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que no supo contestar. Escrivá le dijo que aquello no lo había explicado en clase (y era verdad), pero el maestro no le hizo caso. Como respuesta, tomó el borrador, lo arrojó enfadado contra la pizarra y se volvió protestando a su pupitre23.

      «Días después –recordaba Escrivá– iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: “¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre...”. Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable... y se despidió sin decir nada»24. El pequeño Josemaría agradeció mucho aquel silencio.

      No hay que exagerar, sin embargo, el alcance de esas rabietas, comunes en tantos niños, que suponían, además, una excepción en su comportamiento: solía ser obediente, en casa y en el colegio, donde le dieron un premio por su buena conducta. Adriana, una amiga de la familia25, lo recuerda como «un chico normal en el pleno sentido de la palabra».

      * * *

      Aunque sus padres no dieran mayor importancia a estas pataletas infantiles, debieron preocuparse (no sabemos hasta qué punto, porque solo contamos sobre este particular con un relato de su hermana Carmen y una breve alusión del propio Escrivá), cuando el carácter de su hijo fue acusando el golpe de las muertes de sus hermanas y se fue convirtiendo en un adolescente reservado que se rebelaba en su interior –y en ocasiones, externamente– contra aquella sucesión de hechos dolorosos que no entendía.

      Un día, cuando tenía once años y ya habían muerto dos de sus hermanas, vio que Carmen y unas amigas estaban levantando un castillo de naipes. Se acercó y lo tiró al suelo de un manotazo:

      —Eso es lo que hace Dios con las personas –dijo, con tono amargo–, construyes un castillo y cuando casi está terminado, te lo tira26.

      Para Aardweg27 esta reacción pone de manifiesto que aquel Josemaría preadolescente pensaba que su familia estaba siendo víctima de un destino inmerecido e injusto; algo que, para este autor, resultaba psicológicamente insoportable para él.

       1914. La crisis económica

      Además, desde 1912 –el año del naufragio del Titanic– la situación económica familiar se había vuelto cada vez más preocupante. En 1914 quebró la sociedad de la que era copropietario su padre, y esa fue, en cierto sentido, «la gota que colmó el vaso» para el pequeño Escrivá.

      La bancarrota tuvo diversas causas. Aquella zona de Aragón había sufrido durante los dos últimos años una racha de malas cosechas, que habían generado un fuerte descenso del consumo. A esto se unió el comportamiento de uno de los tres socios fundadores de la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre.

      Cuando Latorre se jubiló, hacia 1894, le sucedieron tres socios al cargo del negocio: Juan Juncosa, Jerónimo Mur y José Escrivá, que pudo participar en ese proyecto gracias a la herencia que había recibido de su padre, fallecido recientemente.

      En 1902 José y su amigo Juan fundaron Juncosa y Escrivá. Mur no quiso participar en el nuevo proyecto y concertaron con él que no pondría otro comercio textil en la ciudad que les hiciera la competencia. Llegaron a un acuerdo: le compensarían por ello con cuarenta mil pesetas, abonables en sesenta y ocho pagarés, cosa que cumplieron entre los años 1902 y 1908.

      Pero Mur incumplió lo pactado y a partir de 1911 la empresa empezó a tener pérdidas; en parte, por la crisis económica y, en parte, por la competencia comercial.

      Escrivá comenzó, junto con Juncosa, un larguísimo proceso judicial, primero en la Audiencia de Zaragoza y más tarde en el Tribunal Supremo. La sentencia les dio la razón, en cuanto que reconocía que el otro socio debía compensarles por los perjuicios causados; pero no se la dio en cuanto al modo de realizar esa compensación.

      El problema estribaba en que Juncosa y Escrivá pretendían que Mur devolviera la cantidad de ciertos pagarés, pero la sentencia estableció que no había suficiente base para afirmar que aquella cantidad fuera el montante de lo que Mur les debía abonar. Debían buscar otro modo de calcular los daños causados.

      Los costes de aquel largo juicio, unidos al daño económico que sufrieron, les llevaron a liquidar el negocio en 191528.

      Al verse en aquella situación, los Escrivá –al igual que hizo Juncosa– actuaron de forma coherente con su conciencia. Contaban con unos ahorros que habían quedado fuera de la bancarrota y decidieron pagar con sus propios bienes las deudas generadas por la quiebra. Ciertamente no estaban obligados a pagar desde un punto de vista estrictamente jurídico y moral más que con los bienes de su empresa; y lo sabían. Pero lo hicieron porque no querían que aquel descalabro afectara a terceras personas.

      José y Dolores sabían también que ese gesto les llevaría a la ruina, como sucedió; pero lo que no esperaban, posiblemente, es que la incomprensión familiar llegara a los extremos a los que llegó.

      Esa incomprensión fue, sin duda, la consecuencia más dura de la quiebra; porque los que entendieron menos su modo de actuar fueron, paradójicamente, los hermanos sacerdotes de José y de Dolores: y de modo singular, Carlos Albás, hermano mayor de Lola, que gozaba de particular influencia dentro del entorno familiar por su condición de canónigo arcediano del Cabildo de Zaragoza.

      Esa actitud no era nueva: «el tío Carlos» mantenía desde hacía tiempo una actitud distante hacia su cuñado Pepe. Las críticas que hizo en aquellas circunstancias influyeron en la familia y los conocidos, que comenzaron a decir, como recordaba años después Dolores Albás: «Pepe ha sido un tonto, porque ha podido quedarse con una fortuna y lo ha perdido todo».

      En estas circunstancias, según Aardweg, el sentido de la justicia del adolescente Escrivá se sintió aún más herido; Dios –pensaba–, además de robarle tres hermanas, había permitido que sus padres quedaran en la ruina y sufrieran una especie de desahucio familiar, junto con el rechazo general.

      Escribió años después: «Yo no era un hijo ejemplar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado»29.

       José Escrivá y Dolores Albás

      Para entender el cambio que se produjo en el alma de Josemaría desde los ocho años, cuando falleció la primera de sus hermanas, hasta que cumplió los quince, necesitamos conocer algo más de su entorno: una familia de nivel medio, de corte liberal, fiel a las raíces cristianas, sin clericalismos ni anticlericalismos exacerbados.

      Los testigos de aquel tiempo recuerdan al «chico de los Escrivá» como un joven compenetrado con su padre, al que se parecía mucho, tanto desde el punto de vista físico como en el modo de ser. Resulta lógico que le influyera profundamente, porque fue su único hijo varón durante diecisiete años. «Tengo un recuerdo encantador de mi padre –diría tiempo después– que se hizo amigo mío»30.

      ¿Cómo era José Escrivá?31. En 1976 estuve conversando en Logroño con un testigo de excepción de su vida, Manuel Ceniceros, ahijado de Garrigosa, dueño del comercio La Gran Ciudad de Londres. Ceniceros, que trabajó durante años junto al padre de Josemaría, le recordaba como un hombre de fe recia, «simpático, sonriente y muy enamorado de su mujer»32.

      Escrivá destacaba también ese rasgo al evocar a su padre: «Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular»33. No perdió jamás esa alegría, aunque había sufrido en su propia carne las mismas desgracias familiares que su hijo: dos de sus cinco hermanos habían muerto durante la infancia y el tercero, Jorge, en plena juventud. En aquel tiempo solo le quedaban dos: Teodoro, sacerdote en Fonz; y Josefa, la mayor. Además de su hermano, uno de sus tíos, ya fallecido, había sido sacerdote: Joaquín Escrivá Zaydín (1833-1906).

      Los que conocieron a José Escrivá le recuerdan como un hombre educado, amable, extrovertido y particularmente sensible hacia lo que entonces se llamaba «la cuestión obrera», de la que había hablado León XIII en 1891 en

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