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se propuso mejorar las condiciones materiales de vida de los obreros, mediante un monte de piedad y otras entidades de socorro mutuo34. Y gozaba de un sentido del humor, natural y espontáneo, que heredó su hijo mayor.

      * * *

      La madre de Escrivá, Dolores Albás35, fue la decimocuarta hija de los quince hijos de Pascual Albás y su existencia guardó similitudes sorprendentes con la vida de su madre, Florencia Blanc. También con la de su esposo, que era pariente lejano suyo (su madre y la de su marido eran primas segundas), algo habitual en muchos pueblos de aquella época.

      Una de sus hermanas mayores falleció durante la infancia, dos años antes de que ella naciera; y su hermana gemela, Concepción, murió dos días después del parto. Otra de sus hermanas falleció en plena juventud, con diecinueve años, cuando ella solo tenía cinco. Es decir: tanto la madre como la abuela de Escrivá vieron morir a tres de sus hijas en plena infancia o al comienzo de su juventud36.

      Lola tenía un carácter algo más reservado que el de su marido y se comportaba, en palabras de una de sus cuñadas37, con la seriedad «propia de todos los Albás». Era una mujer de ojos vivos, peinada habitualmente con un moño alto, de gran temperamento, dotada de una fortaleza psíquica y espiritual que le ayudó a afrontar, sin derrumbarse, los numerosos padecimientos que tuvo que sufrir durante su vida.

      Aunque se había criado en un ambiente relativamente acomodado y contaba con la ayuda de varias personas de servicio durante su infancia, su juventud y los primeros años de su matrimonio, cuando vino la ruina económica pasó a ocuparse directamente de las tareas del hogar, junto con su hija Carmen, sin quejas ni lamentos; «sin que se le cayeran los anillos».

      Lola y Pepe eran conocidos por su preocupación por los más necesitados. En la memoria de Josemaría quedó la imagen de su madre charlando en una habitación de la casa con Teresa, una mujer de etnia gitana que venía a verla con frecuencia; y recordaba que su padre hacia muchas obras de caridad –«era muy limosnero»– y formaba parte de iniciativas de asistencia social.

      González Simancas ha analizado varias coincidencias históricas que permiten plantear esta hipótesis: quizá esa mujer, Teresa, pudo ser la esposa de Ceferino Giménez Malla, «El Pelé», el primer santo gitano de la historia, que sufrió martirio en Barbastro. Y el propio José Escrivá –estima este autor– pudo haberle dado a Pelé la catequesis previa al matrimonio.

      A falta de nuevos datos e independientemente de que algún día pueda confirmarse o no esa hipótesis –que cuenta con indicios razonables–, lo que queda claro tras la lectura del estudio de González Simancas es que el matrimonio Escrivá compartía una honda sensibilidad social y un gran sentido de la misericordia38.

      II

      La llamada y la decisión (1915-1919)

       Septiembre de 1915. Logroño. Fin de una crisis interior

      La crisis interior del joven Escrivá –originada por la muerte injusta de sus hermanas y por su rechazo ante la situación económica en la que se encontraba su familia– llegó a su punto culminante en 1915, cuando tenía trece años. Europa se desangraba durante aquel periodo en los diversos frentes de la Gran Guerra; y España, aunque era oficialmente neutral, estaba dividida, de hecho, en germanófilos y aliadófilos.

      José Escrivá se había quedado literalmente en la calle cuando le faltaban pocos años para cumplir los cincuenta, una edad en la que no resultaba fácil, ni entonces ni ahora, rehacer la vida profesional. Logró encontrar un empleo a comienzos de 1915 en Logroño, como dependiente del comercio de telas La Gran Ciudad de Londres, propiedad de Antonio Garrigosa1. Dejó de ser un propietario acomodado para convertirse en un empleado: muy estimado por el dueño, ciertamente; pero asalariado.

      Como tantos padres de familia que se ven forzados a emigrar para encontrar un nuevo trabajo, José Escrivá tuvo que vivir solo en aquella ciudad durante casi medio año, alojado en una pensión, mientras los suyos permanecían en Barbastro, a la espera de que Carmen –de dieciséis años– y Josemaría –de trece– terminaran el curso.

      «En casa continuaron mi educación –contaba Escrivá–, para darme una carrera universitaria, a pesar de la ruina familiar, cuando muy bien pudieron, en justicia, haberme puesto a trabajar en cualquier cosa»2.

      Forzados por las circunstancias vendieron su espaciosa casa de la calle Mayor; y a falta de otro lugar para vivir, Dolores y sus hijos pasaron el verano en Fonz, en el caserón familiar de los Escrivá. En septiembre de 1915 se trasladaron a Logroño en diligencia. Ninguno de sus numerosos parientes de Barbastro acudió a despedirlos.

      Al llegar a la capital de La Rioja se instalaron en el cuarto piso de la calle Sagasta, nº 18, que José Escrivá había alquilado poco antes. Estaba situado a poca distancia del comercio de telas donde trabajaba; tenía ochenta metros cuadrados y era muy caluroso en verano y bastante frío en invierno, lo que agravó la enfermedad reumática de Dolores.

      Una vez instalados, después de un año de preparación con una profesora, Carmen comenzó a estudiar Magisterio en la Escuela Normal y Josemaría continuó el Bachillerato en el Instituto3, donde obtuvo buenas calificaciones4. Hubo un sacerdote que dejó profunda huella en él: Calixto Terés, catedrático de Filosofía, antiguo profesor del Seminario y alma del periódico El Diario de la Rioja5.

      Durante tres años, uno de sus compañeros de clase fue Isidoro Zorzano6, un chico nacido en Buenos Aires. Se hicieron muy amigos a pesar de sus diferencias de carácter, porque Zorzano era más bien reservado y algo tímido. Otro de sus amigos era Ángel Suils, hijo del médico que atendía a su madre.

      Mientras tanto, Josemaría –un adolescente corpulento para sus quince años, que vestía, siguiendo la moda de la época, boina, pantalón corto y calcetines negros hasta la rodilla– iba experimentando una profunda evolución interior.

      Contamos con pocos datos sobre ese proceso. Para Aardweg fue un tiempo de purificación, en el que Josemaría acabó venciendo y venciéndose a sí mismo. Fue su primera batalla espiritual y, sin duda, una de las más decisivas de su existencia.

      Y poco más sabemos del adolescente Escrivá, al igual que de aquellos miles de soldados que murieron durante aquel tiempo en la contienda europea, en cuyas tumbas se lee únicamente: Un soldado de la gran guerra, solo conocido por Dios.

      Las desgracias acumuladas en los años anteriores supusieron una doble prueba para él: de confianza en Dios, por una parte; y de maduración humana, por otra. La conducta de sus padres, resuelta y firme7 –aunque tardara tiempo en entenderla– le indicó el camino a seguir. «Los vi siempre sonrientes» –decía Escrivá–8.

      Conviene subrayar este punto, que influirá profundamente en su vida: Josemaría nació y creció en un hogar feliz, en el que no faltaron las dificultades; y fue madurando en un ambiente familiar confiado y entrañable. A pesar de las desgracias, los Escrivá no se convirtieron en personas amargadas; al contrario, aquellas penalidades reforzaron los lazos de cariño y alegría entre ellos; una alegría siempre presente, lo mismo con el sentido del humor. Josemaría tenía una tendencia innata hacia la broma y la desdramatización de los sucesos, heredada de su padre.

      Dolores y José no se dejaron llevar por el rencor ante el causante de su ruina. No criticaron a los parientes que les hicieron el vacío, ni mostraron signos de desconfianza ante los que no les comprendían. Si hubiesen obrado de ese modo, es probable, apunta Aardweg, que Josemaría hubiese caído en esa actitud de autocompasión que se da en algunos adolescentes.

      Aquella ruina les había sobrevenido a causa de la conciencia cristiana –y social, por decirlo con términos actuales– de José y Dolores, que no deseaban que el desastre económico que habían sufrido afectara a terceras personas. Aunque al principio el adolescente Josemaría

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