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      Anotaré un par de casos curiosos: uno de esos días había, junto a una de las dos fuentes que hay en el camino que va desde la carretera de Aragón al Este, un grupo de chiquillos y mujeres haciendo cola, para llenar de agua sus cántaros, botijos, latas... Del grupo de chiquillos salió una voz: «¡Un cura! Vamos a apedrearlo». [...] Otros días, al pasar yo al lado de la cola hidrófila acostumbraba uno u otro de ellos o de ellas a cantar, en alto, aquello de «si los curas y frailes supieran...»32.

      Esa canción, entonada con los compases del Himno de Riego, se había popularizado en los ambientes anticlericales: Si los curas y frailes supieran / la paliza que les vamos a dar / subirían al coro cantando: / libertad, libertad, libertad.

      Escrivá se esforzaba por mantener la serenidad cuando le insultaban, le abucheaban por la calle o le tiraban piedras, como a tantos otros sacerdotes de la ciudad, y procuraba contestar en su interior «apedreando con avemarías»33 a sus atacantes, sin decirles nada. No siempre lo conseguía y en ocasiones se dejaba llevar por su temperamento fogoso y les hacía ver con firmeza la injusticia y gratuidad con la que actuaban.

      En una ocasión, al pasar cerca de la iglesia de Jesús de Medinaceli, vio a unos niños jugando con una cesta de mimbre vieja, llena de paja y vuelta hacia abajo. Prendieron fuego, y cuando la paja comenzó a arder, palmotearon divertidos: «¡un convento, un convento!».

      «¡Dios les perdone a todos!», anotó en sus apuntes34, considerando que muy posiblemente aquellos niños habían aprendido esas actitudes en sus casas.

       7 de agosto de 1931. Una nueva luz

      Durante aquel verano –el 7 de agosto, casi un año después de su encuentro con Isidoro– recibió una nueva iluminación interior durante la Misa: entendió «que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo hacia Sí todas las cosas»35. Comprendió la necesidad de que en todos los lugares del mundo hubiera «cristianos, con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos»36.

      Aquella moción le hizo ver con especial claridad que el trabajo que cada persona desempeña debía ser lugar de encuentro y unión con Dios.

      * * *

      En 1931 Escrivá se encontraba al límite de sus fuerzas: además de cumplir con las obligaciones de su ministerio, y de preparar e impartir las clases en la academia, cuidaba de numerosos enfermos, atendía a moribundos y hacía obras de misericordia con todo tipo de personas: «Estuve, durante una temporada –escribía en sus notas– dedicado a enseñar a leer y a escribir a un morito37 de unos veinte años que quería hacerse cristiano» 38.

      Este conjunto de tareas, además de llevarle hasta el borde del agotamiento físico, no le dejaban el tiempo necesario para dedicarse con intensidad al Opus Dei, y empezó a considerar la posibilidad de dejar el Patronato. Durante el verano encontró una posible solución: la atención de la capellanía del Convento de Santa Isabel, dependiente del Real Patronato de ese mismo nombre39. Ese trabajo, además de darle el tiempo que necesitaba para impulsar la Obra, le proporcionaba una casa para su madre y sus hermanos. Las Damas aceptaron su cese, aunque siguió atendiendo varios meses más a los enfermos hasta que encontraron un sustituto.

      No olvidó nunca aquellos años entre las personas más necesitadas de Madrid:

      Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más40.

      Anotaba con sentimiento agridulce, cuando se trasladó a Santa Isabel:

      Voy a dejar el Patronato. Lo dejo con pena y con alegría. Con pena, porque después de cuatro años largos de trabajo en la Obra Apostólica, poniendo el alma en ella cada día, bien puedo asegurar que tengo metido en esa casa Apostólica una buena parte de mi corazón... Y el corazón no es una piltrafa despreciable para tirarlo por ahí de cualquier manera. Con pena también, porque otro sacerdote, en mi caso, durante estos años, se habría hecho santo. Y yo, en cambio... Con alegría, porque ¡no puedo más! Estoy convencido de que Dios ya no me quiere en esa Obra: allí me aniquilo, me anulo. Esto fisiológicamente: a ese paso, llegaría a enfermar y, desde luego, a ser incapaz de trabajo intelectual41.

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