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Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desconocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer.
El reinado de Fernando VI parece una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Sin embargo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz o la exploración del Orinoco.
El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado dando vida a una época poco divulgada de la historia que sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía ofreciendo una serie de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado.
"Su autor no solo analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces." Carlos Martínez Shaw

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El marqués de la Ensenada, pieza clave del Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, fue mucho más que un ministro. Realizó un proyecto político integral junto a un grupo de valedores situados en puestos clave de la corte y del gobierno impulsando el desarrollo del Estado español al tiempo que desplegaba una formidable red de espionaje en media Europa. Fue el motor de numerosas reformas bajo el desempeño de los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. En ese momento cumbre de su carrera, el padre Isla le llamó el «secretario de todo».
Su trabajo en la Marina le convirtió en enemigo de Inglaterra; la reforma hacendística, en sospechoso para la nobleza. El catastro y la protección que dispensó a los científicos puede considerarse lo más ilustrado de su obra. Fue amigo de los jesuitas y víctima, como ellos, del absolutismo regio. Su cara más cruel la mostró con la persecución al pueblo gitano. Mujeriego, alegre, sensato y conservador, sus restos descansan en el panteón de Marinos ilustres, aunque en realidad nunca fue marino.
José Luis Gómez Urdáñez, catedrático de Historia Moderna por la Universidad de La Rioja y académico de la Real Academia de la Historia, destaca tanto las luces como las sombras de un político que supo como nadie articular las relaciones entre el gobierno y la corte de la época.

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El siglo de la Ilustración es también el siglo de la autoridad, y eso lo expresaba muy bien la política de la cuerda tirante, metáfora usada por Floridablanca que se refería a lo conveniente de tener siempre a un ahorcado en una picota o su cabeza en una jaula colgando de la puerta de una ciudad para disuadir a pobres o presos. Esta medida se empleó para que las levas de vagos tuvieran éxito; para que los gitanos tuvieran miedo y no intentaran huir de los arsenales; para que, en fin, los amotinados escarmentaran ante esa horrorosa visión. Bajo la invocación de la máxima autoridad —que fue sacralizada—, los ilustrados pudieron aplicar universalmente la más refinada política represiva. Querían orden, limpieza, seguridad, obediencia, uniformidad de los súbditos en lengua y religión, y… mantenimiento de sus privilegios.
Todos han pasado a los manuales de historia de España, sin embargo, como próceres virtuosos, pero aquí los veremos en su lado más oscuro. Ensenada, cruel con los gitanos; el duque de Alba, «hombre de tan buena fama como mal corazón»; el conde de Aranda, capaz de dictar penas de muerte sin inmutarse; Floridablanca, que tenía claro que «los pobres son peligrosísimos». La crueldad se aprendía en la práctica diaria y, luego, se empleaba también contra los enemigos políticos. Cuesta imaginar, en la «España feliz borbónica», un navajazo a Floridablanca o un intento de envenenamiento a Jovellanos y quizás también a Saavedra. Hasta el reinado de Carlos IV, al menos las canalladas se hacían con refinamiento.
"Las víctimas del absolutismo que desfilan por este libro pueden serlo por los ataques de la reacción aristocrática o clerical, por los intrigantes de la Corte o por sus propios colegas ilustrados, dispuestos a la zancadilla o a algo peor por motivos normalmente poco confesables, por aspirar al poder, por salvaguardar su posición, por ejercitar la venganza. Eso en cuanto a las víctimas individuales, pero el autor también nos habla de las colectivas, de aquellos que sufren la miseria, que están discriminados por motivos raciales o religiosos, que están atados al duro banco de una galera (y no turquesca), que yacen en las prisiones inquisitoriales o que, como en el caso de los gitanos, sufren una espantosa persecución y una amenaza de acción genocida por parte —no solo, pero también— de los absolutistas ilustrados". Del prólogo de Carlos Martínez Shaw