quien le concedió la beca, a su universidad, a sus colegas y a su editor pueden formar parte de la amalgama de motivaciones —o razones— que uno adopta para justificar el proyecto.

      Si es cierto que los seres humanos, en cuanto criaturas racionales y activas, tienen que ser considerados en algún sentido los creadores autónomos de sus propias normas morales y sus propios valores, ha sido cierto por mucho tiempo. En el siglo XXI de la Era Común, nosotros los humanos tenemos una antigüedad respetable como especie, aunque seamos unos recién llegados en comparación con las tortugas, los cocodrilos u otros. Esto hace que sea improbable que, en la generación actual o en cualquier generación reciente de humanos, la autonomía de cada persona implique una originalidad radical. La mayoría de las posibles versiones de valores y normas morales creíbles ya habrán sido propuestas, probadas, refinadas y abandonadas en algún momento o lugar. Además, precisamente debido a la reciprocidad que conlleva el reconocimiento de normas vinculantes que gobiernan las relaciones humanas, es probable que la mayoría de las personas que interactúan en gran medida entre ellas hayan llegado al menos a algún tipo de entendimiento provisional sobre lo que cada una debe a todas las demás.

      Conjuntamente con esta reflexión general viene la necesidad más concreta de varios tipos de convenciones que faciliten la coordinación mutua. Los sistemas comunes de medición y comunicación del tiempo son esenciales en las sociedades industriales y postindustriales basadas en alta tecnología. Las lenguas mismas que hablamos son un mecanismo

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