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de la personalidad de sus padres porque entre los suyos encontramos algunas claves decisivas para analizar su futuro comportamiento: su sentido de la justicia y de la misericordia, su concepto del perdón y de la confianza, y su preocupación por los más necesitados.

      Años después enseñaría que la condición de hijo de Dios empuja al cristiano «a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que en justicia le corresponde»9, situándose, al igual que su padre, en un ámbito superior, más allá de lo que establece la «letra de la ley»10.

      Esta sensibilidad social se entrelazaba con las convicciones religiosas de los Escrivá, que vivían su fe sin estridencias. Acudían a la iglesia con asiduidad, para participar en la Misa o en otros actos litúrgicos y cada miembro de la familia cultivaba sus propias devociones en un ambiente distendido, muy alejado de esas atmósferas religiosas asfixiantes, de raíz puritana, que reflejaron en sus películas algunos cineastas del siglo XX, como Bergman11.

      El ejemplo paterno –en el carácter, en la vida espiritual, en las relaciones con los demás y en su preocupación por los necesitados– influyó en el modo de ser y en la vida de Josemaría de forma discreta pero intensa. Habló en público en pocas ocasiones de las virtudes de su padre, por entender que pertenecía al ámbito de su intimidad familiar; pero a lo largo de su vida tuvo gestos muy elocuentes de agradecimiento hacia él. Esto corrobora la afirmación de Van Thuan: «Cuando conocemos nuestras raíces familiares nos damos cuenta de que pertenecemos a una historia que supera nuestra biografía concreta. Y captamos con mayor verdad el sentido de nuestra propia historia»12.

      Siguiendo a Aardweg, todo hace suponer que aquella transformación interior –desde la rebeldía hasta el pleno abandono en Dios– debió costarle sangre, por su modo de ser, apasionado y sensible. Con razón le decía su madre: «Hijo mío: vas a sufrir mucho en la vida, porque pones todo el corazón en lo que haces»13.

      El historiador alemán Peter Berglar compara su reacción con la de Lenin:

      De Lenin sabemos que a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar Alejandro III, perdió la fe cristiana. «Al caer en la cuenta de que Dios no existía –escribe su amigo Lepeschinski–, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí».

      Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles consecuencias: para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad. Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad, para el bien y para el mal14.

      Aunque sabemos poco sobre esta crisis interior, parece evidente que la actitud serena de sus padres le ayudó a superarla. Siempre admiró que su padre supiera «llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana»15.

      «Y fuimos adelante –recordaría Escrivá tiempo después–. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal –ahora me doy cuenta–, que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones, le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. [...] Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro»16.

      El ejemplo paterno –señala Aardweg– fue decisivo en la consolidación del carácter de Escrivá en cuanto varón. Explica este psicólogo holandés que cuando un hombre joven se siente querido por su padre y se reconoce como hijo –porque también su padre le reconoce como tal–, se vuelve más capaz de tratar de forma paternal a sus hijos en el futuro. «Ese fuerte sentido de la filiación, que constituye el fundamento natural de la paternidad, tiene especial interés a la hora de estudiar la personalidad de Escrivá, que habló con tanta frecuencia de la alegría de saberse hijos de Dios»17.

      Este es un rasgo común de los Escrivá, padre e hijo: a pesar de las numerosas penalidades que padecieron, supieron mantener una actitud alegre, abierta y cariñosa.

      La alegría mezclada con el dolor constituyó la cara y la cruz de su vida, fruto de la paradoja cristiana de la que hablaba Chesterton. Esa paradoja supone uno de los mayores retos narrativos a la hora de mostrar la vida de esos hombres y mujeres que los cristianos denominan santos. Algunos hagiógrafos del pasado tendieron a convertirlos en cariátides impasibles con extraños poderes. En una colección de «Vidas de santos» muy popular se representaba a Antonio de Padua predicando a una muchedumbre de peces con la boca fuera del agua. «Todos escucharon muy atentos el discurso –asegura el hagiógrafo– y no se fueron hasta que el santo les dio su bendición»18.

      Ese gusto por lo maravilloso y lo extraordinario ha ido componiendo con el paso de los siglos otra «leyenda dorada», tan sugestiva como falsa; y ha dejado hasta nuestros días la falsa impresión de que el santo es una especie de «superhombre».

      Esos hagiógrafos, además de escamotear y deformar la realidad, eluden el reto narrativo que plantean las existencias de estos hombres y mujeres: porque no resulta fácil explicar cómo pudieron mantener la sonrisa y la serenidad en medio de las intensas penalidades que marcaron sus vidas. Conviene tener presente que el hecho de que el hombre santo sepa que el dolor le ayuda a conformarse con Cristo, no hace que deje de sufrir.

      A los que niegan la acción de la gracia en el alma y a los que consideran que la alegría es incompatible con el sufrimiento (porque este –piensan– conduce, inevitablemente, a la tristeza y la desesperación), la respuesta de los llamados santos19 ante el dolor corporal o espiritual les parece con frecuencia, además de incomprensible, deshumanizada y artificiosa. Y algunos la reducen a un mero fenómeno psicológico.

      La actitud de san Josemaría, de san Juan Pablo II o de santa Teresa de Calcuta –por citar tres ejemplos entre los numerosos santos de nuestro tiempo20– solo se entiende con plenitud desde una perspectiva cristiana. Es bien sabido que Karol Wojtyla perdió a toda su familia –madre, padre y hermano– antes de cumplir veintiún años; y que Agnes Gonxha Bojaxhiu sufrió durante décadas una aridez espiritual, una noche oscura del alma que la hizo padecer profundamente.

      Esa perspectiva proporciona la clave última de comprensión de esta realidad: la mujer o el hombre que sigue los pasos de Jesucristo, sufre; pero su corazón se esfuerza por identificarse con el del Crucificado, que no lanza gritos de desesperación desde el madero en el que le torturan, sino palabras de perdón y de esperanza.

      Cuando se sufre unido al dolor y al amor de Cristo, el fruto no es nunca el rencor o la tristeza. El dolor, en sí mismo, no purifica: lo que eleva el alma, lo que la santifica, es el modo con el que se acoge ese dolor, sabiendo que tiene un sentido redentor, aunque desconocido en tantas ocasiones.

      El rostro suele ser un delator formidable. Las fotografías de Escrivá adolescente le muestran sonriente y divertido, sin un asomo de amargura en la mirada, ni un rictus de desasosiego.

      Lo mismo sucede con las fotografías de su padre: aunque su vida no fue precisamente un camino de rosas, no se advierte nada sombrío en ellas. Ceniceros –que me regaló una fotografía en la que José Escrivá, entre un grupo de amigos, mira hacia la cámara con un gesto entre guasón y divertidome insistía en esto: «era un hombre alegre, con gran sentido del humor y de muy buen carácter». Le apasionaba la caza y le gustaba tanto bailar, que era capaz de hacerlo, en frase hiperbólica de su esposa, «sobre la punta de un espadín»21.

      «No le fue nada bien en los negocios –comentaba Josemaría, al evocar la figura de su padre–

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