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inédita aportada por la autora obligan a leer su obra, de una enorme riqueza.

      Lo mismo ocurre con la tesis de Diego Téllez sobre Ricardo Wall, el ministro que mejor definió el despotismo ilustrado —«ministros que proponen y rey que decide»— y el que ejerció el cargo de primer ministro, de facto. Téllez descubre la fortaleza del «partido ensenadista», aun después de desterrados el marqués y sus primeros colaboradores el 20 de julio de 1754, a través del miedo de Wall, preocupado por la actitud del rey, que no acaba de tranquilizarse por haberse desprendido de Ensenada, y porque «jesuitas, colegiales y ensenadistas se han unido».

      En adelante, volveremos sobre las contribuciones de otros historiadores, pero elegimos para cerrar este capítulo a Rafael Olaechea, el «reflexivo del xviii» que aportó argumentos de extraordinaria importancia en la polémica del regalismo español del siglo xviii y que, junto con Teófanes Egido, puso de relieve la importancia de los partidos, y entre ellos, la del hegemónico «partido ensenadista», opuesto al «partido español», que derivará a «nacional», o «aragonés», cuando su jefe sea el conde de Aranda, enemigo encarnizado de Ensenada. Sobre el «segundo gobierno de Fernando vi» hay muchas novedades en los últimos años que al insaciable Olaechea le hubieran deleitado, sin duda, dando razón a sus sospechas e intuiciones. Los trabajos de este sabio jesuita sobre el Concordato de 1753 —logrado por Ensenada sin que Carvajal supiera nada de las negociaciones— han incorporado sólidos conocimientos a las relaciones entre el Papa y Su Majestad Católica, pero, sobre todo han contribuido a incrementar la polémica sobre los fundamentos de la Ilustración española, tanto como los trabajos de Antonio Mestre, José Antonio Escudero, Francisco Sanchez-Blanco, María Victoria López Cordón, Francisco Aguilar Piñal, Enrique Giménez, etc. han enriquecido el conocimiento.

      Sobre el periodo posterior al destierro ha habido varias novedades, aunque Ensenada ya no ocupará el primer plano —pues ya no tuvo puestos de relevancia—, como sobre la influencia del ensenadismo en la grave fractura que se produjo, antes del motín de 1766, entre los ministros de Carlos iii y los Grandes. Es de interés el excelente libro de Celia María Parcero sobre la pérdida de La Habana en 1762, pues nos descubre las tensiones entre un soberbio conde de Aranda, que pretende imponer su autoridad en el Consejo de Guerra, y un Ensenada más político que nunca, metiendo a Jorge Juan en el consejo y acordando con Arriaga que no habría sentencia si no había unanimidad de votos, lo que todo el mundo comprendió que era una estrategia frente a los deseos del conde de Aranda, presidente del Consejo de Guerra, que incluso llegó a pedir penas de muerte, una de ellas para el conde de Superunda, íntimo del marqués, del que fue albacea testamentario. Arriaga, Grimaldi, Esquilache y Ensenada lograron doblegar el brazo de Aranda, que salió de Madrid camino de Valencia con el nombramiento de capitán general, pero sabiendo que le habían echado.

      Recientemente, la tesis doctoral de Paulino García Diego sobre Grimaldi, también dirigida por Carlos Martínez Shaw, publicada en 2014, ha reavivado el debate sobre algunos asuntos en los que resuena a lo lejos la presencia del gran amigo del ministro, Ensenada. Es muy interesante el acopio de documentación sobre el annus horribilis de Carlos iii, 1776, cuando el rey sufrió la conspiración de su propio hijo, el futuro Carlos iv, instigado por Aranda desde París; el escándalo de su hermano don Luis, al que hizo partir de la corte; las noticias sobre su otro hijo, Fernando iv, el rey de Nápoles, que iba por mal camino; y en fin, el dolor de separarse de su querido Grimaldi.

      Aquí Ensenada, viviendo en Medina del Campo, está mudo en apariencia, pero hoy sabemos que se enteró —y por supuesto se alegró— de la intervención de sus amigos Jerónimo Grimaldi y Manuel Ventura Figueroa en el cruel castigo de Pablo de Olavide: su último acto, desalmado y vengativo. El abate Grimaldi, cesado del cargo de ministro de Estado por las presiones del conde de Aranda en 1776, se vengó de Olavide, a quien dejó en las cárceles secretas de la Inquisición cuando salió de la corte. Olavide fue la víctima, pues no podía serlo Aranda, el gran enemigo también de Ensenada, a quien desterró en 1766. Por eso, Grimaldi, hecho duque por Carlos iii, y Ensenada, desterrado diez años antes, se vieron en Medina del Campo como los grandes amigos que eran, comieron juntos y se despidieron para siempre. Ambos habían sufrido al conde aragonés, pero se habían vengado de él a través del pobre Olavide.

      En suma, los estudios sobre los ministros del siglo xviii han revelado un método de hacer política en el escenario total que era la corte: los ministros con el rey, que era ya la práctica común impuesta por Ensenada y Carvajal desde la llegada al trono de Fernando vi. La España discreta, que se abre paso en los centros de decisión europeos, en el tablero diplomático, y la conciencia de que es necesario abandonar la política sin país practicada por las monarquías patrimoniales son el marco del proyecto político de Ensenada, el servidor del rey, sí, pero uno de los grandes constructores del Estado.

      2

      De los arsenales a los palacios reales

      «Mi mundo es la Marina», repetía don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, el riojano de origen humilde, bautizado en Hervías el 25 de abril de 1702 y vuelto a bautizar en Alesanco poco más de un mes después, el 2 de junio de ese mismo año. La explicación del «descuido» teológico —bautizar dos veces— tiene interés, pues nos permite comprender el valor que tenían entonces los privilegios por pequeños que fueran. Somodevilla fue bautizado por segunda vez porque los derechos de hidalguía del padre solo se le reconocían en Alesanco y eran derechos pilongos, es decir, que únicamente se transmitían en la pila del bautismo. Por eso, la segunda partida dice que lo bautizaron «en ausencia del cura párroco», que seguramente no quiso que le comprometieran en el asunto.

      El padre, Francisco de Somodevilla, era pobre, pero era hidalgo y no quería que su hijo fuera inscrito en el padrón de pecheros. Cuando Ensenada tenga que buscar pruebas de limpieza de sangre, recurrirá en primer lugar a su origen hidalgo. Curiosamente, a su amigo Jorge Juan le pasó algo parecido: nació en Novelda, pero le llevaron a bautizar a Monforte. La explicación nos la dieron hace poco Rosario Die y Armando Alberola: se trata de que la pila de la iglesia de Monforte «transmitía» la prelación de obtener beneficios en el futuro en una parroquia de Alicante. Los padres del futuro matemático se dejaron guiar por el mismo interés que los de Ensenada.

      El padre de Zenón añadía al fruto de su trabajo lo poco que le daban por enseñar a escribir y leer en la catedral de Santo Domingo y por ejercer de notario apostólico, un cargo que parece mucho más de lo que era y que ha despistado a algunos biógrafos, pero que en realidad era un simple escribiente accidental para asuntos eclesiásticos menores, como llevar las cuentas de fundaciones y fábricas parroquiales, firmar actas testamentarias, etc. Uno de los biógrafos riojanos de Ensenada, Diego Ochagavía, localizó su firma en la ejecución de un testamento del cura de Hervías y en las cuentas del arca de misericordia hasta 1709.

      La madre, Francisca Bengoechea, procedía de Azofra, el pueblo vecino donde se había celebrado el matrimonio. En el libro de bautismos, consta con tres abuelos de procedencia vizcaína, es decir, hidalgos universales vascos que buscaban el reconocimiento de su nobleza en los pequeños pueblos riojanos. Todo valía para «vestir» de origen noble incluso a quien ya era marqués, como prueba el hecho de que Ensenada, en 1742, mandara pedir papeles en su pueblo y en los cercanos para demostrar la hidalguía de su familia cuando iba a entrar en la orden de Calatrava. La pureza de sangre y la hidalguía tuvieron una enorme importancia: Goya, a pesar de su nobleza como pintor del rey, gastó mucho dinero en pleitos intentando demostrar su infanzonía —lo que no consiguió—; Manuel Bretón de los Herreros, ya en la década de 1830, liberal a las órdenes de Salustiano de Olózaga, el padre del liberalismo progresista, todavía esgrimía que sus abuelos de Autol eran hidalgos.

      En el limitado entorno rural cercano a Santo Domingo de la Calzada —donde se conserva la casa de su hermana Sixta— vivió Zenón de Somodevilla hasta después de la muerte del padre cuando todavía no contaba diez años. La madre y sus cinco hermanos siguieron residiendo en Santo Domingo de la Calzada, pero el futuro marqués había dejado la casa materna y, tras pasar por Madrid, donde pudo haber estado sirviendo por mediación de parientes —en realidad, no se sabe nada a ciencia cierta, como sentenció Rodríguez Villa—, acabó en Cádiz, donde Patiño lo encontró trabajando, ya con

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