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      Recurría con frecuencia al símil de la mujer embarazada para hablar del Opus Dei. La Obra iba creciendo y adquiriendo rostro propio en su alma como un embrión en el seno materno. Esa es la impresión que producen los apuntes íntimos de este periodo, en los que faltan aún, como es lógico, los matices, términos y expresiones que irían viniendo con el paso del tiempo, fruto de las luces de Dios en la oración, de la reflexión personal y de la experiencia apostólica.

      Su misión consistía en poner los medios y dejar que Dios hiciese su obra –Opus Dei: obra de Dios– a su manera. Esos medios –la oración y el desagravio a Dios– debían constituir la base sólida de aquel edificio.

      Vengo considerando –y lo pongo aquí, porque luego, leyéndolo, se graba más en mí y me hace bien– que los edificios materiales, en su construcción, tienen gran semejanza con los espirituales.

      Y así como aquella veleta dorada del gran edificio, por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra, mientras, por el contrario, un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie lo ve, es de importancia capital para que no se derrumbe la casa..., aunque no brille como el pobre latón dorado allá arriba... Así, en ese gran edificio, que se llama «la Obra de Dios» y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá! Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto.

      Cimientos hondos, muy hondos y fuertes: los sillares de ese cimiento son la oración; la argamasa que unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría. Ahondar mucho; pues, para un edificio gigante, se precisa una base gigante también30.

      ¿Y los medios? «Los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús –decía–, antes que actuar y moverse, son: orar, orar y orar: expiar, expiar y expiar»31.

      Este modo de proceder pone de relieve la naturaleza singular de lo que Dios le pedía. Escrivá no hizo «un plan», al igual que los promotores de empeños humanos de cualquier tipo, que escriben manifiestos, elaboran programas o diseñan estrategias de futuro.

      Tan convencido estaba de que aquel «plan» no era suyo, sino de Dios, que no redactó ningún reglamento previo: «Lo primero –escribía– es la vida, el fenómeno pastoral vivido. Después, la norma, que suele nacer de la costumbre. Finalmente, la teoría teológica, que se desarrolla con el fenómeno vivido. Y, desde el primer momento, siempre la vigilancia de la doctrina y de las costumbres: para que ni la vida, ni la norma, ni la teoría se aparten de la fe y de la moral de Jesucristo»32.

       Una lógica desconcertante

      El 11 de agosto de 1929, mientras daba la bendición con el Santísimo en la iglesia del Patronato de enfermos, se le ocurrió la posibilidad de pedirle al Señor «una enfermedad fuerte, dura, para expiación»33, que le ayudara a desagraviar y co-redimir; es decir, padecer con Cristo para redimir a los hombres.

      Si el cimiento de la Obra debía ser la oración, tanto la del alma como «la oración del cuerpo» (la mortificación), ¿qué mejor cosa podía hacer él –pensó– que padecer en su alma y en su cuerpo por Dios?34.

      Cuando Escrivá le comentó a Valentín Sánchez su deseo de pedir a Dios esa enfermedad, este le desaconsejó que lo hiciera. Siguió su consejo, aunque –como diría tiempo después– presentía que Dios le concedería en el futuro una enfermedad fuerte y purificadora para sacar adelante la Obra35. «Me pide el Señor indudablemente –puso por escrito– que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos»36.

      * * *

      Comenzó a pedir a numerosas personas, especialmente a los enfermos y pobres de los barrios marginales, que ofrecieran a Dios sus oraciones y sufrimientos «por una intención suya».

      «Fueron unos años –recordaba– en los que el Opus Dei crecía para dentro sin darnos cuenta. La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas»37.

      Atendía a centenares de enfermos en los hospitales y corralas madrileñas donde se hacinaban las familias en condiciones miserables. Iba a visitarles en tranvía, a pie, entre el barro y los charcos, sorteando las inmundicias, con los zapatos rotos, protegiéndose las suelas agujereadas con cartones –no había para más–, haciendo oídos sordos a los insultos –cucaracha era el más refinado–, entre el hedor y la mugre, adentrándose en lugares que muchas buenas gentes de Madrid no se atrevían a pisar.

      En este ambiente –recuerda una religiosa, Asunción Muñoz–:

      Se nos hizo imprescindible nuestro Capellán [...]. Yo era la más joven de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de día o de noche [...].

      Nos acercábamos a las casas humildes de estos enfermos. Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. [...] ¡Cuántas veces he dialogado con él acerca de un alma que habíamos de salvar, de un paciente que necesitábamos convencer! Yo le pedía consejo acerca de lo que habíamos de decir o hacer. Y él iba todas las tardes a ver a alguno de ellos, puesto que los enfermos para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón38.

      VIII

      De agosto a agosto

      (1930-1931)

       24 de agosto de 1930. Isidoro. Un encuentro «casual»

      Comenzaron a secundarle algunas personas, como José Romeo Rivera, Pepe1, un joven estudiante de Arquitectura a cuya familia conocía desde sus años en Zaragoza; Norberto Rodríguez2, el sacerdote al que Escrivá le había hablado de la Obra en las Navidades de 1929 (y que se autovinculó el 14 de febrero de 1930, antes de que se lo propusiera el joven fundador)3; y su viejo amigo de Logroño, Isidoro Zorzano, que era entonces un ingeniero de veintiocho años que ejercía su profesión en Andalucía.

      El 24 de agosto de 1930, cuando Zorzano se dirigía hacia Cameros, en La Rioja, para estar con su familia, hizo una breve parada en la capital con la intención de pasar unas horas con su amigo Josemaría, que le había escrito poco antes en una postal: «cuando vengas por Madrid, no dejes de verme. Tengo que contarte muchas cosas»4.

      Al llegar, como no le había avisado previamente de su hora de llegada, no le encontró en casa. Decidió dar un paseo hasta la Puerta del Sol y luego tomar el tren en dirección a Logroño. Don Josemaría estaba en esos momentos acompañando a un chico enfermo. «De pronto –recordabasentí el impulso de tener que salir a la calle. Le dije que me marchaba y, aunque la madre insistió en que me quedara, por la compañía que hacía a su hijo, me despedí. No sabía adónde iba; ya en la calle, sin saber adónde me dirigía, me encontré de sopetón con Isidoro, que estaba haciendo tiempo para coger el tren de vuelta y casualmente pasaba también por allí»5.

      Aquel encuentro marcaría definitivamente la vida de Zorzano. «Nada más saludarme –recordaba Escrivá– me dijo a bocajarro: Quiero entregarme a Dios y no sé cómo ni dónde»6. Fueron a casa de Josemaría. Isidoro le contó sus inquietudes y, al oírle, su amigo le habló extensamente del Opus Dei. Desde aquel momento este joven ingeniero se unió a la Obra.

      Durante aquel periodo «unirse a la Obra» significaba, en lo humano, unirse a los afanes de un sacerdote joven y dos personas más.

      El 25 de agosto, al día siguiente de que se incorporara Isidoro, escribió en sus notas: «Desde hace mucho tiempo, además de llevar revistas religiosas (El Mensajero, El

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